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Superhombres

El dopaje genético se ha convertido en el centro de atención de los científicos alrededor del mundo. Estudios han demostrado que la alteración de los genes contribuye a evitar que el cuerpo sufra enfermedades como el cáncer.

Mónica Salomone/ Especial de El País para El Espectador
10 de septiembre de 2008 - 09:02 p. m.

Durante años se anunció que las Olimpiadas de Pekín serían los Juegos del dopaje genético, una técnica que viene a ser la última elucubración para tratar de forzar aún más el cuerpo humano, sin dejar rastro. Este novedoso método, que está basado en la introducción de genes ajenos al organismo, se considera la punta de lanza de una cuestión que trasciende el ámbito deportivo: el mejoramiento del cuerpo con técnicas de biomedicina.

Algunos expertos advierten que tomar las riendas de la evolución para lograr una versión avanzada de la especie humana ya no es ficción científica. En un futuro los padres podrán regalarle a sus hijos genes de resistencia al sida o al alzheimer, o que los hagan más listos y longevos. ¿Se impondrá entonces el miedo a alterar los genes en una sociedad que rechaza los alimentos transgénicos? o ¿se dará la bienvenida a los llamados humanos 2.0?

En el Tercer Encuentro sobre Dopaje Genético, celebrado en julio en San Petersburgo (Rusia), la Agencia Mundial Antidopaje (AMA) pidió a los gobiernos sanciones cualquier intento ilegal de transferir genes a los atletas. La Agencia, que aún no tiene conocimiento de ningún caso, ha invertido siete millones de dólares en el desarrollo de pruebas específicas para detectarlo.

La idea del dopaje genético deriva de una técnica médica que se investiga hace tres décadas: la terapia génica. Esta metodología intenta curar enfermedades al actuar sobre los genes que intervienen en ellas y no sobre sus productos, que es lo que hacen los fármacos habituales. De hecho, “las técnicas de la terapia génica que buscan modificar rasgos de la persona para mejorar su desempeño, son el ámbito ideal para poner a prueba esta idea”, explicó Theodore Friedman, responsable de dopaje genético de la AMA.

En teoría, el dopaje genético podría proporcionar músculos más fuertes, un mejor sistema de generación de sangre o un metabolismo más eficiente. Algunos de los genes con los que habría que trabajar ya se conocen. “Para el tamaño de los músculos y la fuerza, la hormona del crecimiento; para la generación de sangre, la hormona eritropoyetina. No es nada sofisticado. Por eso creemos que el dopaje genético será inevitable”, dice Friedman.


Varios hechos apoyan su diagnóstico, entre ellos las innumerables llamadas que ha recibido el investigador Lee Sweeney, de la Universidad de Pensilvania, desde que anunció su trabajo con ratones Schwarzenegger. Sweeney, quien investiga la distrofia muscular, trabaja con un gen que estimula la producción de la hormona de crecimiento y que logra cuadruplicar la masa muscular de ratones.

Sin embargo, los avances no han sido suficientes y algunos científicos creen que el dopaje genético está muy verde, pues la terapia génica ha sido difícil de aplicar y con efectos secundarios más graves de lo previsto. Se ha visto, por ejemplo, que los genes introducidos pueden activar otros relacionados con el cáncer que hasta entonces habían permanecido silenciosos. Por eso, para Friedman es “una locura” que un deportista recurra al dopaje genético.

Pero hay otra cuestión inquietante. Si fuera posible adquirir habilidades suprahumanas sin efectos secundarios, ¿a qué argumentos habría que recurrir para ilegalizar las técnicas mejoradoras? John Harris y Sarah Chan, del Instituto para la Ética de la Ciencia de la Universidad de Manchester, contestan con la siguiente pregunta: “¿No son también mejoras los bañadores de alta tecnología o una alimentación sana?”.

El debate también se ha extendido fuera del ámbito deportivo. Chan, que hace unas semanas dictó una charla en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), en Madrid, defiende que al menos algunos de los próximos pasos en la evolución de la especie humana estén dirigidos por ella misma. “La llegada de nuevas formas de mejora humana no implica el fin de la humanidad, es sólo el paso siguiente en el proceso evolutivo”.

Lo cierto es que la medicina regenerativa, la manipulación genética y los nuevos fármacos abren la puerta a “posibilidades de mejora mayores” a las logradas por la medicina tradicional, dice esta experta. Y agrega que este tipo de avances plantean dos temores: la posibilidad de que aumenten las desigualdades y que dejemos de ser humanos. Sobre lo primero, Harris y Chan coinciden en que “la ética de negar un beneficio a unos pocos hasta que todos puedan disfrutarlo es dudosa”. Y concluyen que “lo que nos hace humanos es la capacidad de dar forma a nuestro destino de acuerdo con nuestros deseos y la genética nos proporcionan los medios para ello”.

Por Mónica Salomone/ Especial de El País para El Espectador

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