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La extraña pareja

Las bases militares de Colombia y el posible regreso de Zelaya han enfrentado, una vez más, a Hugo Chávez y Álvaro Uribe.

Miguel Ángel Bastenier* / Especial para El Espectador
01 de agosto de 2009 - 09:59 p. m.

A la tercera quizá vaya la vencida. La última refriega entre Colombia y Venezuela debería servir cuando menos para que nunca se volviera a sostener la peregrina teoría de que Álvaro Uribe y Hugo Chávez tienen tantísimos puntos en común, que se parecen enormemente y, por ello, son capaces de entenderse más allá de las profundas diferencias ideológicas y de ubicación política. Los dos tienen, sin duda, un pronto autoritario —el bolivariano jefe, en realidad, varios—; y les gusta hablar a la opinión por sobre las cabezas de colaboradores y partidos, pero ahí acaban las cercanías; el colombiano y el venezolano no pueden estar más alejados tanto en su antropología social como personal.

El hombre de la Casa Nariño es un distinguido miembro del criollato paisa, finquero, educado como corresponde a su clase y condición, lo que garantiza algunas cosas como hablar inglés bastante bien, aunque la malicia natural de sus conciudadanos diga que lo pronuncia de pena; conocer el mundo; tener una idea de Europa y, en particular, de España que, lo sepa o no, es su nacionalidad troncal.

El de Miraflores, en cambio, es de una extracción social muy diferente; ha recibido la educación que corresponde a un militar venezolano de la bonanza del petróleo, aunque pretende suplirla leyendo con la voracidad del subdesarrollo; pero su conocimiento de la realidad exterior es racheado con vientos del cuadrante norte, y de España lo que cree saber es que sometió al indígena a genocidio, como no cesa de repetir. Los dos mandatarios, representantes ambos de un cierto pragmatismo patriótico, saben, por supuesto, escenificar aparatosas reconciliaciones cuando les conviene, sobre todo porque Colombia y Venezuela sí que se necesitan de verdad. Pero ahora lo que les conviene es pelearse, y lo van a hacer muy bien porque ambos se detestan.

Los dos encarnan los extremos más distantes de una pugna por el alma de América Latina, de la que la vicerruptura diplomática entre Bogotá y Caracas chapotea en la superficie y el forcejeo por la presidencia de Honduras, la pelea entre chavismo y antichavismo, constituye, sin embargo, la cuestión de fondo.

La rapiña entre el presidente legítimo Manuel Zelaya y el usurpador, Roberto Micheletti, se basa en un profundo equívoco. El chavismo más o menos oficial, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay y allá en el horizonte, hambrienta y soberbia, Cuba, toma partido sin fisuras y con estridencia por el presidente depuesto; los Estados de afectos intermedios como Brasil, Argentina —especialmente tras el patinazo electoral del kirchnerato— y Chile, entre otros, desean, asimismo, la reposición del derrocado pero con ardor más moderado; y, finalmente, otro paquete de potencias, entre las que se halla Estados Unidos por mucho que haya cambiado de presidente, querrían, sí, que volviera Zelaya, pero sin que eso beneficiara en lo más mínimo a Chávez, que no supusiera ese regreso una victoria para el venezolano, lo que equivale a decir que retornara pero derrotado, plegándose a que Honduras abandone, posiblemente por medio de las elecciones presidenciales previstas en noviembre, las toldas chavistas.

Uribe, que tiene asuntos más urgentes de los que ocuparse que de quién vaya a ocupar el solio de Tegucigalpa, ha entrado de hoz y coz en el juego invitando a que los norteamericanos se instalen en tres bases militares en Colombia.

Nadie puede discutir el derecho soberano de Bogotá de llamar a quien le plazca para que acampe militares en su suelo, como tampoco cabe dudar de que esa decisión supone una provocación para Chávez, aunque no directamente, como dice, una real amenaza militar. Lo que ha hecho Uribe con su ocurrencia es meterse de lleno en la trifulca para ganar puntos en Washington. Obama no es George W. Bush, ni los demócratas dominadores en las cámaras tan serviciales como los republicanos, y Bogotá cree por ello que hay que hacer casi lo que sea para mantener lo más íntimo de la alianza; por eso le hace tamaño regalo a Washington abandonando cualquier pretensión de neutralidad en el careo por la hegemonía latinoamericana.

