Dentro de las cárceles de los Maras

En El Salvador, los miembros de la Mara son dueños de la institución que debe castigarlos. Crónica del dolor de cabeza centroamericano.

Henry Mance / San Salvador
14 de julio de 2009 - 06:13 p. m.

Se sabe qué tan decaído es un sistema penitenciario cuando ni siquiera las mismas autoridades intentan defenderlo. “Es una situación de total insatisfacción. Para mí, el sistema debe cerrarse”, dice el director de centros penales de El Salvador, Douglas Moreno. Recién nombrado al cargo, Moreno acaba de visitar diez cárceles del país y se asustó con lo que vio.

Ciudad Barrios, una de las penales más infames del país centroamericano, tiene una capacidad oficial de 900 internos, pero  la institución actualmente cuenta con 1.873, cumpliendo penas de hasta 223 años por crímenes como homicidio, secuestro y violación. Las condiciones de sobrecarga son tantas que en las últimas semanas trece de los internos han sido diagnosticados con tuberculosis pulmonaria.

En Ciudad Barrios todos son miembros de la Mara Salvatrucha 13 (MS), la pandilla más grande de Centroamérica. Ellos llaman la cárcel su casa o —en la jerga anglicada que manejan— su neighborhood. Aquí no se puede escapar el imaginario de la MS, que va desde el mural enorme que domina el patio hasta los tatuajes faciales de los internos.

Los grafitis reflejan su poder. “Al ubicarlos todos juntos, ellos toman el control del central penal. Las autoridades penitenciarias se limitan a resguardar los muros, pero en muchos casos no tienen siquiera la posibilidad de entrar porque ponen en riesgo su vida”, dice Jeannette Aguilar, experta en pandillas de la Universidad Centroamericana.

Este año y en 2008 también, funcionarios de Ciudad Barrios han sido asesinados, supuestamente por órdenes de los internos. A diferencia de miembros de otras pandillas, quienes usan huelgas de hambre para presionar a las autoridades penitenciarias, matar es la manera preferida de la MS de quejarse.

Los internos de Ciudad Barrios “activan su gente afuera por celular. Y éstos matan”, informa el mayor Gabriel Rodas, director del penal. Afiches en la institución advierten a los funcionarios sobre las cuatro reglas de oro: no recibir plata de los internos, no maltratarlos, no ofender a sus visitas y no tener relaciones con sus novias.

A pocos metros de la cárcel Ciudad Barrios, el pueblo que le dio el nombre también sufre las consecuencias de la MS. Una comerciante muestra mensajes de textos y grabaciones telefónicas de intentos de extorsión. Un MS pide US$5.000, o amenaza con herir a su papá. Ella logró negociar una suma menor, pero cuenta ya haber pagado cerca de US$10.000. Son estos recursos los que financian, entre otras cosas, intentos ambiciosos de fuga de la cárcel. En abril se descubrió un túnel, construido utilizando GPS, que iba desde una casa hacia la cárcel.

Lo paradójico es que, en un momento, se esperaba que Ciudad Barrios fuera una penal ejemplar en donde coexistieran pacíficamente miembros de la MS y su rival, la Mara 18. Pero este sueño murió meses después de que la cárcel abriera en 1999, cuando miembros de la MS atacaron la parte del complejo donde dormían sus rivales y mataron a uno; aplastaron su cabeza utilizando ladrillos sacados de la letrina. El dentista que identificó el cadáver recuerda haber vomitado al ver el nivel de barbaridad que se había perpetrado. “Yo habría dejado que se mataran entre sí”, dice.


Para Moreno, la causa fundamental “no es la cárcel, es el contexto del país”. Aún con el fin de la sangrienta guerra civil —en la que murieron cerca de 70.000 personas, entre ellas el arzobispo Óscar Romero— los salvadoreños no lograron la seguridad. Miles de sus compatriotas emigraron a los Estados Unidos, entre ellos ex guerrilleros con machetes, y unos formaron la MS en Los Ángeles en los años ochenta.

En la década del noventa, las autoridades estadounidenses empezaron a deportarlos a El Salvador. Así se exportó el problema de las pandillas a Centroamérica, donde fue fomentado por la exclusión social y la sobreoferta de armas. Según cifras no oficiales, hay entre 10.000 y 20.000 pandilleros en el país. En 2007 El Salvador tuvo la tasa de homicidios más alta del mundo, con excepción de Irak: 55 personas por cada 100.000 son asesinadas cada año (en Colombia la taza no alcanza 40 por 100.000).

El presidente Mauricio Funes, del FMLN, ha anunciado “medidas de emergencia en materia de seguridad”, como el uso de militares para apoyar a la policía nacional. Pero todavía no es claro si esta es una alternativa real a la política de “Súper Mano Dura” implementada por el anterior presidente, Antonio Saca, que se enfocó en encarcelar a los pandilleros, incluso a niños menores de doce años, y terminó transformando los centros penales en escuelas de formación para las maras. Hoy un tercio de los internos del país son pandilleros.

“El sistema penitenciario es el último eslabón del sistema penal y la última prioridad”, dice la experta Jeannette Aguilar. “En cuanto a políticas de justicia penal juvenil, es el tema que recibe menos recursos”, explica.

En Ciudad Barrios, al preguntar a los internos qué quiere decir ser miembro de la MS, muchos simplemente se ríen y miran por otro lado. Pero uno, un veterano que pasó años en los Estados Unidos, intenta articularlo: “Somos una familia. Lo único es que en nuestra familia tenemos reglas como ‘ningún sapo’”, dice. Y trata de enfatizar la solidaridad que existe entre la familia. “A veces homeboys no reciben visitas, entonces nosotros juntamos una moneda con otra, y le compramos unos zapatos”. Agrega que la pandilla respeta a los internos que se vuelven religiosos: “Lo que es de Dios es de Dios. Pero lo que no es Dios es nuestro”.

Unos internos sueñan con regresar a California, otros con ajustar cuentas con viejos enemigos. La gran mayoría no quiere imaginar una vida fuera de la pandilla, ni se arrepienten de los tatuajes que hacen su afiliación imposible de esconder. Al ver una cámara fotográfica, su reacción es posar con el gesto de la MS: los cuernos del diablo, adaptados en  época de los roqueros.

La posibilidad de estudiar les fastidia. La posibilidad de trabajar no existe. Por eso, día tras día, los internos juegan con dados, al fútbol y al basquetbol. Durante los días que estuve allí un torneo de fútbol captó la atención de los internos. ¿Qué haces cuando termine el torneo?, le pregunté a uno. Se encogió de hombros, y murmura, “Siempre habrá fútbol”. Y, como van las cosas, siempre habrá pandilleros en las cárceles mirándolo.

Por Henry Mance / San Salvador

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