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La violencia en la lente de Víctor Prado

Éste periodista tolimense fue testigo de la barbarie a mediados del siglo XX.

Olga Lucía Garzón
16 de agosto de 2010 - 09:00 p. m.

Cuando el bandolerismo cundió los campos del Tolima, la paz de unos años se vino al piso. Los gobiernos de Rafael Parga Cortés (1959-1960), Alfonso Palacio Rudas (1960), Alberto Rocha Alvira (1961-1962), Alfonso Jaramillo Salazar (1962-1963), Alfredo Huertas Rengifo (1963-1964) y Rafael Caicedo Espinosa (1964-1965) tuvieron que soportar esa propagación de violencia que en principio tuvo tintes políticos pero con el tiempo se degradó hasta convertirse en crimen, asalto, descuartizamiento e ignominia, males que afectan al país actualmente.

La política en Colombia no atravesaba una buena situación. Una vez presentada la renuncia del general Gustavo Rojas Pinilla, el poder quedó en manos de la junta militar, nombre que se le dio al grupo de generales que se comprometieron a gobernar hasta el 7 de agosto de 1958, fecha en que culminaba el gobierno del general Rojas. No estaba lejano el advenimiento del Frente Nacional, que se iniciaría con el gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962).

En ese contexto histórico se centró  Víctor Eduardo Prado Delgado, para escribir su obra Bandoleros, en la que intenta reunir los hechos más significativos del período de la violencia en el Tolima, de los cuales fue testigo presencial.

A través de su actividad periodística conoció a bandoleros como Jacinto Cruz Usma, alias Sangrenegra; José William Ángel Aranguren, alias Desquite; Noé Lombana Osorio, alias Tarzán, y Roberto González, alias Pedro Brincos, y otros, y las persecuciones sin cuartel a Tirofijo. A todos estos personajes, Víctor Prado o Vipradel (su seudónimo) los fotografió, pero una vez muertos.

“A ellos no les gustaba dar entrevistas y menos dejarse fotografiar”, dice. Las anécdotas son innumerables.

En 1958, Víctor Eduardo Prado Delgado estudiaba en el colegio San Simón, de Ibagué, y allí tenía un semanario denominado El Mural, donde todos los lunes plasmaba las noticias de la institución escolar.

Siendo estudiante, el 4 de mayo, durante la elección de Alberto Lleras Camargo, Víctor se encontraba en la pequeña población de Alvarado, a 20 minutos de Ibagué, de donde es oriundo. Ese día, las personas de la vereda Los Guayabos-Veracruz que quisieran votar tenían que venir al poblado. En el transcurso del viaje, bandoleros arrojaron una bomba al camión donde se transportaban. Hubo 32 muertos.

El alcalde de la época, que era Nomael Amador Rubio, le pidió el favor de que fuera al levantamiento de los cadáveres. Con una cámara pequeña tomó las imágenes y apuntó los nombres de los caídos. Cuando regresó a Alvarado, en la oficina de Telecom le informaron que todos los periódicos estaban llamando, porque la noticia estaba concentrada allí.

Ese día le vendió a El Espectador el rollo. “Lo mandé en un expreso, me pagaron bien”. Fue el único periódico que publicó las fotos. Ese hecho le causó tanta emoción que decidió ser periodista.

Siendo estudiante de bachillerato del colegio Isidro Parra, en Líbano, comenzaron a ocurrir una serie de masacres y Víctor se dedicó a cubrir la información.

“Comenzaron a llamarme las Fuerzas Armadas, me gané la confianza, y seguí trabajando con El Espectador, El Cronista y echaba extras en Todelar, a través de La Voz del Tolima, afiliada a esta cadena”, recuerda.

Lo recogían en helicóptero y lo llevaban a cuanto lugar fuera necesario para cubrir los cientos de masacres que en la época de la violencia política ocurrieron en el norte del Tolima.

Víctor, quien hoy tiene 68 años, recuerda por ejemplo ese 17 de marzo de 1963 cuando murió José William Ángel Aranguren, alias Desquite. “Estaba en Alvarado tomándome una cerveza y me llamó el coronel José Joaquín Matallana y me dijo: ‘Eche el extra de que acabamos de matar a Desquite. Ya lo recojo para que vayamos al sitio’”.

Se fue para Junín, donde tropas dirigidas por el teniente Jorge Álvaro Márquez Montañés, comandante de la Policía en ese lugar, rodearon la finca El Perú de la vereda Rosa Cruz y mataron a Desquite. Varias poblaciones del norte del Tolima, donde hizo tanto daño, reclamaban el cadáver para exhibirlo, como se acostumbraba. El cronista publicó una edición extraordinaria con las fotos del bandolero muerto. Ese día tuvo la precaución de tomar la imagen de la carabina de Desquite y anotar el número. Con esto, tiempo después se descubrió que un sargento, almacenista de la Policía, les estaba vendiendo armas a los maleantes, puesto que la carabina San Cristóbal que tenía el bandolero era una de las armas que habían desaparecido.

