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Doscientos años de mestizaje culinario

La mezcla de las prácticas culinarias del siglo XIX, española, indígena y africana, constituye el acervo de nuestras cocinas regionales.

Julián Estrada *
16 de julio de 2010 - 10:27 p. m.

Escribir sobre la cocina colombiana de hace 200 años supone pensar en la vida cotidiana de aquella época. Imaginar el día a día en los momentos que antecedieron la trifulca del florero exige ubicarse en un proyecto de país al que se le conocía como La Nueva Granada y cuya población total aún no llegaba a los siete ceros, pues apenas frisaba los dos millones de habitantes, quienes en su gran mayoría vivían en la ruralidad, significando esto, tierras abiertas y baldías cercanas a las orillas de los ríos. Para la época, la mayoría del país se encontraba tupido de selva, pleno de sabanas y llanuras y con no más de media docena de caminos reales, que saliendo del centro de la sabana hacia los cuatro puntos cardinales, se bifurcaban en cientos de caminos secundarios para finalizar unos más al norte, otros más al sur, pero indefectiblemente conduciendo siempre a una orilla: ora del río Cauca, ora del río Magdalena, únicas vías de comunicación con la Corona.

Santafé, Popayán y Cartagena constituían los centros más representativos de una vida citadina, pues el resto de poblados eran aldeas en crecimiento, cuyos pobladores en su mayoría eran indígenas, otros tantos negros, otros zambos y mulatos, un poco menos mestizos y la minoría era ibérica, para no decir blanca… que no lo era. En esta apretada descripción de tierra y hombre, el mundo de las ollas y los fogones que alimentaron el espíritu independentista, nada tuvo que ver con el ideario político que promulgaban los patriotas.

Quede claro: la cocina no libera los pueblos, pero ayuda a formarlos. Como en todos los países del mundo, la cocina depende de su agricultura y de su comercio; por lo tanto, necesario es reconocer que si bien a finales del siglo XVIII la tierra era abundante y barata —aunque como siempre, desigualmente distribuida— fue básicamente a partir de la agricultura indígena, realizada con precaria tecnología, como se suplía el sustento diario, sustento que a su vez se reforzaba entre las clases más pudientes con las importaciones comerciales de bastimentos, rancho y licores provenientes de la península Ibérica cuando eran legales, pero de Jamaica e Inglaterra, cuando eran de contrabando.

Así las cosas, hace 200 años apenas se estaban dando los primeros hervores del mestizaje culinario que actualmente constituye el enorme, pero a la vez desconocido acervo de nuestras cocinas regionales. El legado de la huerta y la cocina indígena es tan valioso como sabroso, pues son cientos de preparaciones que en calidad de auténticos “genéricos culinarios” aún hoy se preparan en las más remotas latitudes del terruño; desafortunadamente desde principios del siglo XX las deportaron del fogón urbano; me refiero a las diferentes chichas, mazamorras, petos y masatos, además de las innumerables preparaciones envueltas en diferentes tipos de hoja (bollos y tamales) o, a la sencilla masa que con la ayuda del pilón y la callana, la cocinera indígena la convirtió en la versátil y milagrosa arepa, la cual —paradójicamente—  hoy también se encuentra desterrada de la mayoría de los restaurantes de categoría del país. Algo similar ha pasado con el legado culinario aportado por la etnia africana, y cuyo mayor aporte es la calidad de la sazón que se desprende de la mano de la cocinera negra, la cual, a pesar de las vicisitudes y malos tratos, ha logrado mantener consigo los productos y procesos de preparación de sus cocinas de crianza (atollados, cecinas, ahumados, viudos, pusandaos y tapaos); sin embargo, da grima el desconocimiento y el remilgo que el colombiano común tiene a la cocina negra. Finalmente, el fogón americano se enriqueció contundentemente, no sólo con los animales propios de la granja ibérica del siglo XVI  (cerdo, vaca, gallina y oveja) íntimamente ligados a su recetario, sino también con las herramientas, accesorios y costumbres de comedor, las cuales revolucionaron la vida cotidiana de las familias dueñas del poder político y económico del siglo XVIII, y cuyas repercusiones aún continúan vigentes en los albores del siglo XXI.

Pocos,  muy pocos son los colombianos que actualmente tienen un mínimo conocimiento del interesante proceso de mestizaje de la actual cocina colombiana, proceso que demuestra cómo llegan a nuestro país durante un período de más de dos siglos todo tipo de semillas, esquejes, pastos, frutas, animales domésticos, herramientas, accesorios, muebles y, claro está, de costumbres. Dicho conocimiento es el que permite que en un país la cocina se convierta en auténtico patrimonio culinario. Insistimos: hoy en Colombia son muy pocos quienes consideran que conocer dicho proceso vale la pena… pues como en tantas cosas alrededor de nuestra propia cultura, el colombiano del común siempre valora más lo extranjero… algún día sabremos qué cocina tenemos.

* Antropólogo especializado en cocina colombiana

Por Julián Estrada *

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