Así somos los rushoholics —según Alvin Tofflen en su libro La revolución de la riqueza—, personas adictas a la prisa, a hacer todo ya, porque simplemente no hay tiempo.
Esto se ve en lo cotidiano en pequeñas cosas: mientras nos bañamos, ponemos a hacer el café, prendemos el computador para descargar los correos electrónicos y escuchamos noticias; mientras manejamos, vamos hablando por teléfono con un cliente o proveedor para definir que debemos tener para ese mismo día; cuando llegamos a la oficina, entramos a la primera reunión del día, donde contestamos correos electrónicos y mensajes de texto.
Así, el colombiano promedio trabaja más de 9 horas, donde los hombres trabajamos 9,3 y las mujeres 8,8; los trabajadores de más de 45 años trabajan más de 9 horas y media, y los nuevos ejecutivos ya superan las nueve horas de trabajo, y ni siquiera las personas en edad de ser nuevos padres (25 a 35 años) reducen su ritmo laboral.
Sin duda esta medición sólo muestra el tiempo de trabajo, pero si suponemos que a medida que las condiciones tecnológicas aumentan se pueden escalar las tareas, las generaciones tecnológicas nos demuestran que hoy en un día de trabajo se pueden ejecutar hasta 3,5 días de trabajo, llevando a las empresas a tener en un mes cerca de dos meses de labores efectuadas.
Esto conlleva serios problemas de calidad de vida, porque el tiempo de descanso de los empleados no alcanza a liberar el estrés de esta velocidad, al punto que los fines de semana estos empleados comienzan a comportarse igual: salen a lavar su carro, mientas escuchan radio y leen un libro o un texto de la oficina. Lo que muestra que la capacidad de trabajar va a 350 kilómetros por hora gracias a la tecnología, mientras el descanso no logra los 50 km/h, lo que desemboca en la aparición del contrapeso del trabajo acelerado: el estrés. Y para eso lo único es meterle freno al carro de la productividad.