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Regreso a Calamar

Un viaje a las profundidades de la selva del Guaviare, siguiéndoles el rastro a la guerra y  a la seguridad democrática.

Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador
11 de octubre de 2008 - 02:44 a. m.

Positivos Guaviare

Mientras hacía cola para que la Policía registrara mi cédula en el aeropuerto de San José del Guaviare, no pude evitar la imagen de las tropas paramilitares entrando por esta misma puerta hacia Mapiripán a cometer uno de los asesinatos colectivos más repugnantes del que tengamos memoria.

 San José es hoy una ciudad y no el puerto anónimo que conocí hace 20 años. Entre Bogotá y San José se gastaban 23 horas, hoy escasas seis. Hay varios bancos, un batallón gigantesco, semáforos, edificios, y un gobernador mencionado por H.H. en sus delaciones. El tertuliadero ya no es La Boheme ni el Bar Ganadero, y ni siquiera la Cafetería Colombia; el sitio play donde van los gringos de la Misión Militar, los altos empleados del gobierno y los numerosos empresarios emergentes se llama Colombian Frontier.

Allí encontré a viejos y nuevos conocidos. Quería comenzar hablando de los desarrollos que ha vivido la región en los últimos cinco años más allá del mando ejercido por Cuchillo, el tenebroso paramilitar que hasta hace poco se pavoneaba por la ciudad con cínico desparpajo.

Sin saber la razón, mis amigos arrancaron a contarme la tragedia que afrontaba el municipio: cada semana el Ejército trae un número variable de cadáveres en descomposición, los deja en una media-agua del cementerio llamada morgue a 35 grados de temperatura, y llama a la Alcaldía —cuando la llama—  para reportar el positivo. Esta entidad, cada vez más empobrecida, debe encargarse del caso porque de no hacerlo y cumplir con su deber cristiano de sepultar a los muertos, los vecinos de la morgue hacen una manifestación pública.

La Alcaldía se comunica con la Fiscalía y con Medicina Legal para hacer el levantamiento de los cadáveres. Como casi siempre están pudriéndose, las diligencias son, por decir lo menos, superficiales: los funcionarios entran y salen de la morgue como si fueran  buzos a pulmón. El paso siguiente es el entierro, que lleva a cabo una funeraria local, con cajones hechos por los presos; aun así, el costo no baja del millón de pesos. Hace poco llegaron 12 cadáveres, un golpe bajo al municipio que no tiene arte ni parte en el control del orden público, porque toda la región es manejada como Zona Roja, ni menos aún con los resultados del Plan Patriota. Sobra agregar que los “positivos”  son enterrados, en la mayoría de los casos, como N.N. Pocos dolientes reclaman su muerto, bien porque nunca saben del caso, o bien porque les da miedo resultar incriminados en los procesos abiertos por la Fiscalía que nunca cierra del todo.

Ciudadela

De San José a Calamar se gastan ahora cuatro horas por una carretera destapada pero con pocos chupaderos, pasos donde los vehículos se quedan pegados en el barro. Hace 20 años la trocha era un solo barrial que costaba pasar entre 18 y 24 horas, usando técnicas elementales: cadenas, wincheres, tractores, y la más socorrida, la fuerza de los pasajeros. A pie iban cientos de cargadores de remesa, gasolina, precursores, herramientas y todo tipo de mercancías necesarias para trabajar y sobrevivir en una región selvática productora de pasta básica de coca. Ahora, se puede viajar sin riesgos en automóvil. Los cargueros y la selva han desaparecido. A lado y lado de la carretera hay una interminable fila de postes de cemento que encierran poco ganado y miles y miles de hectáreas sembradas en pasto importados.


Calamar tiene 12.000 habitantes. Donde antes pastaban tres reses y un par de mulas, hay ahora una plaza encementada construida por la Misión Militar Americana.  Puede deducirse que también el aeropuerto fue reconstruido y su pista pavimentada con idéntico aporte. Pero ahora, donde antes aterrizaban unos 20 vuelos diarios, sólo lo hacen cada semana aviones militares y una que otra avioneta. El muelle sobre el río Unilla, el salón comunal, el polideportivo han sido obras financiadas por Acción Social con ayudas del Plan Colombia.

Hoy Calamar es un pueblo donde domina el cemento armado. Se construye la sede del Batallón Luis Carlos Camacho Leyva —redactor del Estatuto de Seguridad— para 1.600 soldados con un costo de 44.000 millones de pesos. El Ejército monta bases similares en La Uribe (Meta) y en Mitú (Vaupés) con un valor total de billón y medio de pesos. Este conjunto de fuertes militares hacen parte, con los de Sumapaz y San José, de un poderoso eje, que con el argumento de la defensa del orden institucional, apunta hacia el Brasil y en general hacia la Amazonia. E.U. no es ajeno, por supuesto, a la estrategia.

