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'Los dos Escobar': verdades que no queremos ver

Doble moral: sobre esta producción tendieron veto y al tiempo hay un auge desmesurado de las narconovelas.

Sergio Otálora Montenegro / Especial para El Espectador
02 de agosto de 2010 - 10:00 p. m.

¿Por qué una selección de fútbol, considerada una de las mejores del planeta, favorita del Mundial de Estados Unidos 1994, se convierte en fracaso monumental? ¿Qué pasó con sus estrellas? ¿Por qué la ilusión de todo un país se vino abajo en cuestión de horas, como si aquel cinco a cero contra Argentina, durante las eliminatorias, hubiera sido apenas una fantasía o, peor, una maldición?

Desde entonces, nunca hubo un esfuerzo consciente, ni en lo periodístico, ni en lo académico, ni en lo audiovisual, por desentrañar los hilos invisibles de una debacle deportiva que se convirtió en tragedia nacional con el asesinato de Andrés Escobar, capitán de esa mítica selección Colombia. Sabíamos que fútbol y narcos eran como hermanas siamesas; que nuestros talentos, Higuita,  Pibe, Tino, eran héroes salidos del barro y símbolos de la esperanza de un pueblo agobiado.

Sabíamos también que, en las altas esferas de la política y de los negocios, este equipo inigualable era una mina de oro que se debía explotar sin límites: punta de lanza para “limpiar” la imagen del país en el exterior, poderosa máquina de publicidad, espacio privilegiado para la demagogia nacionalista.

Dieciséis años después de la gran derrota —nos eliminaron en la primera ronda, después de una campaña hacia el Mundial en la que nunca fuimos vencidos— un documental nos reordena las imágenes, nos pone en perspectiva lo que, en su momento, parecía una avalancha imparable de sinsentidos y tragedias, nos confronta con nuestras propias miserias, sin concesiones, sin falsos matices. Los dos Escobar, documental escrito, dirigido y producido por los hermanos Jeff y Michael Zimbalist, muestra de frente, en boca de sus protagonistas, esas verdades que no queremos aceptar.

Por eso, tal vez, el canal RCN no quiso transmitirlo, y por eso la familia de Andrés Escobar se ha sentido engañada, manipulada y utilizada por los realizadores del documental. (Ver arriba comunicado de los hermanos Zimbalist).

No es fácil aceptar en público que esa cima alcanzada por el fútbol colombiano se debió, en lo fundamental, a los dineros del narcotráfico. Así queda establecido en el documental, con testimonios como los de Popeye (lugarteniente de Pablo Escobar), Jaime Gaviria, (primo del capo del cartel de Medellín) o Juan José Bellini (ex presidente de la Federación Colombiana de Fútbol).

Además de los testimonios, las imágenes y los hechos son más fuertes: el cartel de Cali, el de Medellín y Rodríguez Gacha eran dueños del Deportivo Cali, del América, del Nacional y el DIM, de Millonarios, respectivamente. Pablo Escobar iba al estadio a ver a sus equipos, premiaba a sus jugadores e, incluso, ordenaba asesinar árbitros.

Uno de los registros visuales más impactantes que tiene el documental es el del capo del cartel de Medellín jugando con la selección Colombia, en La Catedral, sitio de reclusión del narcotraficante, que se entregó a las autoridades después de que la Asamblea Nacional Constituyente, en 1991, prohibiera la extradición.

En ese momento, nuestros jugadores eran los más cotizados del mundo, eran nuestros embajadores, la otra cara de la moneda. Los hermanos Zimbalist, a lo largo de 42 entrevistas, fueron descubriendo que “para entender la gran importancia del fútbol para la sociedad, uno tenía que entender primero el contexto de lo que estaba pasando, es decir, la influencia de la narcoviolencia y del narcodinero en el país y en muchas de sus instituciones”.

Por este camino demuestran cómo las muertes de Pablo Escobar y Andrés Escobar están íntimamente ligadas, no sólo por esa matriz cultural, política y económica que es el narcotráfico, sino por quienes estuvieron detrás del gatillo: Los Pepes, Perseguidos Por Pablo Escobar.

