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Una peruana, ¿espía rusa?

La reportera española radicada en México Judith Correa, Premio Ortega y Gasset de Periodismo, habla de la periodista detenida.

Judith Correa / Especial de El País
30 de junio de 2010 - 10:19 p. m.

“¿La conoces?”. Es la pregunta de una amiga, al leer una nota en la primera plana del portal de CNN: “Acusan a la periodista peruana Vicky Peláez de ser espía para Rusia, junto a otros 10 más, en Nueva York”. ¿Vicky, espía rusa? ¡No puede ser! ¡Pero si apenas sabía algo de inglés! Es mi primera reacción. Quizá ya no sé lo que es realidad o ficción: en mi querida Ciudad Juárez el surrealismo mortal ya no tiene límites.

Llamo a su casa en Yonkers, un suburbio del norte de Nueva York pegado a casas públicas del Bronx. A esta hora, pienso, todavía no ha entrado a trabajar a  El Diario/La Prensa, de Nueva York: a la mesa de redacción de nacional e internacional donde buscaba y pegaba notas de agencia. Sin tener que llamar a las fuentes, sin conocer a los políticos. Muerta en su pasión de reportera intrépida que renacía cada semana al escribir su columna, sin pelos en la lengua. Y con la que cada día se ganaba más enemigos. Dentro y fuera de esa redacción, donde fue líder sindical hasta hace unos meses.

Fuimos compañeras hace tres años cuando yo cubría la alcaldía de Nueva York. En su cara se reflejaba lo que pensaba. Sus columnas hablaban de justicia social, una mujer de izquierda. Siempre cuestionada por su ideología. En Perú, incluso por su secuestro en 1984 durante unas horas por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (Mrta) cuando trabajaba para el canal de televisión Frecuencia Latina, creando un nuevo estilo de narrar las noticias en directo. Y en su ciudad adoptiva —porque Vicky es ciudadana estadounidense— tampoco se libró de las críticas por sus posturas liberales que no ocultaba.

Nacida hace 55 años en una familia humilde de Cuzco. Clara, abierta, sonriente, atractiva, con su melena larga y rizada, que escribía en el teclado con dos dedos y vestía con ropa de colores. Que iba a clases de pintura, seguía por conciertos a su hijo menor, un prodigio del piano, y cocinaba cebiche, siempre que podía. Desde hace un tiempo menos: para ahorrar, porque no sabía cómo iba a pagar la matrícula del adolescente si éste no recibía una beca.

Waldo Mariscal, su hijo mayor, un arquitecto de 38 años, contesta el teléfono. Para negar cada una de las acusaciones: “Yo no veo la luz, no tenemos un buen abogado, sólo un defensor público”. No hay dinero con qué pagar. Ese es el problema, me cuenta. La casa está destrozada, comenta. Hay cámaras ocultas hasta en los inodoros, el teléfono está intervenido. “Esto parece una película de Alfred Hitchcock. Es horrible”.

El domingo en la noche, cuando Vicky, su hijo de 17 años, y su segundo esposo, Juancho Lázaro —un uruguayo que hablaba con acento el español y naturalizado peruano— regresaban de una fiesta, su vehículo fue interceptado por dos unidades del FBI. Leo el documento de la investigación realizada desde los años 90 y presentada en la Corte de Nueva York. Y ahí Vicky y Juancho son agentes de la Federación Rusa, que recibieron entrenamiento intenso en lenguas, escritura invisible y telecomunicaciones, antes de llegar a Estados Unidos.

Es más, se dice que Peláez recibió un paquete con dinero en 2000 en un parque de un país suramericano de un representante del gobierno de Rusia. Y que su esposo también recibió dinero en 2007. Cuanto más leo pienso que estoy sumergida en una película del Agente 007. Aunque la Vicky que yo conocí se queda bastante atrás. La película sigue hoy con su comparecencia a la corte. Podría pasar 20 años tras las rejas.

Por Judith Correa / Especial de El País

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