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La selva y la bestia (primera parte)

Con motivo de la conmemoración del Día Internacional del Migrante, que se lleva a cabo este lunes, un fotorreportero comparte algunos testimonios de su travesía por el temible Darién, por donde miles de personas continúan transitando día a día.

Pedro Anza
15 de diciembre de 2023 - 01:00 p. m.
CIUDAD JUÁREZ, CHIHUAHUA. 03OCTUBRE2023.- Miles de migrantes llegan a esta Ciudad fronteriza, en busca de poder cruzar la frontera y llegar a los Estados Unidos. Algunos viajando por meses y por fin se acercan a arribar a intentar ingresar a los EEUU.
FOTO: PEDRO ANZA/CUARTOSCURO.COM
CIUDAD JUÁREZ, CHIHUAHUA. 03OCTUBRE2023.- Miles de migrantes llegan a esta Ciudad fronteriza, en busca de poder cruzar la frontera y llegar a los Estados Unidos. Algunos viajando por meses y por fin se acercan a arribar a intentar ingresar a los EEUU. FOTO: PEDRO ANZA/CUARTOSCURO.COM
Foto: Pedro Anza

l. Purgatorio

— ¡Jason, no, Jason, no lo hagas!

El sujeto apunta nervioso el arma trémula, gira el cuello para mirar sobre su hombro, hacia atrás, no quiere ver su mano, apretar el gatillo de la pistola hechiza ni mucho menos ver el rostro de espanto de su amigo de la infancia tirado en el piso. Suenan cinco disparos, Kevin se queda inmóvil. Parece estar soñando cuando mira a Jason subirse en la parte trasera de una motocicleta que lo espera en la esquina y hacerse pequeño hasta desaparecer por completo. Piensa en su hija, cree verla, pero no sabe si son visiones, está aturdido por el estruendo de las balas. Todo parece indicar que es el final. En adelante los recuerdos son borrosos: va a bordo de una motocicleta con dos personas más, quien maneja y alguien que lo sostiene para no derramar su cuerpo moribundo en el suelo mientras la moto avanza zigzagueante esquivando baches y personas en las calles nocturnas de Puerto Tejada. Entonces pierde la consciencia. Más tarde, al salir del hospital, sabrá que cuatro balazos lo alcanzaron. No es la primera vez que llega al hospital con herida de bala, pero en ese momento toma la decisión de que será la última, ahora tiene una niña pequeña. Tiene que irse de ahí y cuanto más lejos se vaya mejor.

—Me pegaron estos tiros un 15 de noviembre. Mi hija cumple años el 18 y yo tenía todo acomodado para hacerle su fiestica. Cuando caí al piso pensaba en la niña. No le pude celebrar los cumpleaños y no le he podido celebrar un cumpleaños en paz, mano. En Puerto Tejada no se puede vivir bien, la guerra es cuadra por cuadra, si usted va para allá y no hay balas todo mundo le dice que juegue a la lotería, o sea que tiene suerte, porque es raro un día en que no haya bala.

Kevin lleva puesta una gorra morada de los Yankees y, como la mayoría de los migrantes a nuestro alrededor, calza botas de hule. El viaje se inició al alba, salimos de Las Tecas, una especie de resguardo donde la organización social Fundación Nueva Luz del Darién va reuniendo a los migrantes que desembarcan de las lanchas de motor que los transportan desde Antioquia hasta el Chocó. Ahí, una vez pagados los US$150 que les cobran por la travesía, a veces centenas y a veces miles de migrantes pernoctan antes de adentrarse al Tapón del Darién, una masa de selva que sirve de frontera natural entre Colombia y Panamá. Tras bambalinas, el Clan del Golfo, grupo criminal que controla el acceso y tránsito por la selva del lado colombiano, se queda con un porcentaje del dinero recaudado.

