El mito de las bananeras por dentro

El Espectador viajó al departamento del Magdalena tras el rastro de la masacre que se convirtió en símbolo de la violencia colombiana y de la ficción literaria. Entre realidad y realismo.

Nelson Fredy Padilla / Ciénaga e inmediaciones de MacondoEnviado especial
29 de noviembre de 2008 - 10:00 p. m.

Muchos años después, parado frente a lo que fuera la antigua estación de trenes de Ciénaga, me aprestaba a conocer el paraje que una mañana remota Luisa Santiaga, la madre de Gabriel García Márquez, le señaló con el dedo para revelarle: “Mira. Ahí fue donde se acabó el mundo”.

Mi ansiedad estaba a punto de desembocar en euforia porque iba a cumplir una promesa: Corría 1999 y el Nobel de Literatura, que acababa de comprar la revista Cambio, quería tomar un respiro antes de ponerle el punto final a “El enigma de los dos Chávez”, un perfil memorable sobre el presidente venezolano. A las 9:00 de la noche él me había preguntado: “¿Eres casado?”. Todavía no, maestro. “Prepárate porque la jornada será larga”.

Yo espiaba pegado a la puerta entreabierta de su oficina por si llamaba en busca de algún detalle para darle “fuerza” a una frase. A medianoche le urgió reconstruir la historia del Chávez paracaidista y hubo que despertar al batallón blindado de Maracay, porque la obligación del datero escogido para la vigilia era estar a la altura de las necesidades de su precisión obsesiva.

3:00 a.m.: Volvía sobre mis resaltados de Cien años de soledad en espera de pedirle una dedicatoria cuando me sorprendió: “¿En qué parte vas?”. En la que José Arcadio Segundo sube al niño a los hombros y ve al militar haciendo el conteo regresivo para disparar contra la multitud.

“Ahí está —dijo—. La Matanza de las Bananeras es el recuerdo más antiguo que tengo”. Tanto había oído la leyenda de boca de sus padres y abuelos, que lo persiguió hasta el día que escribió la monumental novela que transformó la masacre en mito. “Hay que hacerles caso a los recuerdos de la niñez, más si tu oficio es el de escritor”, sentenció con indulgencia, mirándome a los ojos, viendo el mundo como le gusta hacerlo: sentado al revés, los brazos en el espaldar de una silla giratoria, el mentón sobre las manos cruzadas y una sonrisa de pilatuna camuflada bajo el bigote gris.

“Maestro: algún día me gustaría ir allá a hacer una crónica”, le propuse. “Siempre es bueno ir a mirar la historia desde el otro lado. Fíjate que el día que mi madre me llevó allá (27 de febrero de 1950) supe que debía conformarme con la ficción que me daba vueltas en la cabeza”. Sentí como si me hubiera puesto un piano en la espalda. Se paró, le recibió el plato con rodajas de papaya a ‘Santicos’, el celador, y volvió al escritorio. Sólo dos horas después quedó satisfecho con el tono de la narración, se puso el abrigo de paño, la gorra escocesa y se marchó. No volví a verlo en la sala de redacción. Meses después, antes de someterse a quimioterapia, le envió a cada periodista una edición autografiada de Cien años de soledad.

El 6 de diciembre se cumplen 80 años de la Masacre de las Bananeras y, por fin, voy rumbo a Ciénaga, Magdalena, en tránsito entre la ficción garciamarquiana y la realidad. Es un día de sol pleno, con el Mar Caribe a la diestra, colándose entre los hermosos jardines que sembró la multinacional Drummond a la orilla de la vía y que también ocultan alambradas eléctricas. El puerto y la línea férrea que lo conecta con los yacimientos carboníferos a cielo abierto es el mundo reciente, porque apenas uno desvía de la autopista a Barranquilla, justo cuando pasa debajo de un vetusto letrero que da la bienvenida a la Ciénaga que contaba 70 mil habitantes (hoy concentra 170 mil), parece transportarse al pasado.

¿MONUMENTO A QUÉ?

