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La tierra

Carta desde Zimbabue (III). En esta tercera entrega, Jon Lee Anderson explora las políticas de expropiación y ocupación de tierras que antes estaban en manos de los blancos, y el régimen de terror y corrupción que han generado.

Jon Lee Anderson / Exclusivo en Colombia para El Espectador
22 de diciembre de 2008 - 11:00 p. m.

En los libros de texto utilizados en las escuelas públicas de Zimbabue, los temas de tierra, riqueza y raza están deliberadamente interrelacionados. En el libro de texto de estudios sociales del quinto grado, en el capítulo de “Dinero y riqueza”, se encuentra el siguiente texto:

“Los blancos se tomaron la tierra. Cultivaban las mejores tierras y vendían lo que producían. A los negros les dejaron las tierras pobres, y muy pocas de ellas. Muy pronto necesitaron dinero para comprar alimentos ya que no alcanzaba la tierra para cultivar lo que necesitaban. También necesitaban dinero para pagar los impuestos al gobierno blanco. Para los negros resultaba difícil conseguir dinero. Tenían que trabajar para los blancos, quienes les pagaban muy poco. Los mejores trabajos eran para los blancos. Por ello, la mayoría de los zimbabuenses eran pobres, contrario a sus ancestros, quienes tenían muchos bienes. Esto está cambiando, ahora negros y blancos trabajan juntos para Zimbabue”.

Infortunadamente, para la mayoría de los zimbabuenses la política de expropiación ha sido desastrosa. De las 4.500 granjas comerciales que existían hace ocho años, propiedad de los blancos y las cuales representaban más del 50% de la tierra cultivable en el país, todas, con excepción de 400, han sido expropiadas, la mayoría de ellas saqueadas y destruidas.

Una docena de granjeros blancos han sido asesinados, junto con muchos trabajadores negros. Medio millón de trabajadores negros han sido desplazados junto con sus familias, al perder tanto su empleo como su hogar (en 2005, Mugabe ordenó que los barrios de invasión a donde muchos de los trabajadores negros habían llegado, tanto en Harare como en otras poblaciones, fueran arrasados en lo que denominó la operación “Saquemos la basura”. Setecientas mil personas quedaron sin hogar).

  Hace menos de diez años Zimbabue era uno de los países de mayor producción agrícola en África, exportando maíz y carne; hoy en día no hay ningún tipo de agricultura a nivel comercial. Tanto como tres millones de habitantes han emigrado a Sudáfrica como trabajadores itinerantes (no han sido bienvenidos: muchos de ellos fueron asesinados en mayo durante las revueltas de violencia xenófoba en Johannesburgo y otras ciudades). Para la mayoría de los zimbabuenses la vida gira alrededor de la supervivencia económica.

“Todos estamos de acuerdo con la necesidad de una reforma agraria. En lo que no estamos de acuerdo es en la metodología para llevarla a cabo. Los que no tenían tierra, aún no la tienen; los saqueadores continúan aprovechándose de la situación; se equivocaron en el proceso de selección, y todo es un caos”, me dijo Tsvangirai, el rival político de Mugabe.

“No podemos volver a como era antes de 2000, pero el caos que reina ahora no puede continuar”, agregó.


Expropiación y ocupación

Me reuní con un veterano de guerra, a quien llamaré Baltasar, en un edificio de estacionamiento en el centro de Harare. Es un hombre de unos 50 años que vestía una chaqueta a cuadros. Baltasar fue uno de los líderes guerrilleros de Zanu que recibió entrenamiento por parte del Ejército chino. Había trabajado directamente para Mugabe al inicio de su mandato, y luego para la agencia de inteligencia de Zimbabue, como diplomático en China, Estados Unidos y África.

 Cuando le pregunté qué pensaba de Mugabe, contestó que en ese entonces lo apreciaba. Sin embargo, Baltasar tenía una familia numerosa y necesitaba dinero para pagar la educación de sus hijos. Me contó que había participado en una de las tomas a granjas propiedad de terratenientes blancos.