El propio Brasil de Lula puede ser perfectamente sincero en su exigencia de que se restaure la legalidad en Honduras, y desear tanto como Chávez que Estados Unidos no vuelva a interesarse en demasía por Iberoamérica, pero su posición hoy tiene que ser muy parecida a la de Washington: que haya acuerdo y que el chavismo pierda un partidario en ciernes.

Uribe ha movido peón por si acaba optando a un tercer mandato, lo que probablemente aún no ha decidido, pese a que cada día que pasa el asunto se pone más complicado, pero tanto o más para vincular a su sucesor a su política. Un hiperuribismo sin Uribe, que sólo puede poner verosímilmente en práctica Juan Manuel Santos. ¿Qué obtendrá con ello el presidente? ¿Es posible salvar la relación especial con Estados Unidos?

Si a Obama le dan tiempo sus verdaderos problemas exteriores —Irán, Af-Pak, Palestina— para volver la mirada a Latinoamérica, seguramente poco; y si no le da tiempo, todavía menos, porque eso es lo que quiere Chávez. ¿Valía la pena arrostrar la comprensible cólera de Caracas y el callado disgusto de Brasilia? ¿Dónde se encuentran en esa tesitura los aliados de Colombia? Perú, quizá, pero se guardará mucho de hacérnoslo saber.


América Latina se halla en un momento histórico en el que parece imponerse un sentimiento favorable a la emancipación de la poderosa sombra norteamericana junto a la construcción de algún tipo de equilibrio de poder interno con Brasil como primus inter pares, ante lo que Obama puede ser menos agresivamente contrario que sus predecesores, pero en modo alguno partidario. Y esa emancipación puede encarrilarse por la vía gradualista, amable, casi sigilosa y no se sabe cuán efectiva de Brasil, o por la del exabrupto antagónico de Venezuela, también de consecuencias imprevisibles.

Resulta difícil de entender qué se le ha perdido a Colombia en ese embrollo. Si vuelve Zelaya, que vuelva y todos tan contentos; si vuelve con un pedazo de rabo entre las piernas, muchos que ahora pasablemente lo vitorean, más contentos todavía; si prevalece la línea dura Micheletti, ¡alabado sea el Señor, qué mala suerte!, pero la “guerra” colombiana se libra en otra parte. Y lo único bueno de recibir militares norteamericanos a domicilio es que alguien algún día pueda pedirles educadamente que se vuelvan a casa.

Chávez y Uribe, la extraña pareja de otros tiempos, recobra por el momento su verdadero ser. Ni Walter Matthau ni Jack Lemmon; sino dos gobernantes condenados por su propia obra a no entenderse.

Cronología  Una relación tormentosa

2005

Enero-Febrero

Venezuela llamó a consultas a su embajador en Bogotá y rompió los lazos comerciales después de comprobarse que alias ‘Rodrigo Granda’, el canciller de las Farc, fue capturado en Venezuela. Sin embargo, Colombia aceptó revisar los hechos. La crisis se superó con la visita de Uribe a Caracas.

2007

Noviembre

La llamada de Chávez al comandante del Ejército colombiano generó un malentendido que concluyó con la decisión de suspender su mediación en el proceso de liberación de los secuestrados políticos de las Farc. Nuevamente, el presidente venezolano llamó a su embajador a consultas.

2008

Marzo

El bombardeo de las Fuerzas Armadas de Colombia a un campamento de las Frac en Ecuador hizo que Chávez, en apoyo al gobierno de Quito, rompiera relaciones una vez más. Pero ocho días más tarde, en la Cumbre de Río, Chávez y Uribe superaron el problema. Las relaciones con Ecuador se suspendieron.

2009

Julio

El acuerdo para permitir que militares estadounidenses operen en bases colombianas puso en alerta a Caracas. Días después el Gobierno colombiano señaló que las Farc tenían en su poder lanzacohetes que pertenecían al ejército venezolano. Ante las acusaciones, Caracas congeló las relaciones una vez más.
 

 * Columnista y editorialista del diario  ‘El País’, de España.

Por Miguel Ángel Bastenier* / Especial para El Espectador

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