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Huckleberry Twain

Hace un siglo murió en Elmira, N.Y., este escritor y humorista norteamericano, quien descubrió que la ficción era lo único que lo podía salvar de la tragicomedia cotidiana del ser humano.

Hugo Chaparro Valderrama
20 de abril de 2010 - 11:11 p. m.

Desde el 30 de noviembre de 1835, cuando nace en Florida (Missouri), hasta el 21 de abril de 1910, cuando muere en Elmira (N.Y.), la vida de Mark Twain, como la de cualquier otro hombre, estuvo cifrada por la plenitud, la adversidad y los giros de un calendario que le permitió vivir 74 años. Pero a diferencia de sus semejantes, invisibles cuando su rastro se desvanece en el mundo, Twain fue un honorable marino de agua dulce, que navegó hacia New Orleans a los 22 años de edad, soñando en vano con llegar hasta América del Sur, para dedicarse luego a escribir. Su primer libro, La famosa rana saltarina del Condado de Calaveras y otros sketches (1867), fue publicado el mismo año en que Twain viajó a Europa. Los viajes sedentarios de la literatura y los viajes físicos alrededor del mundo, decidieron la fortuna del escritor y de nosotros, sus lectores, que aún lo recordamos cien años después de su muerte.

Bautizado por sus padres como Samuel Langhorne Clemens, se camuflaría después bajo seudónimos de aventurero para firmar sus libros, atreviéndose primero al laberíntico W. Epaminondas Adrastus Perkins, hasta decidirse por una medida de navegación, equivalente a 12 brazas de profundidad en los ríos, encontrando en ella la medida de su nombre legendario: Mark Twain.

Su cariño por el río Mississippi, al lado del que fue creciendo cuando vivió en Hannibal (Missouri), hizo que transformara la geografía real en el escenario de su geografía imaginaria. Al fin y al cabo, la ficción es la mejor de las realidades posibles para un autor. Y Mark Twain descubrió que la ficción lo salvaba ante la tragicomedia cotidiana de una especie a la que amaba con reservas o despreciaba abiertamente —“Lo único que sé es que un hombre es un ser humano”, afirmó. “Para mí es suficiente, no puede ser peor”—.

El humor de la melancolía: un editor recordaba que nunca vio reír a Mr. Twain durante los años que le permitieron suponer una larga amistad. Un gesto que la vida se encargó de opacar cuando su hijo Langdon murió a los 2 años de edad, a su hija Susy la mató una meningitis cuando tenía 24 años, después murió su esposa, Livy, con la que había vivido más de 30 años, y su hija Jean estuvo condenada a sufrir los extravíos que la aturdían en la epilepsia.

La escritura como burla e ironía ante el destino fue asumida por Mark Twain como otra forma de la navegación. Viajó al lado de su héroe, Huckleberry Finn, por el río de las aventuras y la celebración de su libertad; estuvo con Tom Sawyer disfrutando de los beneficios inconscientes que hacen de la infancia un privilegio; regresó en el tiempo para que un yanqui de Connecticut visitara la corte del rey Arturo; examinó la condición humana con Wilson, el filósofo de los chiflados, que reflexiona como si tuviera encima de los hombros un pudín, convencido de que Dios se equivocó al prohibir la manzana en el Paraíso, pues si hubiera prohibido a la serpiente, Adán se la habría comido.

La casa de 19 habitaciones donde vivió Mark Twain con su familia en Hartford (Connecticut), es un monumento a las recompensas del trabajo, la dificultad y la devoción por la escritura; un lugar donde, según él mismo, pudo vivir en la gracia y la confianza de su espacio; un sitio de peregrinación donde aún se puede vislumbrar, caminando alrededor de la mesa de billar ubicada en el tercer piso, al fantasma que impulsaba como ideas a las bolas de marfil.

Su rostro, registrado por las primeras cámaras de Kodak, es la semblanza de una época. Emblemático y reconocido en su tiempo como el de Washington o Lincoln, representa un mundo en el umbral de dos siglos. Un autor que puso los cimientos de la novela moderna en Norteamérica y que enjuició la codicia de su país en Cuba y Filipinas durante el siglo XIX; alguien que siempre estuvo convencido de su lema: “Haz lo correcto. Gratificará a ciertas personas y asombrará a los demás”.

Por Hugo Chaparro Valderrama

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