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Antonio Ungar

Ganó el pasado 8 de noviembre el premio Herralde de novela 2010, uno de los más honrosos de la narrativa escrita en español, con su novela ‘tres ataúdes blancos’, una sátira brutal sobre un país llamado Colombia, perdón, Miranda.

Juan David Correa Ulloa / Especial para El Espectador
11 de diciembre de 2010 - 08:46 p. m.

La tienda en la que estamos sentados se parece mucho a la que visita todos los días José Cantoná, el gordo aquel cuyo parecido con el candidato de la oposición, el presidente del Partido Amarillo, don Pedro Akira, lo hará entrar en una trama tan espantosa como desopilante. El hombre estudió algunos semestres de arquitectura en la Universidad Nacional de Miranda, vive con su padre en una casa chata del barrio La Esmeralda, en la capital de la República, se toma de ocho a doce cocteles diarios —preferiblemente de vodka con hojas de menta—, toca el contrabajo y ese día, el día en el cual lo conocemos por primera vez, cuando se abre la primera página de Tres ataúdes blancos, Premio Herralde de Novela 2010, del bogotano Antonio Ungar (1974), irá a la tienda del señor Jaramillo y sabrá, gracias a las noticias, que el candidato con más amplias posibilidades de pelearle la presidencia al magnánimo presidente de la República de Miranda, don Tomás del Pito, ha sufrido un atentado en el restaurante italiano Forza Garibaldi.

Las únicas palabras del sicario, antes de descerrajarle dos tiros, fueron: Tome, malparido.

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El día es soleado. La cafetería se llama Toc-Toc. Queda en la calle 35 con carrera Séptima. Antonio Ungar vive en un edificio cercano con su esposa y sus dos hijos: uno de tres años, una de dos meses. Hace tiempo que no puede escribir en serio, me dice, pues la realidad de este país es tan apabullante que el oficio siempre queda relegado a la supervivencia. No es que se queje, Antonio, uno ochenta y tres de estatura, pelo castaño que alguna vez fue casi rojo, ojos verdes y una sonrisa de hombre tímido. Esa timidez, pienso, ha sido el arma más potente para escribir una novela que, de seguro, es una de las más importantes escritas en Colombia en la primera década del siglo XXI. Lo hizo en silencio durante los dos años que vivió con su esposa en Jaffa escribiendo un blog para la revista Semana y haciendo corresponsalías para varios medios en el mundo, desde el corazón mismo del conflicto árabe-israelí. Sé que la palabra importante es insuficiente, pero quien lea las páginas de Tres ataúdes blancos comprenderá su urgencia, su necesaria urgencia en un país que necesita más escritores y menos políticos.

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Las mesas son de fórmica y en la nevera hay yogures. La televisión sigue dando las noticias. Ya varios simpatizantes del Partido Amarillo cercan la clínica Ignatiev, inquietos por la suerte de su líder. Pronto nuestro héroe sabrá, por un vecino suyo, que su parecido con el candidato le traerá problemas. José Cantoná es casi virgen, vive con su anciano padre en esa casa chata y sus días se le van acostado sobre un mullido cobertor bermellón. Es un inútil, pensarán algunos. Pero ya el narrador le encontrará oficio. Uno de sus compañeros de colegio, Jorge Parra, jefe de comunicaciones del grave Pedro Akira, uno de esos yuppies periqueros con carros y egos muy grandes, urde el plan: Cantoná es la última esperanza para una Miranda sumida en la guerra intestina entre los Escuadrones de la Muerte y las Guerrillas Estalinistas que masacran gente como ganado para quedarse con la tierra. Y lo es porque su parecido físico podrá mantener en vida al inmolado, llegar a las elecciones y arrebatarle el poder a un presidente bajo de estatura que invoca a Dios y habla como un finquero convencido de que nadie podrá destronarlo.