Fueron tantas las matanzas que cubrió Víctor, que para él es difícil recordarlas todas. Sin embargo, en su mente quedan las que más lo marcaron, por ejemplo cuando Desquite mató entre Victoria y Marquetalia, Caldas (Vereda La Italia), a 42 campesinos. Al llegar a la casa había una pila de muertos, descabezados la mayoría a machetazos o garrote.

“Cuando abrí la puerta para tomar las fotos, me cayó un sombrero con una cabeza y toda la sangre fétida encima”, recuerda con angustia. De inmediato Fue a lavarse a una alberca, pero lo que encontró fue peor: “Estaba llena de cabezas”.

En una de sus andanzas conoció a una anciana llamada Adela Álvarez, que según comentarios  de la época tenía 159 años y había nacido en Tocaima, Cundinamarca, donde aparecía su partida de bautismo. Al Ejército le llegó la información de que la viejita era visitada por Jacinto Cruz Usma, alias Sangrenegra, a consultarle sobre brujerías.

“Contaban sus nietos que cuando crecía el río La China, la botaban a la creciente, pero cuando volvían, la encontraban viva en la casa”. Ese día, Víctor y los soldados que lo acompañaban fueron atacados por Sangrenegra.

“Yo estaba sobre una piedra al frente de la casa, con un soldado. Le pegó un tiro a él y a mí me rozó una oreja. Los sesos del uniformado me cayeron, cuando me pasé la mano pensé que yo estaba muerto, pensé que eran mis sesos”. 

Víctor rememora  que fueron muchos meses recorriendo la cordillera junto con el entonces coronel Matallana. “Él se fumaba un paquete de cigarrillos en dos horas. Hacía parar el helicóptero en un filo y se ponía a fumar, y por radio coordinaba.

Después vino el asalto en Los Guayabos (Alvarado), cuando una mañana Sangrenegra mató a nueve campesinos, a quienes les quitó la lengua y arrojó sus cabezas al río.

Ese mismo día en la tarde, el teniente Josué Ortiz Jaimes viajaba desde Anzoátegui, porque el sábado se casaba con una niña de San Bernardo, en Ibagué. Sangrenegra lo interceptó en la carretera, lo bajó, le decomisó la maleta y le encontró el traje de fatiga y el de gala que traía para el matrimonio. El de fatiga se lo puso el bandolero, igual que el sombrero del carabinero, y dijo: esto se merece un bautizo. Mató entonces a una niña de 18 días de nacida. “Cogió el sable del teniente, la botó hacia arriba, la ensartó y dijo: ‘De aquí en adelante yo soy el mayor Sangrenegra‘. Al teniente lo trozó con una pica. Fue algo aterrador”.

“Ese día casi acaba con Veracruz. Poca gente se alcanzó a volar por un abismo. Hubo 30 muertos”, manifiesta Prado.

Todo este terror sembrado por los bandoleros llamó la atención de periodistas de toda la nación. Jorge Enrique Pulido, entonces de Todelar, se comunicó con Prado, de quien se sabía era el reportero con mayor conocimiento de la zona, y le propuso buscar una entrevista con Sangrenegra.

Un concejal de Venadillo le ayudó a escondidas del coronel Matallana y consiguió la entrevista un viernes a las 11:00 p.m.

“Nos fuimos en un carro a la salida. El vehículo nos dejó en el puente y ahí estaba él. Le advirtió que no le tomara fotos porque el flash los delataría y los matarían a todos. El bandolero era de pocas palabras, pero querían hablar con él aunque fuera un minuto.

“Me dijo: ‘Usted, que se la pasa con Matallana, dígale que voy a acabar con esos chulos hp que me tienen herido’”.

Jorge Enrique le dijo que por qué no busca un entendimiento con el Gobierno y él se negó. “Se lo negué a mi mamá, que me rogó que no hiciera más daño…”, fue lo que respondió. El lunes al mediodía, en un informe de tres minutos, el país conoció la voz de Jacinto Cruz.

Una de las masacres grandes y monstruosas que recuerda Prado fue la del 20 de septiembre de 1963, en Totarito (Santa Isabel), en estribaciones del Nevado del Tolima, donde Sangrenegra mató a 32 personas. Ese día, dice el periodista, Matallana juró que cuando matara a Sangrenegra iría a enterrarlo allí mismo, y así fue. En compañía de campesinos de la región y soldados celebraron su sepultura el 30 de abril de 1964. Su cadáver había sido exhibido en Anzoátegui.

Terminada la violencia en el norte, los soldados se concentraron en El Silencio, hacia el Nevado del Tolima, para aclimatar las tropas que iban a Marquetalia. Allí tuvo la ocasión de conocer a Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo, quien lo mandó a llamar. “Me dijo que de la operación Marquetalia habían logrado salir a través de unos túneles hechos por los indígenas paeces”.

Fue sorprendente para Prado cuando divisó un avión ruso que abastecía a Tirofijo a la medianoche. Ese fue el titular de la prensa dos días después...

Por Olga Lucía Garzón

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