La llamada presencia del Estado en la región es una de las ganancias que deben ser abonadas al Plan Colombia y a la Seguridad Democrática. Después de que la Fiscalía acusara de rebelión y detuviera al alcalde y a varios miembros del Concejo Municipal, el miedo fue apoderándose del pueblo y preparando un gran operativo militar que se llevo a efecto en 2002. El Ejército rodeó la cabecera municipal, bombardeó los alrededores, selló las salidas y estableció un rígido control.

El primer frente de las Farc abandonó la zona y se refugió donde aún permanece. Pareciera que fue más importante mantener en su poder a los secuestrados, con Íngrid y los norteamericanos a la cabeza, que darle cara a su enemigo. Los militares detuvieron a muchos ciudadanos que al final debieron soltar por carencia absoluta de pruebas o por haber negociado con algunos la libertad a cambio de información. Otros desaparecieron. Muchos lograron burlar el cerco por trochas y caños y refugiarse en Villavo o Bogotá. De todos modos, el terror imperó y aún no cede. La gente evita temas que puedan comprometerla o habla en voz baja mirando desconfiada hacia todas partes.

Laureles

La victoria ha sido un tanto pírrica. La guerrilla ya no patrulla las calles, pero tampoco puede decirse que está ausente. En los ríos y caños que forman la cuenca alta del Vaupés, los comerciantes bajan con remesas de alimentos autorizados por la Fuerza Pública. La guerrilla cobra impuestos de entrada a sus zonas con tarifas fijas previamente definidas.

El negociante entrega la mercancía que es pagada generalmente con base de coca o también con cocaína porque muchos cultivadores han aprendido a sacar harina, es decir, clorhidrato. De subida la guerrilla vuelve a cobrar impuesto sobre esta mercancía que en Calamar es comprada únicamente por chichipatos, de hecho paramilitares, que cierran el circuito local. De ahí para adelante la coca sale por quién sabe dónde y con qué permiso hacia las caletas de los narcos.

Los cultivos de coca son fumigados con regularidad. También los cultivos legales. Unos y otros pueden estar dentro de la Reserva Forestal de la Amazonia, dentro del Parque Nacional Natural de Chiribiquete, la Reserva Natural Nukak, la Reserva Indígena Nukak-Makú o la Reserva Campesina del Guaviare.


Desde hace 15 años se fumiga y la coca sigue siendo cultivada, y por seguir siendo rentable, juega a las gambetas con la DEA, a costa de la selva. La fumigación no tiene como fundamento sólo la obediencia de acuerdos firmados con E.U., o la obstrucción de una de las fuentes financieras de la guerrilla. Sin ser explicito, la fumigación busca sostener los márgenes de ganancia extraordinarios de la cocaína y, no cabe duda, desplazar a los colonos de la región al envenenar su tierra y cultivos lícitos.

Han sido especialmente castigadas las veredas El Progreso, La Gaitana, Agua Bonita, La Ceiba, Altamira y La Yuquera. Más aún, hay 16 niños, menores de 6 años, cuyos padres culpan a la fumigación con glifosato y adherentes de ser la causa de malformaciones congénitas. Una mujer cuenta que “embarazada de dos meses me cayó el veneno mientras recogía una yucas. Yo tenía el brazo descubierto. Sentí que el chorro me lo mojaba, traté de limpiarme, pero ese veneno es espeso y se quedó pegado a la piel. Al día siguiente me salió una costra roja, y por más que me lavé y me lavé, eso seguía ahí metiéndose entre el cuero. A los 7 meses nació mi hijo: venía sin bracitos, con las meras manos”.

 Estas denuncias generalizadas han sido permanentes por parte de los campesinos, pero el muro que se levanta contra ellas, construido por abogados y médicos vinculados y obedientes al poder ha sido infranqueable. El Estado estudia el glifosato, pero no los surfactantes que hacen al veneno más pesado y fuerte.

A la deriva

Los desterrados no son sólo los colonos sacados de sus tierras por la fumigación, víctimas que, por lo demás, el Gobierno no reconoce como desplazados para ahorrarse dinero y para no ser identificado como victimario. A Calamar llega una familia diaria en promedio, con todos sus haberes: tres niños, cinco gallinas, dos hamacas y un perro. Cuadro estereotipado, cierto, pero no por ello falso. En San José hay más de dos mil personas deambulando en busca de qué hacer; muchos son indígenas guayaberos en cuyo resguardo los militares construyeron la base de Barrancón, un centro de comunicaciones. No han sido pocos los accidentes de niños con artefactos no explotados o minas quiebrapatas en el área.


