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Bojayá: guerra sin límites

Entre el 20 y el 30 de septiembre se revelarán nuevos informes de las investigaciones sobre matanzas como la vivida en Chocó, de la que publicamos un fragmento. Hubo 79 muertos y no 119 como se creía. Grupo de Memoria Histórica*

Grupo de Memoria Histórica* / Especial para El Espectador
18 de septiembre de 2010 - 08:00 p. m.

Unos 200 paramilitares del bloque Élmer Cárdenas salieron la noche del 20 de abril de 2002 hacia Vigía del Fuerte (Antioquia) y Bojayá (Chocó) desde San José de la Balsa, un corregimiento del municipio de Riosucio en el Bajo Atrato chocoano, y en donde se estaban concentrando desde hacía meses atrás las fuerzas paramilitares de la región —tal como lo habían denunciado las organizaciones sociales y la iglesia de la zona—, proviniendo principalmente desde el municipio de Turbo (Antioquia). Tomaron el río Salaquí hasta el río Atrato, evadieron un retén del Ejército a la salida de la cabecera de Riosucio y por allí se fueron río arriba hasta llegar a Vigía del Fuerte en la mañana siguiente. La Diócesis de Quibdó, tan pronto tuvo conocimiento de la llegada paramilitar, emitió una primera alerta temprana sobre el peligro que corría la población civil ante lo que parecía un inminente enfrentamiento entre grupos armados ilegales de la región.

Por su parte la guerrilla, que desde hacía dos años ejercía un dominio territorial en la zona y había logrado expulsar a las autoridades civiles y de policía, no respondió al fuego de manera inmediata, sino que organizó un cerco en dos puntos sobre el río Atrato —arriba, en la desembocadura del río Arquía, y abajo, en el caserío de Napipí (Bojayá), prohibiendo la movilización de la población y el abastecimiento de alimentos—; a la vez que concentró a un gran número de combatientes en la selva detrás de la cabecera de Vigía, en cuyo casco urbano se habían establecido los paramilitares haciendo requisas, intimidando a quienes acusaban de ayudar a la guerrilla y controlando la llegada y salida de avionetas para permitir las visitas de algunos de sus comandantes, entre quienes la población identificó a Freddy Rendón, alias El Alemán.

A Bellavista —cabecera municipal de Bojayá, ubicada entonces al frente de Vigía sobre el otro lado del Atrato— llegó un grupo de paramilitares cuya presencia fue rechazada públicamente por la población civil, pero éstos hicieron caso omiso y se establecieron en tres puntos sobre la orilla del río, uno de ellos al sur del casco urbano, pero aún en medio de las viviendas de los habitantes.

El 30 de abril en la mañana empezaron los combates. Para entonces ya había subido a cuatro el número de alertas tempranas sobre el riesgo de la población civil en medio de una confrontación armada en la región, pero la Fuerza Pública todavía no hacía presencia. El día anterior los paramilitares salieron de Vigía y se distribuyeron en los tres puntos que ya habían establecido sobre la orilla de Bojayá —con una mayor concentración de hombres en el punto de Bellavista—, previendo que tuvieran que huir buscando una salida hacia la costa del Pacífico.

Sabiendo que sus comunicaciones de radio estaban interceptadas, el comandante guerrillero se dirigió al comandante paramilitar para darle un plazo de media hora para reunir sus fuerzas y entregarse, pero este último respondió con el desafío de entrar abiertamente en combate. Esta forma de comunicación entre los contendores se extendería durante los 7 días que duraron los combates, intercambiando desafíos verbales e incluso acordando las horas para enfrentarse, que oscilaron entre las 6 de la mañana y las 6 de la tarde.

