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Ratzinger, en la hoguera

El papa Benedicto XVI cumple cinco años en el cargo, acorralado por los escándalos de pederastia.

Juan G. Bedoya / Especial de El País de España para El Espectador
17 de abril de 2010 - 09:00 p. m.

Los cardenales eligieron Papa en 2005 a un intelectual de postín y esperaban que rindiera como un gran ejecutivo. No resultó. Justo cuando se cumplen los cinco años de su mandato como sumo pontífice, Benedicto XVI, de civil Joseph Alois Ratzinger, es un anciano de 83 años atado a su pasado de teólogo e inquisidor de doctrinas. ¿Qué ha hecho en este lustro? ¿Qué se propone?

Sus admiradores cuentan que es un gran trabajador y que ahora mismo está empeñado en culminar antes del verano su ingente biografía de Jesús de Nazaret, cuyo primer tomo fue un éxito de ventas hace dos años. Los detractores lo acusan de atacar las reformas del Concilio Vaticano II y de despreocupación o impotencia ante los problemas que afronta el catolicismo.

Ratzinger “es criticado por no hacer nada... y por hacer demasiado”, opina su biógrafo, el periodista católico italiano Vittorio Messori. Como él, la jerarquía de la Iglesia eleva armas para enfrentarse al examen del primer lustro de este pontificado. Lo hace a la defensiva. La efemérides no ha podido llegar en peor momento, con una riada de noticias sobre curas —y hasta obispos— pederastas actuando con impunidad durante décadas ante la pasividad o el silencio cómplice del Vaticano.

Benedicto XVI está en medio de ese quemadero. También ha patinado en otros campos de la gestión. Ha provocado agrias polémicas con musulmanes, judíos o anglicanos; escandalizó cuando quiso acabar con el cisma del ultraconservador arzobispo Marcel Lefebvre y se enfrentó a la comunidad científica condenando en África el uso del preservativo como método de combate contra el sida. También sigue enfrentado a la ciencia, negando toda la investigación con células madre.

El Vía Crucis

Ratzinger sabía a lo que se enfrentaba cuando se postuló hace cinco años como sucesor del polaco Juan Pablo II, de civil Karol Wojtyla. Su discurso electoral fue clamoroso aquel 24 de marzo de 2005, con Juan Pablo II ya moribundo, a punto de superar los 27 años en el cargo. Era el Viernes Santo de ese año y Ratzinger sustituía al enfermo pontífice en el tradicional Vía Crucis ante el imponente Coliseo romano. No era una casualidad. En cada rezo de las estaciones del fundador cristiano hacia el monte Calvario, el hoy Papa aprovechó para intercalar comentarios de programa de gobierno. Fue en la novena estación —tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz— cuando clamó: “¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor! ¡Cuánta soberbia! La traición de los discípulos es el mayor dolor de Jesús. No nos queda más que gritarle: Kyrie, eleison. Señor, sálvanos”.

Era un discurso alarmante, elaborado para encoger el corazón de la mayoría de los cardenales, acostumbrados muchos de ellos a una vida regalada en el mejor de los mundos, sobre todo durante sus frecuentes estancias en Roma. Dos semanas más tarde, reunidos en cónclave, los 114 purpurados —con el pomposo título de Príncipes de la Iglesia, aunque cardenal viene de cardo, en italiano bisagra o punto de apoyo— no se demoraron en decidir qué Papa querían. Era el alemán Ratzinger y se llamaría Benedicto XVI.

La elección causó no poca sorpresa. Hoy se sabe que se inclinaron por Ratzinger por considerarlo el único capaz —por conocimiento y por autoridad— de arreglar los problemas acumulados durante el interminable ocaso del polaco Wojtyla, del que el teólogo alemán había sido sumo ideólogo.

Alguna prensa alemana había recibido la elección de Ratzinger con el título equívoco de panzer kardinal. Era una alusión a su intransigencia por la inmisericorde condena de 130 teólogos y religiosos cuando fue prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Tampoco olvidaron en Alemania que el nuevo pontífice, además de teólogo y profesor universitario, militó en las Juventudes Hitlerianas y que fue soldado de la Wehrmacht al final de II Guerra Mundial.

El pasado no perdona

Al margen de tan tormentoso —y brillante— pasado, Benedicto XVI no ocultó nunca que le aguardaba una tarea inmensa si quería acabar con la “suciedad” y la “soberbia” que anidaba en su Iglesia cuando se propuso como candidato papal. Lo intuyó a las 18:04 del 19 de abril de 2005, nada más anunciarse su elección, y lo dijo en su primera bendición urbi et orbi.

Tampoco pudo ignorar que iba a estar solo en la tarea, salvo que realizara radicales cambios en la Curia (gobierno) del Vaticano. Pero no lo hizo. Es un primer retroceso, principio de todos los demás. En la llamada eufemísticamente Ciudad Santa, el poder sigue en manos de los de siempre, con algunos cambios por razones de edad.