“¿Dónde queda el monumento a la matanza?”, pregunto. Me señalan: “Vaya hasta el puro centro y pregunte por la plaza de ‘El Negro’ o del ‘Indio Arcadio’”. Sorteando huecos y un torrente de bicitaxis de todos los colores llego a la Plazoleta de los Mártires. Entre la barahúnda de vendedores ambulantes averiguo por la escultura y la gente indica por encima de las casetas de los puestos de fritos. Las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra sin rastro alguno de la masacre que García Márquez vio con su madre. En el aire se dibuja la silueta de un hombre desnudo, blandiendo un machete. Tiene 12 metros de altura y es obra del escultor Rodrigo Arenas Betancourt. ¿Aquí fue la matanza de las bananeras?, insisto para salir de la incredulidad.

- Yaneth, nieta de la vendedora más antigua del mercado: “Ajá. Aquí mismito fue”. “No demoran en venir a desalojarnos como todos los años para que la gente de afuera, hasta españoles y gringos, no se den cuenta de que existimos héroes como nosotras que levantamos familias con lo que vendemos a la sombra del ‘Negro’. Vienen, echan el discurso sobre la matanza, aplauden y se van”.

- Dionisio, vendedor de gafas: “La gente no quiere el monumento porque esta no es tierra de raza negra, no andamos empelotos y el indio ni siquiera carga un guineo”. “Por eso el primero que se aviva agarra la corona de flores que le cuelgan el 6 de diciembre para llevársela a un muertico que valga la pena”.

- Ayudantes de buses y colectivos: “¡Fundación, Aracataca, Macondo, intermedias!”.


- Pilar, vendedora de recordatorios: “Al pobre ‘Negro’ nadie lo baña ni lo pinta porque dicen que quien lo haga se vuelve loco”.

De la estación no hay rastro. La actual es parte del lejano mundo reciente de las cercanías. A cinco metros descubro un busto con la placa del prócer Santander que sirve de apoyo a un puesto de arepehuevo. “El hombre de las leyes”, leo en voz alta. Y el dueño del tenderete se burla: “Aquí la ley es la del rebusque”.

¿Entonces desde la calle del frente dispararon contra los obreros bananeros? “Ajá. Así lo cuenta el viejito Víctor Castro, que era niño y vio los vagones llenos de muertos”. No lo encuentro en el Casino Las Vegas ni en el “comedero de los abuelos” ni en su casa, pero en los vecindarios dan por sentado que fue así.

“AQUÍ FUE LA VAINA”

Recorro la carrera 17, desde donde los nidos de ametralladoras abrieron fuego. De los edificios de comienzos del siglo XX, cuando Ciénaga era una venturosa ciudad del Caribe, sólo quedan ruinas del que fuera su gran hotel. Ya no hay bóvedas de refugio para los pájaros migratorios y las gaviotas perdidas. En una de las galerías derruidas trabaja desde hace 19 años Fabián Fontanilla, sastre y comerciante de ropa. Sin dejar de impulsar su máquina de coser de pedal, dice: “Sí, aquí fue la vaina”. Se levanta, escarba entre retazos y desenrolla un afiche en el que se lee: “Masacre de las bananeras, 80 años. Por el respeto y la dignidad”. Firma la Fundación Caribe.

-Fabián Fontanilla: “Yo oí a gente como Efraín Leal que contaba que eso fue real y que hubo una época en la que los campesinos bailaban cumbia con billetes en la mano”. Fue el esplendor efímero de las bananeras, del eco de los primeros pianos. “Pero a esa historia uno le da poco valor porque lo único que he visto en 52 años de vida es que los políticos la manipulan y la pobreza no cede”.

Al lado funcionan el Hotel Buenos Aires y una papelería que exhibe ediciones ajadas por la canícula de La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira.

