No suscitó mayor análisis periodístico la movilización de más de ocho mil campesinos en Neiva. Ni quedó claro si fueron indígenas, campesinos, desplazados, o todos los anteriores, quienes se “tomaron” la Universidad Nacional. Columnistas y “analistas” poco se refirieron a la gigantesca “marcha patriótica”, a las cientos de pancartas, a las sonoras proclamas y las peticiones de rigor. Pasaron de agache, por ejemplo, las consignas contra las bases norteamericanas. ¿Habrá en ello un uso político de los manifestantes? ¿Realmente será este un síntoma de que no ha habido real independencia? ¿O la movilización nacional requiere de nuevas estrategias y discursos menos obvios?
“Movilización perjudicó a ciudadanos y usuarios de Transmilenio”, titularon los principales diarios, como si el propósito macabro y principal de los más de 10.000 manifestantes hubiese sido desatar el caos vehicular. Entre la pólvora, las cumbias y la interminable batahola entre Uribe y Chávez, pasaron desapercibidos los miles de indígenas que durante los últimos días caminaron por Bogotá. ¿Quiénes eran?, ¿qué querían?, ¿para qué vinieron caminando hasta acá?, ¿dónde se quedaron?, ¿habrá que esperar otros 200 años para escuchar sus peticiones?
No es un fenómeno nuevo. Hace ya muchos años le dimos la espalda a la movilización social. Las marchas nos aburren, las arengas nos importunan y de las demandas de campesinos, desplazados e indígenas sólo nos preocupan los posibles desmanes que puedan ocasionar. “Los medios sí importan”, tituló este periódico su editorial del día de ayer sobre este mismo tema. Ha hecho carrera la idea de que la protesta es siempre sinónimo de subversión y que toda reivindicación social es guerrillera. También por ello el ejército, ante la mirada más bien desconfiada de los campesinos manifestantes en Neiva, les repartió cachuchas y camisetas invitándolos a la desmovilización.