Al principio el intercambio de disparos se dio de una orilla a otra del Atrato, pero hacia el mediodía la guerrilla también cruzó el río y presionó el repliegue del grupo paramilitar que se hallaba río abajo, con lo que además de la concentración de paramilitares entre la población al sur del casco urbano, ahora había otro al norte, donde sus pobladores al verse en medio del fuego cruzado fueron abandonando sus casas de madera y se refugiaron principalmente en el templo parroquial y la casa de las misioneras agustinas, cuyas construcciones eran en cemento. La distribución de fuerzas se mantuvo así hasta la mañana del 2 de mayo, cuando la guerrilla se impacientó por no poder replegar aún más a los paramilitares, y entonces su comandante ordenó el uso de cilindros bomba.

El primer lanzamiento destruyó una vivienda del centro de la cabecera municipal. El segundo artefacto lanzado cayó un poco más lejos, detrás del centro de salud, pero no explotó. La tercera pipeta destruyó el techo del templo parroquial y estalló en el interior del mismo, luego de impactar contra el altar.

Quienes pudieron esquivaron los escombros y los cadáveres regados por el suelo para huir aterrorizados y sin mayor sentido de la orientación, unos hacia el sur de la cabecera municipal y otros hacia atrás, internándose en la selva hasta la ciénaga de Bojayá. El combate se detuvo sólo unos cuantos minutos.

En medio de la confusión, el párroco Antún Ramos logró organizar a los feligreses que le quedaban para acercarse hasta los botes y cruzar el río hacia Vigía del Fuerte. La carrera del grupo de sobrevivientes en medio de los disparos no les alcanzó para conseguir remos, por lo que tuvieron que empujar el bote sobre el agua con sus propias manos. Cuando al fin lograron poner el bote en el río, se escuchó el lanzamiento de un cuarto cilindro bomba que cayó, sin estallar, en el patio trasero de la casa de las misioneras agustinas.

La totalidad de la población de Bellavista se desplazó a Vigía. Los paramilitares se replegaron hacia atrás de la cabecera municipal y la guerrilla emprendió su persecución, dando apenas una breve tregua para que al día siguiente un pequeño grupo entrara a sacar los heridos que aún quedaban en la iglesia, mientras otro organizó como pudo los restos de los cadáveres en bolsas negras de basura que, en dos viajes, después enterraron de manera apresurada en una fosa a unos cuantos metros de la desembocadura del río Bojayá sobre el Atrato. A Vigía llegaron por río comisiones humanitarias de la Diócesis de Quibdó, que ayudaron a los líderes de la comunidad a levantar las listas de muertos y desaparecidos.

La confusión por la precipitación de los hechos, la pérdida de personas que se internaron en la selva y que lentamente fueron apareciendo, así como el lamentable estado de destrucción de los cadáveres —con la que varias partes de un mismo cuerpo se contaban como de cuerpos distintos— elevó el conteo de víctimas muertas en la iglesia hasta 119 personas. Los esfuerzos de sistematización hechos por la Comisión Vida, Justicia y Paz de la Diócesis de Quibdó, así como las investigaciones de la Fiscalía y el proceso promovido por Memoria Histórica, ha llevado a establecer que el número de muertos en la iglesia fue de 79 personas —41 mujeres y 38 hombres, siendo la mayoría (48) menores de 18 años—.

Los combates entre guerrilla y paramilitares se prolongaron hasta el 6 de mayo en la mañana, cuando la Fuerza Pública al fin logró entrar en la región. En su persecución a los subversivos, el Ejército hizo varios disparos contra el caserío de Napipí, lo que resultó en la muerte de una mujer de la comunidad y el daño a varias viviendas, poniendo en riesgo evidente a la población civil

Mientras la guerrilla se replegó, los paramilitares lograron salir de la selva con la ayuda de miembros de la Fuerza Pública, saquearon varias de las casas abandonadas en Bellavista y se presentaron en Vigía como población civil vistiendo las ropas de los bellavisteños que allí se habían desplazado. Luego de recibir atención médica del centro de salud, la mayoría de ellos fueron evacuados del área en avioneta, mientras que quienes realmente eran pobladores y tenían heridas de gravedad fueron transportados por río hacia Quibdó en los botes de la Diócesis.