Según informes de las autoridades panameñas, de enero a septiembre del presente año, unos 350.000 migrantes han pasado por esta selva rumbo al norte del continente, siendo de origen venezolano más de la mitad de ellos. Ante la imposibilidad de recibir la bienvenida en aeropuertos y aduanas, los migrantes optan por atravesar caminando esta selva inmensa donde la amenaza de bandidaje, bichos ponzoñosos, sed, hambre y peligrosas crecientes de ríos se cobran la vida de incontables caminantes. Incontables no solo por ser alto el número, sino porque la mayoría de los cuerpos quedan sepultados en el lodo y olvidados bajo la corriente de sus ríos.

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Antes de decidirse a cruzar el Darién con Nueva York en la mira, Kevin se trazó España como destino, pues una tía le había ofrecido recibirlo en casa mientras se establecía económicamente. Dos veces pisó territorio español, pero, apenas bajó del avión, fue devuelto a Colombia. Las revisiones en el Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas fueron minuciosas, los guardias aduanales lo miraban suspicaces. La primera fue en abril de 2021. Esa vez no logró pasar el primer filtro aduanero. Volvió a intentarlo un año después para correr con la misma suerte, aunque esa vez, después de una revisión a sus tenis para ver si no escondía nada prohibido en las suelas, avanzó esperanzado hacia otro filtro.

“¡Ah! Entonces vienes a conocer el estadio del Real Madrid: el Bernabéu? Muy bien. ¡El mismo cuento de todos!”, le dijeron. Volvió a Colombia desmoralizado, pero sin perder la esperanza de atravesar exitosamente una frontera.

—Los policías se reían del cuento del Real Madrid y me devolvieron otra vez. Aún sigo pagándole esa vuelta a mi cuchita, parce.

Estamos sentados en un tronco a la mitad de una pendiente muy inclinada, la última y más pronunciada antes de llegar al cuarto campamento dispuesto por la organización que controla el paso por la selva. Llevamos buen ritmo. Mientras descansamos vemos a nuestro alrededor los rostros exhaustos del resto del grupo de ochocientos migrantes que salieron al amanecer, escalando como pueden las interminables laderas.

—¿Por qué decidiste irte de Colombia: por la violencia en tu región o por trabajo?

—Las dos, parce, uff, mano, no alcanza. He intentado ya salir adelante de muchas formas. ¡Pero no! Mucho sufrimiento. Usted trabaja y paga el arriendito y la comida, pero nunca ahorra nada. Pero lo que me tenía con la urgencia de salir del país no era el camello, sino la violencia, mano. Primero me fui a Cali, pero en Cali es la misma película, brother. Puerto Tejada es un pueblo muy pequeño, pero los que lo mueven son gente grande que están regadas en todo Colombia, entonces de nada le sirve a usted moverse de Puerto Tejada a Cali porque ahí también están, ahí está la misma película.

—¿Quiénes?

—En Puerto Tejada se mueven las pandillas y son apoyadas por grupos al margen de la ley. Cada una tiene su patrocinador. Por ejemplo, están los elenos (ELN) y las FARC, esas son dos organizaciones que siempre están peleando y cada una coge a un grupo de allá. Cuando la voz viene, desde arriba, la gente se mata entre sí. Por nada, mano, nadie tiene nada en contra de nadie. Se matan entre vecinos y gente con la que uno creció. A uno le dicen: métete a esta pandilla, te vas a ganar $700.000 mensuales sin hacer nada, solo de vez en cuando toca que hagas un daño por ahí. Pero entonces el otro grupo se da cuenta y también le ofrecen a usted algo. Entonces viene la pregunta, y siempre es la misma pregunta: ¿blanco o negro? Mijo. La respuesta mía fue gris, ese fue el error, por eso me tocó irme del país.

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Unos meses después de haber sido devuelto de España, Kevin se enteró de que su prima, quien vivía desde niña en Ecuador, emprendería el viaje por la selva hacia Estados Unidos junto con su esposo y su hija, ambos ecuatorianos. La violencia que comenzaba a azotar a Ecuador, así como las cuantiosas extorsiones que los grupos del crimen organizado cobran a los comercios y pequeñas empresas había llevado a miles de ecuatorianos a abandonar su tierra y emprender el viaje al norte por la selva.

—Le tocó cerrar el negocio en Ecuador, por las “vacunas”. Era mucho dinero el que les pedían, mano. Ella ya conocía mi problemática y me invitó. Y claro, parce, de una me vine.

