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Alzado del suelo

La continuación de la impactante historia, vista este domingo en ‘Séptimo Día’, de un hombre que decidió entregarle su destino a las drogas y el alcohol, hoy es un testimonio de cómo la voluntad le gana la partida a la muerte y a la desesperación.

Redacción Vivir
07 de junio de 2009 - 09:23 p. m.

Cuando ya llevaba varios días sin comer ni dormir, tan sólo con la compañía solitaria de la botella y los papeles que rellenaba con toda la droga que lograba conseguir, decidió que ya era demasiado, que su cuerpo ya no daba para más y que la vida era una carga que no estaba dispuesto a llevar más tiempo puesta encima. Entonces, lleno de ira y dolor, y una melancolía que encogió su mundo a una pequeña banca de parque, lo hizo rápido y sin dudar. Ahí, a plena luz del día, en medio del fragor de la ciudad, un hombre se desangraba lentamente de tristeza.

Cuando Jhon Diego Onofre volvió a abrir los ojos no era la luz al final del túnel la que veía, sino la del pabellón de psiquiatría de un hospital de Bogotá. En sus últimos momentos de agonía, los pasos finales de ese camino que había comenzado a labrar a punta del dolor de otros hacía ya más de 20 años, a costa de su cuerpo, su vida, su familia y todo lo demás, alguien lo vio ahí en el parque e hizo una llamada. No era su día.

Después vinieron las sesiones de terapia en Fundacrecer, una institución que se convierte en el refugio para aquellos que, como Onofre, han llegado a un punto crítico, un lugar donde las opciones se reducen a dos: o seguir o dar la vuelta; Jhon Diego escogió la segunda. De la mano del equipo médico del lugar emprendió un proceso que busca reconectar a los pacientes con ellos mismos, darles herramientas emocionales para prescindir del uso de la droga como el aliciente para seguir con la vida. Fueron 64 días extremos, en los que Onofre tuvo que superarse a sí mismo, salir de un hábito que había reforzado desde que tenía 14 años; hoy tiene 36.

“Quiero tener una vida normal. Sueño con lo mismo que sueñan muchas personas diariamente: una familia, un trabajo, una vida tranquila”, dice Onofre, quien lleva ya siete días por fuera de Fundacrecer, retomando los hilos de una existencia que por poco se le escurre entre los dedos. Admite que ha habido momentos de ansiedad, minutos críticos en que los fantasmas de su pasado reciente lo visitan con insistencia, lo llaman con su letal canto, al igual que las sirenas llamaban a Odiseo en su viaje de vuelta a Ítaca.

Hoy en día sabe que tiene las ganas y la voluntad para continuar una vida que en un momento creyó perdida. Desde que dejó las puertas de Fundacrecer está viviendo con un amigo en Cota, en medio del canto de los pájaros y el amanecer del campo que le recuerda a las personas que la vida va más allá de los problemas del hoy, de las angustias y los dolores del instante. “Ahora siento que por fin he recuperado a mi hijo, que por tanto tiempo alejé en medio de mis excesos: hoy es mi amigo, mi parcero”.

En este, su proceso de renacimiento, ha tenido la ayuda incondicional de un grupo de amigos que hizo en la Fundación y que constantemente lo llaman para saber de él, para darle aliento en las noches, cuando la desesperación se lleva lo mejor de sus fuerzas, o en mitad del día para ofrecerle una palabra de consuelo, un aliento de vida que lo aleje de las tentaciones de un pasado que quiere dejar atrás para siempre. “Espero que mi historia sirva para recuperar a mi familia, que vive en Villavicencio, y a quienes herí mucho en otra época. Hoy quiero que vean mi testimonio como un relato de alguien que quiere enmendar sus errores y recorrer de nuevo sus pasos”, finaliza diciendo Onofre.

Por Redacción Vivir

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