Suele decirse que las promesas electorales están para incumplirse. Ratzinger no las hizo. El único documento que puede tenerse como tal es la homilía en la misa para elegir nuevo Papa el día del comienzo del cónclave, donde dibujó un panorama teórico sobre los cristianos veletas. También fijó allí su idea de que el mundo está dominado por la “dictadura del relativismo que no reconoce nada que sea definitivo y que deja como última medida sólo al propio yo y a sus deseos”. No dijo cómo luchar contra esa tendencia.

Ideas o palabras al margen, el balance es desolador. En cinco años ha provocado varias veces la indignación de los judíos —13 millones—; por ejemplo, cuando readmitió en la “comunión eclesial” a los seguidores del arzobispo Marcel Lefebvre —la llamada Hermandad Sacerdotal de San Pío X—, entre ellos a Richard Williamson, que niega el Holocausto y al Vaticano II.

“Al levantar la excomunión de los integristas, sin exigirles la aceptación del Concilio Vaticano II, no son ellos quienes se incorporan al cristianismo conciliar. Es más bien el Papa quien se convierte al integrismo y lleva a la Iglesia en esa dirección”, sostiene el teólogo Juan José Tamayo. La canciller alemana Angela Merkel exigió entonces al Papa, su compatriota, que pidiera disculpas a los judíos.

El Papa también ha reintroducido en la liturgia una oración por la conversión de los judíos, de carácter preconciliar, y suele irritar a esa comunidad religiosa cuando insiste en elevar a los altares (es decir, en colocar como ejemplo de santidad para todo el mundo) al papa Pío XII, acusado de callar ante los crímenes de los nazis y ante el terrible Holocausto.

Ofendió también Benedicto XVI a los musulmanes —1.300 millones— cuando, en un discurso en la Universidad de Ratisbona (Alemania) en septiembre de 2006, dijo que Mahoma impuso la fe con la espada y proclamó la guerra santa, vinculando al dios del Islam con la violencia y la irracionalidad. Tampoco los protestantes —650 millones— y los cristianos ortodoxos —250 millones— tienen motivo de contento con este Papa. En un documento oficial de julio de 2007, el Vaticano identifica la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica, a la que considera la única verdadera, y califica en consecuencia a las iglesias ortodoxas como iglesias imperfectas y niega que las iglesias de la reforma sean Iglesia.

El proceso ecuménico (de encuentro entre religiones, en la idea del teólogo Hans Küng de que no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones) también sufrió un duro revés cuando el Papa les dijo a las comunidades indígenas latinoamericanas —el 10% de la población en ese continente—, durante su viaje a Aparecida (Brasil) en 2007, que una supuesta vuelta a las religiones precolombinas no era un progreso, sino un retroceso.

También atacó a los teólogos de la liberación por politización, falso mesianismo, ideas erróneas y dependencia del marxismo, como había hecho, excomulgándolos, cuando estaba al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Aún más criticada ha sido su visión de la planetaria lucha contra el sida, llevada a cabo por las autoridades sanitarias y gran parte de los gobiernos. Durante un viaje a Camerún y Angola, el Papa execró contra el uso de los preservativos porque, dijo, “no sólo no solucionan el problema del sida, sino que lo agravan todavía más”. El Parlamento belga pidió entonces, por mayoría, a su gobierno que condenara esas declaraciones y expresara una protesta formal al Vaticano.

Todas esas derivas anticonciliares se resumen en una más aparatosa y visible: los cambios en la liturgia, autorizados con regocijo por Ratzinger. No sólo se vuelve a la misa en latín y con el celebrante de espaldas al pueblo creyente, sino que se han aceptado algunas de las ideas del arzobispo Lefebvre, el gran fustigador del Vaticano II. Ratzinger había sido perito en ese concilio, como asesor del episcopado alemán, pero siempre se mostró contrario a su desarrollo, acusó una vez a sus colegas, en referencia a una de las sectas más radicales en la época de Jesús, en la Galilea sojuzgada por Roma.

¿Por qué esa deriva antiecuménica o anticonciliar? El papa Ratzinger piensa que el Concilio Vaticano II le ha sentado muy mal a su Iglesia y que sólo rectificándolo volverán tiempos de esplendor, prestigio e influencia. Los hechos son testarudos, en la dirección contraria. Cada día hay menos vocaciones sacerdotales y más parroquias sin cura. La juventud sigue alejada, salvo los cientos de miles de muchachos que jalean al pontífice desde los movimientos más conservadores; la mujer permanece marginada del santuario, y pocos católicos hacen caso a las doctrinas de sus prelados en materia de sexo u otros comportamientos sociales. Pero el sexo es un terreno en el que la jerarquía del catolicismo pierde casi siempre la compostura.

Por Juan G. Bedoya / Especial de El País de España para El Espectador

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