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República desquiciada

Los enfrentamientos del Gobierno con la oposición y con la Corte Suprema de Justicia han venido generando un desbarajuste institucional y político de marca mayor.

Álvaro Navas*
31 de agosto de 2008 - 05:32 p. m.

De manera reiterada se registran opiniones y posiciones cada vez más extremas entre contendientes que parecen desestimar el principio estructural que garantiza el normal funcionamiento del Estado: la colaboración armónica de poderes en el respeto de su independencia y autonomía. 

Mientras el presidente de la Corte Suprema de Justicia denuncia ante los medios un complot del gobierno contra la institución, el Presidente Uribe, radicaliza su discurso denostando de jueces e investigaciones y de paso arrastrando a la oposición con acusaciones temerarias. La degradación del dialogo institucional y politico se acerca en estas condiciones a un punto de difícil retorno ante la peligrosa espiral de  confrontaciones rutinarias atizadas por un lenguaje pendenciero y de marcado acento personalista.

En los días que corren no son las instituciones quienes se pronuncian sino las personas que las encarnan como si se tratara de un asunto privado y no de interés público como corresponde a un dialogo entre instituciones. La confrontación ha llegado a tal nivel que inusitadamente han aparecido expresiones y usos retóricos ajenos e inapropiados en una democracia. Así, mientras el Presidente de la Republica concibe a sus opositores como enemigos -que eventualmente lo llevaran a la Corte Penal Internacional- su contraparte en la Corte Suprema acude a calificativos conspirativos en comunicados ajenos a la majestad de la justicia.

¿Qué significados encierran estos calificativos? La historia ilustra su uso instrumental en la Alemania nazi en donde  se señalo como enemigos a los judíos a fin de reactivar el sentimiento identitario de un destino común mientras que en la URSS fue funcional al propósito de asentar la dominación del partido comunista.

En un contexto democrático la figura del enemigo, como bien lo advierte J. Edelbloude, es más que una simple producción discursiva destinada a producir un efecto efímero en un juego que como el politico se ve abocado a controversias permanentes.  Designar como enemigo a un opositor es situarlo en una concepción que concibe la política como una guerra permanente y que bien puede servir como criterio para justificar su exclusión política.

La denuncia conspirativa no se queda muy atrás en sus efectos y consecuencias. En efecto, la experiencia indica que a fin de preservar el orden politico de la amenaza en ciernes, la autoridad busca potenciar sus recursos politicos, institucionales y sociales antes de reducir o perseguir al conspirador. Por esto, la apreciación de la conspiración y los efectos que se derivan de esta, suelen ser encuadrados rigurosamente en un Estado de Derecho para evitar una indebida concentración de poder y el correlativo riesgo de abusos.

Basta tener presente la cuestionable expresión “ninguna libertad para los enemigos de la libertad” para dimensionar las implicaciones potenciales de la acusación conspirativa. Es de temer que en tiempos de despropósitos politicos y judiciales esta formula bien pueda degenerar en un “no hay derechos para los que conspiran contra los derechos”

El uso de la figura del enemigo y del argumento conspirativo no es apropiado para ventilar diferencias entre instituciones al interior de un régimen democrático. Gobierno y magistrados deben tener presente que con tal proceder se envía un peligroso mensaje que compromete la confianza en las instituciones al poner a los ciudadanos ante el falso e indebido dilema de apoyar al gobierno o a la justicia. Es francamente lamentable que después de sobrevivir y prácticamente superar la amenaza terrorista y criminal,  nuestras instituciones incurran en una vergonzosa confrontación en donde el lenguaje de la guerra usurpa y desplaza el de la democracia. Cabe recordar -a los que lo olvidan- que la democracia es esencialmente un espacio civilizado para dirimir controversias publicas y que las diferencias entre instituciones y actores politicos son simples contingencias que nunca deben dar forma a oposiciones irreductibles e insuperables.

*Catedrático Universidad Externado. 

Por Álvaro Navas*

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