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La crisis del hato

Desde 2002, el precio pagado por litro de leche ha ido a la baja. Los abundantes costos sólo hacen pensar en una quiebra segura.

David Mayorga
29 de mayo de 2010 - 09:00 p. m.

A la dos de la mañana, cuando la oscuridad en su finca sólo deja espacio para mirar el cielo estrellado, cuando aún no se escuchan los cantos de los pájaros ni de los gallos, mientras sus tres hijos todavía duermen, comienza una nueva jornada para Alberto Castellanos.

Bien abrigado y con las botas de caucho puestas para aplastar el barro que por estos días de invierno se mezcla con la boñiga, camina por cinco minutos hasta llegar al centro de ordeño. Allí lo espera Fernando, su hermano.

El ruido del motor a diésel rompe el silencio. Algunas de las 38 vacas que tiene en su finca La Campiña, del municipio de Simijaca (entre Ubaté y Chiquinquirá), acompañan el andar de los piñones con mugidos. Mientras uno de los hermanos conduce cada animal a su puesto, el otro coloca un succionador en cada ubre mientras el filtro va a la cantina.

 La escena se repite hasta las cuatro y media. La leche es llevada en una carretilla jalonada por caballo hasta la entrada de la finca, donde es entregada al intermediario que la llevará a las pasteurizadoras de la zona. El desayuno estará listo a las seis de la mañana, cuando los hijos de Alberto Castellanos van camino a la escuela.

“Después llega la hora de lavar cantinas, correr el establo, hacer cercas y vallados, alistar cortes, cambiar tanques y saleros, fumigar la maleza de los pastos”, cuenta con una sonrisa en los labios que golpean finas gotas de agua, las mismas que lo han acompañado durante toda la mañana.

Por estos días en que la lluvia no los ha desamparado desde las primeras horas de ordeño, Alberto y Fernando se han dado cuenta de que la producción del día deja una cantina de leche sin llenar. “Se produce menos porque el ganado se estresa. El agua y la humedad siempre les afectan”, explica Alberto, quien en un buen día alcanza a despachar cerca de 20 cantinas repletas de leche cruda.

Pero es en la entrada, en el momento de entregar su producción diaria (alrededor de 800 litros de leche), donde comienzan a presentarse los problemas. Desde 2002 han visto como los precios por litro, que en su mejor momento llegó a venderse a $900, han ido en picada. Hoy reciben $820, pero el precio seguirá reajustándose con seguridad: “Ahorita nos dijeron que lo iban a bajar entre $40 y $50. Y que de pronto habría limitaciones de leche”, comenta con un pesar que se hace evidente en sus ojos.

Es el mismo rumor que se ha apoderado de los hatos de Zipaquirá. Según el voz a voz, las pasteurizadoras y los intermediarios habrían llegado a un convenio: bajarle $50 al litro de leche y suspender las compras los fines de semana. Pero a pesar de la queja formal del Comité de Ganaderos del Área 5, no se han podido tomar cartas en el asunto. “Hemos realizado reuniones con los productores, pero no hay denuncias formales”, comenta Jorge Hernán Uribe, gerente general de la Asociación Nacional de Productores de Leche (Analac).

A las arbitrariedades del precio debe sumársele el amplio contrabando de leche en polvo y lactosueros. Según cifras de la DIAN y de la Policía Fiscal y Aduanera, los decomisos en los primeros meses del año han aumentado 378% frente al mismo período de 2009; a abril, el valor de estas mercancías alcanzaba los $770,7 millones. “Ambos productos son ofrecidos tanto al productor como al pasteurizador para hacer rendir la leche”, asegura Uribe.

Y por si fuera poco, una preocupación más ha aparecido en La Campiña. Por cuenta de una actualización catastral del Instituto Agustín Codazzi, tanto las 16 fanegadas de la finca de Alberto, como todas las demás de Simijaca, se apreciaron en cerca de 65%, lo que se traduce en impuestos más altos. Los precios de los insumos tampoco dan tregua y el panorama empeora aún más si los rumores sobre la compra de leche se vuelven realidad.