Miro al frente y me imagino la estación abarrotada de familias indignadas a la espera de una solución a sus reclamos. De este lado los militares azarados, la orden de fuego, los Aaaay, mi madre de las 3.000 víctimas que calculó José Arcadio Segundo. Algo tan descomunal no cabría en esta realidad, parece más proporcional la narración detallada de La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio, que con su aguerrida prosa también les hizo el quite a los dogmas de la historia.


Las versiones “reales” no son menos contradictorias. La del entonces congresista Jorge Eliécer Gaitán, quien vino a investigar a Ciénaga, habló de cientos de víctimas y de la complicidad manifiesta entre la multinacional United Fruit Company y el ejército nacional, en cabeza del comandante regional, general Carlos Cortés Vargas. El vehemente debate político que promovió acabó con los gobiernos de hegemonía conservadora y les devolvió el gobierno nacional a los liberales.

En el ensayo La novela como historia, Eduardo Posada Carbó rebate la premeditación de la firma estadounidense y del oficial y propone una revisión de los hechos “menos apocalíptica”, “sin pasiones, héroes y villanos”. En Bananas and business el historiador Marcelo Buchelli admite los abusos previos a la matanza, pero asegura que la United se reivindicó en los años siguientes. Hasta Cortés Vargas editó su versión, Los sucesos de las bananeras, y juró no haber dado la orden de aniquilamiento de “nueve personas”.

¿A qué versión creerle? No se afane con la cifra, créale a lo que esta masacre simboliza para la violencia en Colombia, me hará caer en cuenta en Bogotá Gonzalo Sánchez, director del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación.

 EL MUNDO DEL ABSURDO

Salgo del mutismo por un corrillo de hombres que pasa vociferando contra el gobierno local. “¡Exigimos el pago del subsidio familiar!”. El más fuerte carga un pendón blanco con la silueta verde del ‘indio’ de la Matanza de las Bananeras, ahora símbolo de Sindiciénaga. Van camino al Palacio Municipal, donde los miembros del sindicato están en paro desde el 23 de septiembre.

- Hollman Sevilla, fiscal del movimiento: “Ochenta años después de la masacre, los trabajadores seguimos en pie de lucha porque el gobierno no respeta nuestros derechos”. La policía está en guardia. Dentro del imponente edificio colonial el alcalde Luis Gastelbondo no aparece, pero un presunto funcionario que prefiere no identificarse argumenta que “la protesta es ilegal porque el señor Alcalde y el honorable Concejo aprobaron desde marzo un acuerdo que ordena la disolución de todos los sindicatos”.

- María Teresa Romero, presidenta de Sindiciénaga: “¿Ve, señor periodista? Seguimos en el mundo del absurdo”.

En coro alegan que mientras la administración no los determina, cada vez son más las amenazas de muerte contra los agremiados. Unos dicen que son los ‘paras’ a través de las Águilas Negras; otros, que son sicarios a sueldo de las bandas Los Paisas y Los Nevados. Alias Carlos Tijeras (José Gregorio Mangones Lugo) anunció ante la Fiscalía de Barranquilla la confesión de 720 asesinatos en esta región. Según él, hoy los paramilitares se cuidan de cometer masacres, pero mantienen una política de muertes selectivas de líderes identificados con la izquierda política. Los sindicalistas reclaman los nombres de los empresarios que patrocinan los crímenes. ¿Y la casa siniestra donde asesinaron a Martina Fonseca? No hay respuestas.

Indago por la situación de los empleados bananeros. La voz de María Teresa se impone: “Si para quienes trabajamos en el pueblo las condiciones son precarias, para los obreros del campo son peores. No tienen estabilidad y siguen explotados”.


No vi rastro de la sede de la United, tampoco de Chiquita Brands —su “hija legítima”, como la llaman—, la misma firma estadounidense que en 2003 admitió haber pagado a las ilegales Autodefensas Unidas de Colombia por cada caja de banano exportado y enfrenta demandas internacionales por delitos de lesa humanidad.

Ahora es Banacol la firma que lidera la comercialización de la fruta junto al Grupo Cadavid. Camino a Santa Marta hay una sede de la multinacional Dole y un vigilante que no permite la entrada sin cita previa.

