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¡Adiós, Fanny!

Colombia despidió a Fanny Mikey. Desde Cali hasta la Plaza de Bolívar en Bogotá se le rindió homenaje con una gran fiesta. Andrés Hoyos cuenta qué la hizo única.

Andrés Hoyos
18 de agosto de 2008 - 01:35 a. m.

Mientras que a los colombianos de a pie Fanny Mikey les iluminó la vida, a sus amigos y familiares no sólo nos la iluminó, sino que nos la alegró, nos la lloró, nos la puso patas arriba y se nos sentó en medio como una presencia indispensable. No me nace, sin embargo, despedirla en clave de tristeza ahora que tuvo el mal gusto de morir de forma intempestiva, dejando en muchos de nosotros un gran hueco. A ella, que no consentía sino con gran reticencia en que se hablara de la muerte, de todos modos le alcanzaron los alientos para pedir fiestas en su funeral, y su voluntad se ha estado cumpliendo: nada más el sábado en la noche en el teatro de La Castellana se cantó hasta la madrugada y se sintieron ovaciones tan sentidas que uno pensaba que era apenas cuestión de tiempo antes de que Fanny se levantara del ataúd a participar en el foforro.

¿Qué la hacía diferente? Sí, era talentosa, inteligente, incansable y a veces drástica en sus decisiones, tenía visión y era una líder nata, pero esas cualidades, aunque escasas, se encuentran por ahí. Lo esencial, lo que la hizo única e imprescindible, fue esa obstinación casi suicida con la que perseguía hasta el final sus intuiciones más locas. Dicho de otro modo, Fanny nunca padeció del complejo de inferioridad que es endémico en un país averiado como Colombia y que nos lleva a recortarlo todo al tamaño de nuestro miedo. Ella, a cambio de miedo, tenía un instinto épico que le permitía desconocer las escalas en las que siempre se inscribe la pequeñez. Así, su vida fue un formidable crescendo.

Recordémosla en su momento de oro. Corría la segunda mitad de los años 80 y Colombia estaba en caída libre, debido a una infortunada complicación de males. Pablo Escobar y sus secuaces se habían adueñado de grandes trozos del país y emprendieron la senda sin retorno del asesinato en masa. Por su parte, el Cartel de Cali empezó a comprar políticos al por mayor sin que los comprados le hicieran mucho asco al asunto. En noviembre de 1985 un comando deschavetado del M-19 se tomó el Palacio de Justicia con la idea de enjuiciar al presidente Betancur por traición a la patria y vino una hecatombe de la cual no nos reponemos: fue descabezado el sistema judicial cuando la justicia era más necesaria que nunca. En lo profundo de la selva el Secretariado de las Farc acogió la idea macabra de que para hacer por fin la revolución tomaría el atajo del narcotráfico y multiplicaría los secuestros. Esto los llenó de plata y alimentó en sus obtusos dirigentes la ilusión de que podían llegar al poder por las armas. La escalada narcótica de la guerrilla terminó por despertar del todo a la semidormida bestia del paramilitarismo, que había despuntado esa misma década con el MAS (Muerte a Secuestradores). Íbamos, pues, abismo abajo, y el país no parecía reaccionar.

Se dio entonces una ocasión casi convencional. Bogotá cumplía 450 años de fundada en 1988, y sin saberse del todo por qué pues la ciudad pasaba por una época de indolencia colectiva, un grupo de amantes del teatro, encabezados por Fanny, decidieron que merecía un gran regalo de cumpleaños. Aferrada a eso y a la existencia de un pujante festival en Caracas (hoy


desaparecido) que minimizaría costos a la hora de traer grupos de primer orden, Fanny se libró a la titánica tarea de organizar el primer Festival Iberoamericano, cuyo lema se recuerda: “Un acto de fe en Colombia”.