 “Si la cosa sigue así, tendré que sacar a mi hija de la universidad”, comenta con plena amargura en su voz Neftaly Pineda, administrador de una finca lechera cercana.


El enemigo externo

 El más grande temor de Alberto apareció en la madrugada del pasado primero de marzo, mientras se alistaba para el ordeño.

A muchos kilómetros de distancia, durante una visita oficial a Uruguay, una llamada interrumpió el sueño del presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez. Al otro lado de la línea se encontraba Luis Guillermo Plata, su ministro de Comercio, quien hablaba con afán desde Bélgica: en la última ronda de negociaciones del acuerdo comercial con la Unión Europea, la delegación comunitaria exigía las mismas condiciones que Colombia había firmado en el TLC con EE.UU. para el tema lácteo: 5.500 toneladas de leche sin arancel. La oferta que tenía sobre la mesa sólo hablaba de 5.000 toneladas.

Por teléfono, Uribe ordenó la suspensión de las negociaciones hasta que se conviniera el tema con los gremios lecheros. Sin embargo, cuando los funcionarios colombianos llegaron al país, el caos se había desatado: circulaba la versión de que el acuerdo estaba cerrado y muchos acusaron al Gobierno de “haber entregado el sector lácteo”.

Con el correr de los días, y a pesar del documento Conpes con el que se buscará la formalización y reconversión del sector, ese inconformismo se ha fortalecido. Los gremios no se sienten seguros con el resultado de la negociación: ni las 4.000 toneladas asignadas al Viejo Continente, ni el arancel de 98% que será desmontado en diez años, ni las salvaguardias para las importaciones de lácteos los convencen de la ruina que predicen en diez años.

Sus dudas se basan en el mismo actuar del Gobierno. Por un lado, las estrategias que apenas se están definiendo en el documento Conpes no les inspiran confianza. “La prioridad debería ser el aumento de la producción y la disminución de los gastos. Se han planteado algunas estrategias en ese sentido, pero no es el objetivo principal”, se lamenta Jorge Andrés Martínez, director ejecutivo de la Asociación Colombiana de Procesadores de Leche (Asoleche).

Y por otro lado, los productores no tienen un buen recuerdo de las ayudas ni alivios de deuda prometidos por el Gobierno hace cuatro meses, cuando las heladas mermaron la producción. “No se vio nada. En mi caso, que tengo créditos en el banco, no pasó nada. Me dijeron: ‘Paga o paga’”, recuerda Alberto. Por entonces, las bajas temperaturas quemaron el pasto de su finca y la producción bajó 60%.

En sus cuentas, el 65% de las ganancias que recibe por la venta de leche tiene que ser reinvertido: debe cambiar los cauchos de la succionadora cada cuatro meses; en concentrado para sus animales gasta $2’500.000 quincenales y los gastos veterinarios traen facturas con varios ceros a la derecha.

“Con el acuerdo comercial se iría el 100%. Así como la ve uno, pinta mal. Está para ponerlo a uno a pensar”.

“¿En qué?”.

“En pensar mal... en quiebra”.

Lo dice al final de la jornada, tras el segundo turno de ordeño, en el que también trabaja Mariela, su esposa. La última gota de leche del día va a la cantina hacia las tres de la tarde. Entonces, es el turno de recoger las máquinas, seguir trabajando en la evacuación artesanal (con tractor) del agua y en alimentar a los terneros. Por esta época, el día puede terminar a las ocho de la noche.

Cuando su interlocutor, envuelto en una chaqueta abullonada, cubierto por una bufanda, con los pies embarrados y sufriendo la gripe de la capital, estornuda, Alberto Castellanos ríe. “A usted lo que le falta son unos días en el campo”.

Por David Mayorga

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