“Yo era uno de varias personas que trabajaban en la oficina del presidente a quienes no les ofrecieron granjas. Hicimos el siguiente acuerdo con el dueño: él araba la tierra utilizando sus tractores, nos entregaba la semilla, y se quedaba con el 70% de las ganancias”.

Habían estado allí un año y medio cuando…

“Apareció un oficial que nos presentó un documento que decía que, de ese momento en adelante, la tierra sería propiedad de uno de los altos mandatarios del gobierno. Nos opusimos, hasta que llamaron a la unidad de apoyo de la Policía. Ahí caímos en cuenta de que era inútil y desistimos”.

Sin embargo, las cosas no terminaron bien para el “alto mandatario” y Baltasar y sus socios recibieron información que indicaba que probablemente podrían recuperar su tierra. Pero hasta el momento de nuestro encuentro eso no había pasado.

“Ahora sabemos que no podemos trabajar la tierra sin tener recursos. Necesitamos equipos y préstamos a los cuales no tenemos acceso. Además, secretamente esperamos que se genere un cambio radical en el país y no queremos ninguna asociación con un régimen que expropió las tierras para luego despilfarrarlas. La ocupación de tierras era muy popular después de la independencia. Como ésta era propiedad de los blancos, quienes eran ricos, las personas, especialmente los veteranos de guerra, creyeron que si se tomaban las granjas inmediatamente, también serían ricos. No entendíamos que les hubiera tomado años para que esas granjas fueran productivas. Ahora la mayoría entendemos que la agricultura no es un proceso fácil”.

Baltasar me contestó en tono defensivo cuando pregunté por el papel que jugaban los veteranos de guerra en la catástrofe que vivía el país.

“A mi juicio la mayoría de ellos no están interesados en participar en actividades violentas. Los que están involucrados son seudoveteranos u oportunistas”.

Sin embargo, estuvo de acuerdo con que algunos sí estaban involucrados y algunos se beneficiaban de ella. Me explicó que uno de los motivos por el cual los veteranos de guerra se vieron abocados a participar en las tomas de tierra fue porque los que habían recibido lesiones serias durante la guerra no habían recibido compensación alguna del fondo para las víctimas de guerra, mientras que los altos mandos habían recibido altas sumas de dinero por lesiones insignificantes o imaginarias.


Ahora las cosas habían llegado demasiado lejos y los veteranos se sentían en la obligación de respaldar al régimen por sus acciones pasadas. “El régimen tiene aterrorizados a los veteranos de guerra con la amenaza de perder sus pensiones y de ser castigados por quien tome el poder”.

“El proceso de reeducación”

Tsvangirai ganó las elecciones de marzo, alcanzando el 48% de la votación frente al 43% de Mugabe. Dado que ninguno de los dos candidatos obtuvo una mayoría absoluta, esta situación llevó a una segunda vuelta. Para Mugabe y sus seguidores fue un duro golpe, y rápidamente comenzaron a nombrar culpables.

Ben Moyo, uno de los seguidores de Mugabe desde la década de los sesenta y antiguo miembro del Parlamento, me explicó:

“Zanu-P.F. se relajó demasiado. No vieron cómo el M.D.C. se fortalecía, se convertía en un agente del colonialismo británico, en una amenaza real; no hicieron una campaña fuerte. Yo tampoco lo hice. Pensamos que las personas votarían por nosotros, como siempre lo habían hecho. Mientras tanto la gente se olvidó de la visión de lucha por la liberación. Se preguntaban ‘¿de qué nos sirve la libertad si estamos con hambre?’ Fue ahí cuando iniciamos el proceso de reeducación. Lo comenzamos para las elecciones del 27 de junio; para recordarles el porqué de la lucha”.

Caí en cuenta de que “el proceso de reeducación” era un eufemismo utilizado por Moyo para referirse a los campos de terror a los cuales miles de personas habían sido conducidas en las semanas previas a las elecciones. La mayoría eran detenidas y obligadas a escuchar los discursos políticos de los líderes del Zanu-P.F., pero muchas fueron golpeadas. O más.