Yo creo, con todo, que fue más que eso. A la luz del contexto en el que vivíamos, es imposible minimizar el significado de este evento seminal. A mi juicio, el festival logró que el vapuleado país diera un viraje espiritual. El mensaje implícito, casi de estirpe shakespeariana, nos decía: hay más cosas en cielo y tierra que las que alcanza a temer tu pánico. Fanny demostró que la cultura es más que una aconductada Cenicienta intrascendente que se va a dormir a medianoche. Enviando las zapatillas de cristal al demonio y retando a las madrastras y hermanastras del país, Fanny y sus muchachos se adueñaron cada dos años de la Semana Santa con un evento de alegría multitudinaria.

De hecho, el país violento se encargó de recordarle a Fanny, por si hacía falta, que estaba ahí. Durante la primera edición del festival estalló una bomba en los baños del teatro de la calle 71, y si no hubo muertos ese día fue porque los dioses del teatro estaban custodiando las puertas de los baños. Recuerdo bien el episodio pues iba para el Yepeto de Roberto Cossa, pero no alcancé a llegar. Luego me enteré de la bomba. El crimen nunca se esclareció del todo y me consta que a Fanny, 20 años después, el tema seguía sin agradarle ni poquito.

Los años 80 fueron la década prodigiosa de Fanny. En 1981 fundó el Teatro Nacional y de ahí los montajes  no se han detenido. Primero vino la sede de la calle 71; luego, se agregaron la sede La Castellana y la de La Casa del Teatro en la antigua sinagoga de Teusaquillo. Los malquerientes de Fanny, que los tenía como cualquiera que rompa y rasgue en este mundo, la acusaron de hacer demasiadas concesiones al público. Pues bien, su gusto por hacer concesiones al público le llegó temprano, en parte como cura de un sarampión mamerto que aquejaba a las tendencias mayoritarias del teatro de posguerra en el mundo y en Colombia.

En los años 60 Fanny fue el alma de los Festivales de Arte de Cali, probando la pulsión épica que daría tan espléndidos frutos veintitantos años después. Ya en Bogotá, para divertirse e independizarse económicamente fundó “La Gata Caliente”, una sede de café-concierto de gran éxito en el norte. Aún recuerdo los circulitos concéntricos de neones de colores en el rabo de la gata llamándonos a todos los felinos de la ciudad a que acudiéramos a cortejarla.

Claro que de “La Gata Caliente” al Festival Iberoamericano de Teatro media un triple salto mortal. No voy a hacer la lista exhaustiva de los grupos y las obras que han venido al evento cultural más importante del país. Me tendría que comer medio periódico y, además, supongo que cada cual habrá guardado en la memoria sus favoritos. Yo pongo cuatro que me suscitaron particular entusiasmo: Las criadas, de Genet, del Teatro Satiricón de Moscú; Arlequín, según el montaje del Piccolo Teatro de Milán, de Giorgio Strehler; El vestido, de Peter Brook, y el Boris Godunov de Declan Donnellan.

Fanny será recordada como la más importante gestora cultural de estas décadas en Colombia, si bien era mucho más que eso. Como actriz, el papel más memorable en el que la vi fue Marta en la tremenda obra de Edward Albee, Quién le teme a Virginia Woolf. También hubiera podido ser una gran directora teatral, como se vio con el impecable montaje de Monólogos de la vagina, pero supongo que esa faceta la dejó para una futura reencarnación.

Y, como las fiestas también tienen un fin, un mal sábado 16 de agosto en la madrugada Fanny se nos fue. La gran finale, en vida, fue sin duda la clausura del XI Festival, con la puesta en escena de fuegos artificiales de la Compañía F de Francia, que ella ya había querido traer en 2006 pero que no pudo, debido a la maraña de permisos necesarios en un país acostumbrado a temer y a controlar otro tipo de explosivos. Esta clausura es el espectáculo pirotécnico más extraordinario que he visto en mi vida, y he visto muchos. El festival congregó a un total 3’320.000 espectadores, 480 mil de ellos sentados en salas. Fanny estaba feliz, los espectadores también lo estábamos. ¿Qué más se puede pedir como antesala de una despedida amorosa? Ahora, en cambio, somos miles y miles los huerfanitos.

Por Andrés Hoyos

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