En las calles de San José los niños guayaberos han sido convertidos por la necesidad o por la costumbre en pequeños profesionales de la mendicidad. También los Nukak-Makú son desplazados por la guerra y prácticamente viven en el basurero de los pueblos o de los puertos. Y lo que es peor y menos fácil de explicar: una buena parte de ellos han abandonado su nomadismo y han sido obligados a sedentarizarse. Iglesias evangélicas y entidades de socorro oficial han logrado cambiar su modo de alimentarse con raíces, frutas, peces e insectos por lentejas, garbanzos, salchichón y papas fritas. Una forma de etnocidio.

Selva en extinción

Claro que la selva está condenada a muerte. La historia de la colonización del Amazonas en pocas palabras es la siguiente: llegan los caucheros, abren caminos, matan indígenas (1890-1930); entran cazadores y aserradores, hacen abiertos, siembran pasto para alimentar bestias en las que sacan pieles y madera (1940-60); entran colonos, hacen fincas, los arruinan los acreedores, venden la mejora y abren otra chagra más adentro, siembran coca para defenderse de otro fracaso (1960-80); los acreedores le venden las mejoras a los ganaderos: la guerrilla cobra gramaje a cocaleros, chichipatos e impuestos de guerra a los ganaderos (1980-2000); el gobierno decide intervenir: fumiga cultivos de coca, entra a las zonas campesinas a troce y moche (1990-2002): las guerrillas se pierden selva adentro, los campesinos huyen a las ciudades, los ganaderos, mayoristas y chichipatos aplauden (2002-2007).

Los militares son condecorados (2002-2….). Las Reservas Campesinas (Ley 160 de 1994), que habrían podido salvar al Guaviare de ser la tierra de los grandes ganaderos y narcotraficantes, no han sido apoyadas por el Gobierno a pesar del interés del Banco Mundial por la figura jurídica y por del derecho que asiste a los colonos  y campesinos de ser protegidos por el Estado.

Operación Ficción

Calamar vive hoy en una aparente pero anhelada tranquilidad y no sólo porque la guerra ha disminuido su intensidad y la guerrilla su presencia, sino porque Íngrid y los gringos ya no están en el área. Dicen que para cumplir el compromiso de la ‘Operación Jaque’, Don César, —como llaman los parroquianos a quien fuera el mítico comandante del Primer Frente de las Farc—, pasó por detrás de Calamar, vereda Gaitania, que “iba tranquilo, alegre porque sabía a qué iba. Ya todo estaba convenido por doña Doris, su mujer, detenida en Cúcuta. Él, que era un tipo tan duro y desconfiado, —dicen— que ni para mear soltaba la escolta, él —repiten— era imposible que se embarcara en un helicóptero, sin armas, sonriente y sin sus guardaespaldas. Simple: se entregó”.

En Calamar sólo se oye una emisora, la del Ejército; la antena parabólica fue desmontada por orden de las autoridades militares, en realidad las que mandan. Las Zonas de Orden Público (ZOP) que fueron echadas para atrás por la Corte Constitucional funcionan de hecho: el coronel del batallón es, sin duda, la máxima autoridad: puede decretar toques de queda y detenciones, y allanamientos y requisas y levantamiento de cadáveres.

La segunda autoridad es la Policía Nacional; la tercera el Cura; la cuarta el Alcalde, que es sacerdote y sigue viviendo de las limosnas, ahora del Estado. Porque la plata, lo que se llama la plata, la maneja Acción Social y hace parte del complemento social de los planes militares norteamericanos en la Colombia amazónica. Los campesinos siguen viviendo del cultivo de coca y la gente de la red que teje el narcotráfico.

Los alimentos son caros porque la mayoría son traídos desde San José, Villavicencio, Bogotá. Los colonos poco cultivan, desmoralizados por las fumigaciones y arruinados por los intermediarios. Las tiendas de mercancía china viven abarrotadas de baratijas plásticas; la discoteca, que era de la guerrilla, sigue tocando la estruendosa música electrónica, y de tanto en tanto, suena un Giovanny Ayala. El pueblo sabe rebuscarse.

Coda

Calamar, aunque no esté en la plenitud económica que conoció cuando fue la capital cauchera de Colombia o la Meca de la guerrilla, tampoco se abandona pasivamente a la suerte de una posguerra obligada. Sumando y restando, la Seguridad Democrática es el nombre de un buldózer blindado que abre el camino a monocultivos de palma africana, caña de azúcar, soya, a la depredadora ganadería extensiva y, por supuesto, a la explotación petrolera. Como quien dice, parafraseando la antigua sentencia: a Calamar llegó el desarrollo con todos sus horrores.

Por Alfredo Molano Bravo / Especial para El Espectador

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