“Yo era comandante de uno de los campos base. Llevábamos a los jóvenes al campo. También los utilizábamos para controlar el mercado negro. Temíamos que los de la oposición estuvieran manipulado los precios. También los utilizábamos para castigar a aquellos cuyo comportamiento era inadecuado. Se les propinaba una buena golpiza. Todos los comandantes eran diferentes. En mi campo, disciplinábamos a los de nuestro partido, nunca a los de la oposición”, reconoció Moyo.

“La violencia no es tan grave como muestran las noticias. Algún tipo de disciplina era necesaria. Pero no podemos negar que hubo algún tipo de abuso, especialmente en las zonas rurales. Sin embargo, el M.D.C. seriamente exagera la gravedad de la violencia con el fin de deteriorar la imagen del partido de gobierno. Son expertos en el arte de mentir. Si, por ejemplo, una pareja tiene un altercado doméstico, el partido de oposición va, toma fotografías y anuncia a los medios internacionales que eso es violencia del Zanu-P.F.”.

Mayo se detiene un momento y apela a mí: “Mire a Zimbabue. Dese una vuelta y observe dónde se supone que esa violencia está sucediendo. Aquí la violencia no es tan grave en comparación con otros países del continente. A veces los canales de televisión satelital muestran imágenes de violencia que supuestamente sucede aquí, pero podemos ver que las imágenes son tomadas en Kenia o Ruanda, ni siquiera son tomadas en Zimbabue”.


Al escuchar las explicaciones de Moyo recordé un encuentro que había tenido en Sudáfrica la semana anterior con un refugiado de Zimbabue de 23 años llamado Michael. Era entrevistado por Paul Verryn, un obispo metodista que maneja un asilo para refugiados políticos de Zimbabue en la Iglesia Central Metodista de Johannesburgo. Era un edificio sucio y sobrepoblado, pero al menos representaba algo de refugio. En la noche que los visité, más de mil zimbabuenses vivían allí; tuve que caminar sobre sus cuerpos dormidos, acomodados unos junto a otros, incluso sobre las escaleras.

Verryn me invitó a acompañarlo a entrevistar nuevos prospectos. Michael, un larguirucho joven, se distinguía de los demás; se le veía preocupado y su cuerpo permanecía tenso. Al hablar miraba al suelo, evitando contacto visual. A insistencia de Verryn dijo que provenía del pueblo de Masvingo y que sus padres eran ancianos y desempleados. Su hermano mayor había mantenido a la familia, pero se había fugado a Sudáfrica, lo cual había obligado a Michael a tomar la responsabilidad de mantener a su hermana y hermano menor.

“Era muy duro. Estaba bajo mucha presión”, nos dijo.

Michael aún no nos miraba.

“Continúa”, le dijo Verryn.

“Para poder trabajar me obligaron a unirme a las Juventudes, el brazo juvenil del Zanu-P.F. Me obligaron a golpear a muchas personas y también a hacer otras cosas. Comencé a desesperarme. Vine aquí a refrescarme un poco”, dijo Michael. 

Temblaba. Había huido sin decirle a nadie y había llegado a Johannesburgo cuatro días antes. Verryn le hizo algunas preguntas más y le informó que podía quedarse. Llamó a un asistente para que le entregara a Michael una tarjeta de identificación y algo de comida.

“Creo que ese joven puede haber llegado a matar a alguien”,  me dijo Verryn una vez Michael había partido.

Verryn me informó que al refugio habían llegado muchos jóvenes refugiados como Michael. Jóvenes y soldados que han sido obligados a cometer actos atroces contra sus compatriotas. A medida que la situación política empeoraba se había comenzado a percibir un mayor grado de ansiedad y “locura” entre los refugiados que llegaban.

Especulando acerca de los motivos que podía tener Mugabe para imponer el terror político, Verryn me dijo:

“No creo que Mugabe haya perdido la razón. Creo que sabe exactamente lo que está haciendo. Es muy astuto políticamente, y cree que ésta es la manera de gobernar un país. No contempla la existencia de la oposición”.

* © 2008, Jon Lee Anderson. Este artículo apareció primero en la revista ‘The New Yorker’. Traducción de Laura Salazar. Mañana, cuarta entrega: “La tortura”.

Por Jon Lee Anderson / Exclusivo en Colombia para El Espectador

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