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El día en que se fue Juancho Rois

Quince años después de su muerte, siguen los homenajes en su memoria.

Jaime de la Hoz Simanca / Especial para El Espectador
16 de noviembre de 2009 - 09:00 p. m.

Dalia Zúñiga aún carga un dolor que no le cabe en el cuerpo. Dice que es muy grande y que en algún momento la va a acabar. Desde que Juancho Rois se mató en una avioneta, el 21 de noviembre de 1994, ella no para de llorar.

“Yo siento que Juancho está vivo”, dice. Entonces, cuenta que después de la tragedia sólo en dos ocasiones lo ha visto en sus sueños. En el último de ellos sintió una caricia en su mejilla y escuchó aquella voz inconfundible que intentaba calmar su angustia: “No sufras tanto”. En el primero, lo vio sentado en una mecedora de mimbre, en mitad del parque de su natal San Juan del Cesar, halándola una y otra vez, pero, según ella, sin poder llevársela.

—¿Usted dialoga con él?

—Sí, yo le hablo —responde—. Le cuento cómo está su hijo, que ya tiene 14 años y vive en Montería junto con su mamá. Le pregunto por qué me dejó sola y triste…

 Dalia vive encerrada en su cuarto, acompañada de un televisor y decenas de videos en los que aparece su hijo interpretando las canciones que lo hicieron famoso. En el interior de la habitación construyó un baño con el propósito de permanecer enclaustrada el mayor tiempo posible. A pocos metros, casi al fondo de la entrada principal de la casa, está la estatua de Juancho Rois exhibida a través de una urna de vidrio.

Ahí está desde hace más de 13 años, de pie, tamaño natural, vestido con una camisa a cuadros, pantalón gris y zapatos marrones. En su pecho luce el amuleto de oro que usó en vida, y del ojal de la pretina cuelga un llavero, también de oro. Los brazos y las manos están en señal de saludo, con los pulgares hacia arriba, y en el rostro, brillante por la silicona, se destacan el bigote cuidadosamente repintado y los famosos dientes de conejo. El cabello cae sobre los hombros y la mirada muerta delata el esfuerzo del escultor.

Dalia mira de soslayo la estatua y cuenta, sin preguntársele, que los dolores del parto le comenzaron a las ocho de la noche del 24 de diciembre de 1958 en la casa de Mélida Coronado, ubicada en la Calle del Carmen del municipio de San Juan del Cesar. Tenía 18 años y había decidido compartir su vida con Juan El Negro Rois Fernández.

A comienzos de la década del noventa, la agrupación vallenata que comandaban Diomedes Díaz y Juancho Rois alcanzó una inusitada fama en Colombia y el exterior. Diomedes era un ídolo del folclor colombiano y Juancho Rois, además de ídolo, comenzó a ser considerado el mejor acordeonero de la música vallenata. Era, en otras palabras, la pareja musical de moda.

Octubre y noviembre de 1994 fueron muy activos para el popular grupo, pues abundaron las presentaciones en varios centros musicales de Estados Unidos y después en la ciudad de Valencia, Venezuela. Al día siguiente del último toque, todos viajaron en bus hacia Caracas con la intención de regresar a Colombia y cumplir una extensa agenda de giras.

En el hotel Las Américas, donde se alojó la mayoría de los integrantes del conjunto, Juancho Rois habló de un compromiso adquirido con el teniente José Gutiérrez, ex integrante de la Guardia Nacional, con quien lo unían estrechos lazos de amistad. Gutiérrez quería celebrar su cumpleaños con la animación del grupo vallenato que se conformó, horas antes del viaje, con el acordeonero Rois, el bajista Rangel Torres, el guacharaquero Jesualdo Ustáriz, el cajero Tito Castilla y el técnico de acordeones Eudes Granados. A las 5:30 de la tarde de aquel 21 de noviembre, los cinco músicos abordaron, en el aeropuerto de Maiquetía de la capital venezolana, la avioneta Cessna Piper YV-628P, rumbo a la localidad de El Tigre, estado de Anzoátegui, donde los esperaban el teniente Gutiérrez, los invitados y el cantante Enaldo Barrera, Diomedito, quien iba a reemplazar a Diomedes Díaz, quien decidió permanecer en el hotel Caracas Hilton.

—Había mal tiempo, estaba lloviendo —recuerda Dalia, según

le contaron los sobrevivientes—. Las luces del aeropuerto estaban apagadas y parece que hubo sobrepeso. No se sabía dónde aterrizar, todo estaba a oscuras. El piloto intentó tomar la carretera, pero la avioneta se estrelló contra una torre eléctrica. Me dijeron que Juancho alcanzó a gritar: “¡No me dejen morir!”.

Las versiones de la tragedia, tres lustros después de que ocurriera, son las mismas que se conocieron desde la madrugada del 22 de noviembre de 1994. Familiares de José Gutiérrez aseguraron que no era cierto que hubiera mal tiempo y que la causa del accidente fue el infarto del miocardio que le sobrevino al piloto Monsalve, quien falleció instantáneamente junto a Eudes Granados.

Los testigos, directos e indirectos, coinciden en afirmar que la avioneta chocó por el costado izquierdo con una antena de transmisión y luego cayó en un descampado, entre árboles y hierba de poca altura. Aún es un misterio si el piloto, al observar el cierre del aeropuerto de Santomé, de El Tigre, se había orientado hacia Ciudad Bolívar, ubicada a setenta kilómetros del sitio trágico.

Juancho Rois y Rangel Torres fallecieron minutos después del accidente, cuando eran atendidos en el hospital Zambrano, ubicado en la población de Barcelona. Se salvaron Jesualdo Ustáriz y Tito Castilla, quienes han repetido infinidad de veces los pormenores de la tragedia. Eran las 7:30 de la noche y minutos después Dalia Zúñiga, sentada frente al televisor, entraría en un estado de desesperación que ahora, 15 años después, aún recuerda con llanto.

Por Jaime de la Hoz Simanca / Especial para El Espectador

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