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Catalina Botero

Siempre he creído que el dicho “uno no es buen juez de sí mismo” se puede extender a las personas de nuestros afectos y que, por eso, tampoco somos buenos jueces de nuestros amigos.

Mauricio García Villegas / Especial para El Espectador
06 de diciembre de 2008 - 10:00 p. m.

Al escribir estas líneas sobre Catalina Botero, que es mi amiga y a quien conozco desde hace muchos años, desatiendo esa sabia advertencia y me consuelo pensando que no soy el primero que hace este tipo de ejercicio y que a otros no les ha salido tan mal.

Lo primero que quiero decir es que cuando conocí a Catalina tuve la impresión de haber encontrado a una de esas personas que parecen bendecidas por la naturaleza y por la sociedad: nació en el seno de una familia llena de virtudes y sin preocupaciones económicas. Sus padres la colmaron de amor, le dieron los mejores consejos y le brindaron la mejor educación posible y, además, como si todo esto fuera poco, la jovencita resultó siendo hermosa e inteligente.

Con semejante capital humano, tempranamente adquirido, Catalina habría podido dejarse llevar por el impulso y conseguir un éxito fácil en el mundo de los negocios o en el ejercicio profesional. Sin embargo, en lugar de optar por ese camino predestinado, Catalina sintió, desde muy joven, que su vocación estaba en otra parte: en la defensa de los derechos de las personas que no tuvieron la suerte que a ella le correspondió.

La pasión de Catalina por los derechos empezó en la política y es allí, a mi juicio, donde ella mejor da muestra de sus talentos y de sus pasiones. Al menos eso sucedió cuando se convirtió en una de las líderes estudiantiles de la Séptima Papeleta, el movimiento que dio lugar la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Ese grupo de estudiantes era ejemplarmente pluralista, no sólo por su composición de género, sino por su conformación inter-universitaria. Algo nunca antes visto en el país: gente de la Nacional, del Rosario, de la de Antioquia, de la del Valle, de la Sabana, todos juntos, ricos y pobres, de izquierda y de derecha, piadosos y ateos, unidos por una sola causa: mejorar el país.

Fue allí, en los auditorios improvisados de esas universidades, donde Catalina descubrió que poseía un talento especial para sintonizarse con las aspiraciones de la gente, para decirles las cosas como ellos las querían oír y para convencerles de que se movilizaran en beneficio de una causa. No obstante, a pesar de tener ese talento, Catalina siempre tuvo muy claro que no tenía ningún futuro en ese mundillo de componendas y artimañas.

Entonces vino la pasión por el derecho. Eso fue después, cuando trabajó como magistrada auxiliar de Ciro Angarita, un profesor de la Universidad de los Andes que fue nombrado en la primera tanda de magistrados de la Corte. Angarita, quien murió hace unos diez años, era una persona extraordinaria por el compromiso que tenía con los niños, los presos, las mujeres, los indígenas, los enfermos y en general, por las personas desvalidas. Entre Ciro y Catalina se creó un afecto profundo, fundado en la admiración recíproca, en el respeto y, sobre todo, en la convicción mutua de que la batalla por las causas justas no pierde nada de su valor cuando estas están perdidas.

Pero el derecho no es solo pasión. También tiene mucho de argumentación razonable. En esto Catalina tampoco se queda atrás. Sus estudios en el Centro de Estudios Constitucionales de Madrid y, sobre todo su trabajo con Eduardo Cifuentes en la Corte y luego en la Defensoría del Pueblo, le sirvieron para conocer a fondo la técnica jurídica y la importancia que tiene el rigor de la argumentación en la defensa de los derechos. Cifuentes le dio a Catalina las riendas para someter, dominar y llevar a buen término, esa pasión jurídica que cultivó con Ciro Angarita.

Hace pocos meses Catalina fue elegida Relatora Especial para la Libertad de Expresión en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington. Es sin duda un cargo de enorme importancia para la libertad de prensa en Colombia y en el continente. Estoy seguro de que Catalina, quien ha escrito abundantemente sobre el tema, será una excelente relatora.

Sin embargo, quienes la conocemos, echamos de menos su presencia en Colombia, entre otras cosas para competir en alguna de las ternas que actualmente se conforman para elegir magistrados de la Corte Constitucional. Pero más que eso, yo lamento que Catalina nunca haya tomado la decisión de hacer política. Por desgracia, ella no es la primera, ni será la última persona brillante en este país que reconvierte su pasión política en pasión jurídica. Si en Colombia no tuviéramos una democracia tan endemoniada, probablemente tendríamos menos constitucionalistas brillantes, pero más políticos capaces y honestos. Perdería la justicia pero ganaría la democracia; eso es menos malo que lo contrario.

Libertad de prensa, derecho vulnerado

Año tras año, América Latina lidera las estadísticas relacionadas con violaciones a la libertad de prensa. Censura, presiones estatales y privadas hasta el asesinato son las formas de coartar el libre ejercicio de la prensa y la opinión.

De acuerdo con la organización Reporteros Sin Fronteras, en lo corrido de 2008 han asesinado a tres periodistas en Latinoamérica y 27 han sido encarcelados.

Además de estas cifras, son referentes para hablar de violaciones a la libertad de prensa el polémico cierre de Radio Caracas Televisión, en Venezuela, así como los constantes hostigamientos que los periodistas enfrentan en países donde el narcotráfico ha permeado la sociedad durante años. Uno de los ejemplos clásicos de esto, tristemente, es Colombia.

Hace unas semanas trascendió que Iván Piedrahíta, el entonces fiscal antiterrorismo, quien había ordenado revisar las bases de datos de cinco universidades, también dio instrucciones para intervenir los correos electrónicos de reporteros y columnistas, así como de la secretaria de Gobierno de Bogotá, Clara López Obregón.

Por Mauricio García Villegas / Especial para El Espectador

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