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En Jaffa podía leer muchas horas seguidas y escribir muchas más, gracias a que la familia de Zahiye, su esposa, ayudaba con las obligaciones de ser padre de Karim, su primogénito. Leía prensa de Colombia, Venezuela, y Ecuador y se daba cuenta, gracias a la distancia, de que las cosas por estos lados seguían como siempre: horribles. Así que después de ensayar varios textos —el de un tirano y su relación con el psiquiatra, por ejemplo— y de tratar de encontrar un tono, supo que el gordo Cantoná, un adulto relegado y asustado en un barrio de clase media de la capital de Miranda, era el testigo que necesitaba para dar cuenta del desmoronamiento del partido de la izquierda, o Amarillo, y el complot urdido por el Pitismo, única fuerza del país cuyo supremo líder contaba con el 74% de la popularidad en el territorio nacional, para entronizarse en el poder. Así, Cantoná se convertiría en Akira y entraría, sin saberlo, en un mundo el cual la traición, la falta de principios, el arribismo y la violencia son moneda corriente. La política en Miranda, en todo caso.

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Así resultó entonces este manuscrito que pulió, releyó y dejó descansar durante seis meses cuando volvió a Colombia con su familia. Alguien le dijo que su parodia lo iba a meter en problemas. Yo no creo: el día que nuestra clase dirigente lea literatura, dejaremos de ser nosotros mismos, y ese día no está cerca.

Una vez más se dio cuenta de que nada cambiaba, de que las tragedias sucesivas se repetían y de que la situación política era asfixiante. Se dedicó a trabajar dando talleres para Renata, la Red Nacional de Talleres Literarios, fungió como anfitrión en un taller de escritura que organizó en su propia casa, y mandó la novela a un premio en España, sin saber que, seis meses después, se sentaría con el jurado, presidido por el editor Jorge Herralde, en Barcelona, ciudad en la que había vivido hacía ya diez años y donde escribió o comenzó a escribir sus cuentos publicados en Editorial Norma, Trece circos comunes y De ciertos animales tristes.

Antonio, en esa época, sentía un poco lo mismo que Cantoná: sus relaciones no funcionaban, su vida era un apacible caos. Era urbanista, arquitecto graduado de la Universidad Nacional de Colombia, venía de hacer una pasantía en el departamento del Guainía, donde vivió un año y medio y trabajaba escribiendo ensayos sobre Bogotá, una ciudad que terminaría sus días llena de cicatrices. De ahí se fue a Barcelona, luego a México, de México volvió a Colombia. Escribió Zanahorias voladoras, sobre aquella vida que llevaban muchos de los personajes que se cruzó en las noches del Rabal; colombianos como él, desesperados, a veces, como él. Después se fue a Iowa, a un prestigioso taller literario, conoció a su mujer, y volvió a irse, esta vez a Palestina.

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La aventura del falso Pedro Akira es la posibilidad de torcerle el cuello al cisne para producir una novela hilarante y triste, paródica, muy bien escrita. Trabajó mucho en lenguaje, en conseguir un estilo que, siendo irónico, no caricaturiza. El lector atento sabrá que lo que tiene entre las manos es una novela. Y que sus leyes son las de la ficción. Y que las desventuras, los amores, la violencia, los crímenes, le pertenecen a un universo creado por un autor que ya hace años decidió buscar un lugar desde el cual contar y decir sus historias. Un tipo dedicado, buen lector, nieto de un librero austriaco, hijo de un arquitecto, hermano de dos hermanas; un hijo de su tiempo, siempre incómodo con lo que pasa, con lo que sigue pasando, en fin, un escritor de verdad. Alguien honesto que se le juega a producir un artefacto llamado libro para poder hablar de esa incomodidad. Para que algo cambie, en él por lo menos. Para que el Pitismo no sea la voz cantante en un país acostumbrado al horror y a los reinados, a los desplazados y a las masacres, a las fotos sociales en donde unos y otros chocan sus vasos de whisky riéndose de los demás, de gente como Cantoná, ese gordo que padecerá una aventura extrañísima en las casi trescientas páginas de una gran novela.

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Ya pasó la espuma del premio. Ya salió en el diario El Mundo, de Madrid, que un escritor venezolano había ganado el Premio Herralde con una parodia sobre el gobierno de Hugo Chávez. Es nuestro Tiempo. Es este Mundo, piensa Antonio. Es el País y Wikileaks. Por eso alista maletas de nuevo. En todo caso en Miranda, pienso cuando nos despedimos, es difícil vivir y ejercer el oficio más bello del mundo: escribir libros que valen su peso en oro en su librería de confianza para que casi nadie los lea.

Por Juan David Correa Ulloa / Especial para El Espectador

 

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