Los hermanos Zimbalist han trabajado a fondo el tema de narcotráfico y sociedad. En Colombia y en Brasil. Su premiado documental Favela Rising, es la historia de una comunidad, en Río de Janeiro, sitiada por el crimen, el tráfico de drogas y la represión del Estado, que logra mediante la música, encontrar un camino distinto al de las balas.

En esa producción, como en Los dos Escobar, se ven la investigación que hay detrás con el fin de darle sentido histórico a la narración, el minucioso trabajo de campo que les permite llegar a las comunidades y obtener los mejores testimonios de sus personajes, y el cuidado que tienen para no confundir crudeza con amarillismo. Según Jeff y Michael, “nuestras experiencias en América Latina han sido siempre profundas e inspiradoras, lo opuesto a esa visión internacional que se tiene de la región como un lugar resquebrajado, lleno de violencia, pobreza y corrupción”.

Duele ver cómo se perdió una vida preciosa como la de Andrés Escobar. En el documental, su hermana y su novia hablan de él de una manera conmovedora. El tono íntimo con el que narran la relación del hermano y el novio con el fútbol, la entrega total al deporte, el espíritu bondadoso y la enorme sensibilidad social del jugador, las dudas que lo asaltaban, le dan a la película el carácter de revelación, lo que no conocíamos del personaje, de su infancia y juventud, de cómo hizo la familia para sobrevivir a un dolor tan intenso, a la absurda desaparición de un talento dedicado a la más pacífica de las actividades.

Como dice Francisco Maturana en el documental: “Andrés era uno del fútbol al que lo mató la sociedad”. Esa selección Colombia de lujo, así se la maquillara con la fanfarria del patriotismo, era producto de largos años de convivencia con los dineros calientes y de complicidad con quienes amasaron fortunas con el tráfico de drogas. Jaime Gaviria afirma en cámara algo difícil de asimilar, pero que se comprueba con los hechos: “La muerte de Pablo y de Andrés marcan el fin de la mejor época del fútbol colombiano”.

¿Se irrespeta la memoria y el legado de Andrés Escobar, al constatar que su sacrificio es el efecto de una máquina de violencia que, tarde o temprano, acabaría devorando su propio invento, es decir, la gloria de nuestro fútbol? ¿Cómo no entender que la muerte del que llamábamos con admiración “el caballero de las canchas”, estaba por desgracia ligada a esos demonios que se volvieron incontenibles con el ascenso vertiginoso de nuestra inolvidable selección mundialista?

En el exterior, muchos colombianos han visto Los dos Escobar. Sus comentarios han aparecido en Facebook y han llegado a ESPN, el canal de deportes que lo transmitió en Estados Unidos. El común denominador de los mensajes es lo positivo que resulta tratar de entender qué había detrás de ese nefasto 22 de junio de 1994. Colombia y Estados Unidos se enfrentaban en el Rose Bowl, en Los Ángeles, y en el minuto 13, el autogol de Andrés, su gesto compungido, el derrumbe estruendoso de un equipo que, al saltar a la cancha, ese día, ya estaba derrotado por las amenazas de muerte, por la angustia, por la rabia.

Todo era confusión en ese instante, los jugadores no entendían muy bien qué estaba sucediendo, por qué pasaban del cielo al infierno en cuestión de minutos, de segundos. Maturana se refiere a ese momento como “una mano negra anímica, psicológica”, que abrumaba a la selección.

Que hayan tendido sobre Los dos Escobar una especie de veto, cuando al mismo tiempo hay un auge desmesurado de las narconovelas, que han convertido al traqueto y a sus muñecas en espectáculo sin sustancia, es muestra de una doble moral sin atenuantes. ¿Por qué sólo nos queremos ver a nosotros mismos en versiones edulcoradas de la realidad, y no en producciones que la complejizan y la cargan de sentido histórico?

Por Sergio Otálora Montenegro / Especial para El Espectador

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