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Las locuras de la guerra

El drama de los terapeutas que exorcizan los fantasmas del conflicto armado.

Daniella Sánchez Russo
03 de julio de 2010 - 08:00 p. m.

“Era el líder de una comunidad indígena en Pasto; tenía alrededor de 50 años, alto, moreno, con mucho miedo de contarnos su historia. ‘Fueron los paramilitares’, decía, ‘fueron ellos’. Su relato me marcó”, confiesa la psicóloga de la Defensoría del Pueblo Andrea García mientras escarba en sus memorias. Dice que es el episodio más doloroso que ha escuchado en el tiempo que lleva tratando víctimas de la violencia en Colombia. Le dijo que lo amarraron a un árbol una tarde cualquiera y que lo violaron, una, dos, varias veces, ya no se acuerda cuántas; que no fue capaz de regresar a su tribu, ni ver a los ojos a su esposa o a sus hijas ni contarles que la amenaza de las armas se llevó su hombría. No fue el único.

Desaparición forzada, violación, desplazamiento y asesinato: casi todos los testimonios versan sobre esos horrores. Cincuenta psicólogos, en 26 regiones del país, casi 30 veces al día, escuchan víctima tras víctima. Los oyen exorcizar sus fantasmas. Y tratan de orientarlos como pueden. Sin plata, sin recursos, hacen lo imposible para cumplir las citas con los psicólogos. Es un escenario privilegiado, quizás el único, para dejar ir a sus demonios. Quién dijo, sin embargo, que los traumas no se los heredan. Tan fuertes son los alcances y la sevicia de la guerra que hasta a los terapeutas —entrenados como ninguno para blindar sus almas— se les cuelan los dolores de las víctimas que tratan y hoy reciben atención psiquiátrica para impedir que la locura se tome sus cabezas.

Pesadillas, enredos familiares y problemas con sus parejas, desequilibrio emocional; súbitos recuerdos de un drama relatado, aislamiento, desgaste mental y laboral y, en esencia, la alienación ajena del espanto. Todos síntomas del llamado Síndrome de Burnout, o del Quemado —“altísimo estrés laboral por la exposición emocional del paciente”, explica un experto—, que poco a poco han ido corroyendo la coraza racional de los psicólogos de la Defensoría del Pueblo. Tanta barbarie narrada empieza a hacerles mella. “Si no somos tratados adecuadamente —dice la psicóloga Andrea García— podríamos caer en distintos vicios”. El alcohol encabeza la lista, claro, pero también las drogas, el exagerado consumo de cigarrillo o incluso sufrir de insomnio y depresión.

“La carga laboral es muy fuerte y es de esperarse que nosotros necesitemos ayuda”, cuenta Wilson Chavarro, psicólogo de la Defensoría del Meta. Y confiesa que quiere dejar su consultorio para dedicarse a escribir los testimonios de la violencia. La presión de su trabajo lo obligó a ser atendido por un colega cada dos meses: “Las pesadillas abundaban, había empezado a sufrir de insomnio, me estaba consumiendo; mi esposa comenzó a preocuparse”. De uno de esos relatos de sangre que le causó tantas vigilias provino el nombre de su primogénito, Lorenzo: “Así se llamaba uno de los 29 hijos de un señor en La Guajira, a todos los había bautizado por un jugador de fútbol”. Lorenzo fue víctima de desaparición forzada. Culpan a las autodefensas. “Lo más duro fue ver al viejo sumergido en una depresión terrible”, dice Chavarro.

Todos los psicólogos de la Defensoría han sufrido síntomas de la enfermedad de Burnout. Así lo documentó un estudio que encargó la Vicepresidencia de la República a la ONG Dos Mundos. “Hemos estado al límite”, cuenta Andrea García, “por eso desarrollamos un programa de intervención y seguimiento psicológico que se complementa con un plan de ejercicio y alimentación”. Se supone que así capotean los peligros de su profesión. El psicólogo Luis Alberto Bonilla es consciente de algunos síntomas: “A veces no puedo dormir, la ansiedad me consume y el cansancio se vuelve extremo. Pueden ser las 10:00 de la mañana de un lunes, después de un domingo de descanso, y yo no hallo la hora de que se termine la semana”.

A Bonilla lo conmovió en demasía la historia de una viuda de un inspector de Policía a punto de pensionarse. Iban a montar un negocio de frutas en Bogotá, pero los ‘paras’ lo mataron en Villavicencio. Ella intentó buscar respuestas, pero sólo consiguió amenazas. Historias así provocan el desvarío. El psicólogo Bonilla cuenta que alguna vez le pidió a una compañera que se retirara del trabajo porque se estaba volviendo demasiado violenta: “La irascibilidad se había apoderado de su genio”.

Con el fin de evitar estados violentos o de locura, a cada psicólogo de las 26 regionales de la Defensoría le han entregado un manual para contrarrestar el impacto de los calamitosos relatos de las víctimas. Pese a que estos profesionales hacen todo cuanto pueden para aislar la ansiedad que carga cada relato, un miedo sigue latente, uno que los pone en el borde entre la razón y la locura. “El miedo más grande es traspasarles esa ansiedad a nuestros hijos”, dice Andrea García. “Temo como nadie que ellos resulten afectados”.

Por Daniella Sánchez Russo

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