La comisión de la Fiscalía, que adelantó el reconocimiento y levantamiento de cadáveres, salió de la zona tres días después con el argumento de que había riesgos de seguridad pública. Por su parte, entre los bellavisteños desplazados y los habitantes de Vigía creció el temor por nuevos combates entre paramilitares y guerrilla, y las acciones que pudiera adelantar la Fuerza Pública para recuperar el control sobre el territorio, por lo que optaron por desplazarse masivamente hasta la ciudad de Quibdó, a donde llegaron alrededor de 5.771 personas de Bellavista, Vigía y otras comunidades del Medio Atrato.

El hecho de que las Farc fueran uno de los principales responsables de la masacre, desencadenó efectivas acciones de la justicia, orientadas a castigar a la guerrilla y a proferir recientes y ejemplares condenas. No obstante, la virtud de estas acciones se vio deslucida por la escasa atención que en términos de justicia han recibido los demás responsables del hecho, especialmente los paramilitares y los servidores públicos implicados, frente a quienes aún no ha operado la justicia o ésta ha sido lenta e ineficaz.

 * El Grupo de Memoria Histórica (GMH) de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación publica regularmente investigaciones y visibiliza las memorias de las víctimas desde distintas perspectivas para contribuir a procesos de verdad, justicia y reparación.

El Estado, bien y mal

La negligencia e incapacidad del Estado en su deber y responsabilidad de proteger a la población civil quedaron en evidencia en los hechos de Bojayá, lo cual demostró la precaria institucionalidad democrática existente, así como el apoyo y la tolerancia de funcionarios y miembros de la Fuerza Pública a estructuras armadas que defienden intereses particulares e ilegales. La comisión de la masacre estuvo precedida de varias alertas tempranas y pronunciamientos de organismos de derechos humanos nacionales e internacionales, quienes advirtieron sobre el grave riesgo en que se encontraba la población civil frente a los inminentes combates. Pero, frente a dichas alertas el Estado no desplegó ninguna acción de manera oportuna, dejando al descubierto no sólo su omisión, sino los graves nexos entre miembros de las Fuerzas Militares y los grupos paramilitares.

El desinterés estatal previo a la masacre de mayo de 2002 contrasta con la especial atención que recibió la población después de los hechos, por parte del gobierno y de organismos nacionales e internacionales. A pesar de sus buenos propósitos, la “avalancha” inusitada de funcionarios, proyectos, obras y acciones se dio de forma descoordinada y descontextualizada, a la vez que generó, dentro y fuera de la comunidad de Bellavista, un amplio debate sobre sus impactos y alcances sociales y culturales.

¿Por qué es un caso emblemático?

Además de la pérdida de vidas humanas y materiales, la masacre ocasionó profundos y complejos daños e impactos morales, culturales y psicológicos sobre las poblaciones negras e indígenas de Bojayá y de la región. Los hechos ocurridos en Bojayá han sido tipificados por diversas organizaciones como un crimen de guerra, pues ambos actores armados transgredieron todos los principios de los Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario. Se trató de un ataque aleve e indiscriminado contra civiles, incluidos menores de edad, atrapados en el fuego cruzado de una guerra sin límites. Se trata de una matanza masiva de civiles y de un crimen de lesa humanidad que revela la degradación de la guerra en Colombia. Ilustra de manera cruda el profundo desprecio y la desidia hacia la población civil por parte de los actores armados, así como el irrespeto absoluto de las reglas que regulan las guerras. En la medida en que esta masacre evidenció el uso generalizado y sistemático por parte de las Farc de armas no convencionales, podría ser considerada como uno de los hitos que marcaron el inicio de un proceso de pérdida de apoyo político y de creciente ilegitimidad de las guerrillas, en tanto generó su condena pública y el repudio nacional e internacional.

Por Grupo de Memoria Histórica* / Especial para El Espectador

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