Almas abiertas vengo a encontrar en el Parque Centenario, donde Manuel Ulloa disfruta del fresco de la tarde. Tiene 83 años y dedicó su vida a faenar en las bananeras. Se quita las gafas de sol: “Desde que empecé a los 18 años veo todo igual. Se consigue trabajo, pero la situación es crítica y la seguridad cruel. Aquí para matar nadie pide permiso. Vaya al campo y verá”. Sus vecinos de banca comentan el último asesinato, de un empleado de la red de apuestas de Enilce López, La Gata.

CULTIVO ADENTRO

Por el camino hacia las bananeras abundan barrios en los que en cada esquina brota agua a borbotones. “Y no ha llovido”, me aclaran. Ciénaga recibe 28 mil millones de pesos en regalías cada año y el alcantarillado jamás funciona como debe ser. En medio del sopor, la fetidez me recuerda el sabor a mierda de la guerra que perseguía al coronel Aureliano Buendía.

En las afueras del casco urbano los campesinos muestran prevenidos el sitio donde en un año funcionará el nuevo “megapuerto” de la Drummond. Al lado, cerca de la playa, está la cabaña de descanso del alcalde. Se acongojan cuando hablan del avance de los cultivos de palma porque ocupan cuatro veces menos personas. “Lo nuestro no es carbón o palma, sino guineo, mango dulce, aguacate mantequilloso”. Atrás queda el abandonado seminario salesiano. “Hace rato los curitas se fueron por la inseguridad”.

Al azar llego a El Confite, una finca de 17 hectáreas a orillas del río Córdoba. El administrador Alfredo Henríquez y ocho empleados rematan la jornada.

En estos cenagales todavía las mujeres siguen aferradas a sus camándulas, en oración por 8.000 trabajadores bananeros, 3.000 de ellos afiliados a Sintragrancol y Sintrainagro a pesar de las advertencias.

La cosecha todavía no está a punto, pero la amabilidad campesina florece silvestre. Cultivo adentro, Julián Polo revisa los plásticos que recubren los racimos. Con la punta cortante de la gurbia levanta los azules, “prematuros”, a ver si están para vestir de blanco, “maduros”. Sabe que irán a Europa. Desconoce que exportamos 509 millones de dólares cada año. Pasa revista a los encordados que refuerzan cada árbol para resistir los ventarrones del Caribe.

Su versión de la matanza del 28 no es clara, sólo le interesa el hoy: “Han cambiado los tiempos. Hay violencia pero la gente está trabajando más tranquila”. Es de pocas palabras, toma un respiro apoyándose en el corte limpio de un brazo del árbol más cercano. “Se machetea después de cada cosecha y crece el hijo o puyón, así año por año”. ¿Se siente explotado, Julián? “Podría mejorar un poquito, pero si hay trabajo, ropa y algo pa comer, estamos bien”.

Hoy no encontró ningún “muerto tapao”, un racimo que  cae solo y hay que cubrir con hojas hasta que madure. El zumbido de las “avispas enredapelo”, los mosquitos carniceros de García Márquez, anuncian el cierre de un jornal más por 12 mil pesos.

De regreso por los senderos legendarios, a través de los túneles perfectos que forman los platanales, las lagartijas “pasarroyos” huyen al ritmo de nuestras pisadas, las temidas coral y “patoco” se alistan para el turno de las serpientes. Más sobrevivientes en un país de machetes.

Ochenta años después los hombres no han podido vencer los escrúpulos para romper el círculo vicioso de la guerra. Sin embargo, todas las estirpes condenadas del banano hacen lo suyo por una segunda oportunidad sobre la tierra.

 

Posdata. Maestro ‘Gabo’: Sé cuánto significan para usted las páginas de El Espectador. Por eso me atreví ahora a revivir aquella trasnochada inolvidable y a apoyarme en sus hombros para intentar ver mejor. Un abrazo.

Por Nelson Fredy Padilla / Ciénaga e inmediaciones de MacondoEnviado especial

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