En el grupo vienen niños, adultos y hasta mascotas. En los últimos meses, el promedio de personas que cruzan por la selva oscila entre los 1.500 y los 3.000 diarios. Más del 50 % son venezolanos, les siguen los ecuatorianos (13 %), haitianos (11 %) y colombianos (3 %). El resto es un mosaico de nacionalidades, etnias y culturas: India, Cuba, Nepal, China, Brasil, Togo, Ghana y muchos más.

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Una mujer quechua de origen ecuatoriano pasa a nuestro lado andando con firmeza, tiene un niño en el rebozo, y camina con sandalias y mirada seria. En el grupo viene un señor en muletas al que le falta una pierna, dejamos de verlo hace algunas horas, quedó rezagado entre los últimos caminantes; un joven cargador colombiano, parte del equipo de guías de la organización, se había ofrecido para asistirlo hasta la frontera con Panamá. Nos preguntamos, quizá todos lo hagan, cómo podrá soportar el suplicio de la travesía completa, la cual apenas se inicia y ya ha mancillado la entereza de más de uno. Días después nos enteraremos de que no logró soportarlo, como nos enteraremos de que un par más del grupo tampoco salió vivo de la selva, o si lo hicieron, fue hacia un destino desconocido.

Al inicio del camino el entusiasmo era evidente en los rostros de los caminantes ávidos de avanzar en su ruta hacia USA, una abstracción mítica, una especie de olimpo terrenal que tiene al dólar como valor de cambio y en el que se dice que los pesares que acarrea la condición humana se disuelven apenas cruzar la frontera. Pero la selva mostró rápidamente a los viajeros la distancia que separaba su recién comenzado viacrucis del sueño americano. Atrapados ahora en el estómago fangoso del Darién, cansados, casi rendidos, los caminantes no demoraban en deshacerse de todo, conservando a veces únicamente el agua y escasas prendas. Tras el éxodo humano va formándose un camino de basura.

Al caer la tarde, la mayoría de los migrantes del grupo que salió de las Tecas agota los últimos pedazos de la selva colombiana. Algunos más ágiles estarán ya adentrándose en las profundidades de la parte panameña, otros, los menos aptos para sus veredas, vienen desperdigados, solitarios o en pequeños grupos, algunos kilómetros atrás. Aún no se esconde el sol, pero el azote de sus rayos al colarse por la espesura del cielo selvático es menos severo.

Un venezolano bonachón con quien iniciamos la ruta avanza dicharachero cargando su mochila y la de una joven dominicana, igual de alegre, que viaja sola y camina con él compartiendo su entusiasmo caribeño. Al vernos, se acerca y le da una palmada amistosa a Kevin en la espalda.

—Vamos, marico, ¡cómo te gusta echar cuento, no? Levántate, negro, que ya se ve la Estatua de la Libertad ahí atrás, huevón. ¡Arriba todos!

Nos levantamos, hay que continuar la caminata. Avanzamos el último trecho del Darién colombiano, y alcanzamos la cima de la vertiginosa loma. Ya pisamos territorio panameño. Los guías y cargadores colombianos comienzan a replegarse, tienen miedo de que la Senafront (policía migratoria panameña) los encuentre. Me despido de Kevin, su prima, y su sobrina. Los veo bajando la pendiente y seguir hasta perderse en la distancia. Las banderas de múltiples naciones amarradas a los árboles anuncian la llegada a Panamá. En adelante quedará para los migrantes la parte más dura de la travesía selvática de más de 110 kilómetros que se inició en Acandí, en el Chocó colombiano, y termina en Bajo Chiquito, un pequeño poblado panameño. En la selva del lado de Panamá los espera un camino tortuoso y una incertidumbre acentuada aún más por los relatos de conocidos y familiares que ya han cruzado: bandidos, hambre, asesinatos, violaciones, animales venenosos, panteras que acechan en la oscuridad, una intensa sed y el agua de ríos llenos de cadáveres como única posibilidad de saciarla.

*Fotógrafo, cronista y antropólogo mexicano de la revista Cuartoscuro.

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Por Pedro Anza

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