Madres de Soacha

Estas mujeres  que un día perdieron a sus hijos, para después encontrarlos muertos en supuestos combates a cientos de kilómetros de sus hogares, sufren las fatales consecuencias de vivir en un país en guerra.

Fernando Escobar / Especial para El Espectador
06 de diciembre de 2008 - 05:00 p. m.

En nuestro país, en el cual cada día es un torbellino de circunstancias y noticias que convocan el interés de la ciudadanía y se anuncian en cada caso como el tema del siglo, de la década, de los últimos tiempos o como la noticia del año, lo cierto es que al día siguiente se puede producir un suceso extraordinario, que anulará el evento anterior y por ende, se hace muy difícil señalar cuál será la noticia del 2008 y el personaje de la calenda.

Todos identificamos personalidades que llenaron con su nombre e imagen las primeras planas elaboradas en rotativas. Se tomaron los encabezados de la televisión y la radio y el diálogo cotidiano de nuestros ciudadanos, en el trabajo, la calle, el café y la intimidad del hogar. Pero, ¿quién será el personaje del año?

Definir el asunto no es tarea fácil, ni pacífica, reservada por autoridad a los expertos que tienen la responsabilidad de “tomar el pulso” a la nación todos los días. Sin embargo, he sido objeto de una gentil y generosa invitación que no quiero rechazar y compartiré con ustedes mi impresión al respecto, aunque bien puede tildarse la propuesta de marginal, como es apenas obvio. Disculpas anticipadas.

En el país de la guerra de los 50 años, de la reelección, de la impresionante liberación de algunos secuestrados, de los grandes golpes a la insurgencia, de una “maravilla” moderna de la economía (“las pirámides”), de los permanentes escándalos de la política (parapolítica, farcpolítica, yidispolítica, dmgpolítica), de las tensiones con los vecinos de la región, del tratado de libre comercio TLC que no es aún Tratado, hay quienes consideramos que el personaje del año son las madres de Soacha.

Nos referimos a las progenitoras de los jóvenes desaparecidos en ese municipio, que fueron reportados por el Ejército muertos en municipios de Santander y Norte de Santander —veredas de Ocaña y Cimitarra—, como integrantes de grupos irregulares, en lo que se denominó posteriormente como falsos positivos y a la postre se ha convertido en una desafortunada situación para la Fuerza Pública, que no fue denunciada en estos términos por las madres ni la Personería Municipal de Soacha, quienes apenas nos ocupábamos de indagar por la suerte de unos jóvenes y advertir sobre el riesgo de reclutamiento, sin señalar responsables institucionales.

Estas dolidas mujeres no solamente están asociadas hoy ampliamente en la opinión pública con estos eventos, sino que también han puesto de manifiesto una realidad compleja que se advierte con alguna dificultad, respecto de la urbanización del conflicto en Colombia, a través de jóvenes humildes de las mismas goteras de Bogotá, vinculados así a los nefastos efectos de la marginalidad.


Además, a través de sus historias, conocemos de la violación sistemática de los derechos humanos que acontece cada día, mediante la principal infractora a las garantías fundamentales en nuestro país: la pobreza, que ataca sin piedad a los más humildes, que les priva de educación, salud, vivienda, agua potable, saneamiento básico, trabajo; que mina la dignidad y la confianza de nuestros compatriotas y los hace menos Colombianos, menos integrantes de nuestro Estado Social de Derecho.

En las historias de Ana Delia Páez, Jacqueline Castillo, Edilma Vargas, Esneda Rodríguez, Idalí Garcera, Carmenza, María Edilia, Flor Hernández, María Ubilerma, Blanca Monroy, Luz Edilia Palacios, Carmenza Gómez, del propio Milciades Castro, y los demás familiares, advertimos lo difícil que es construir un proyecto de vida digna para los humildes. Lo complejo que resulta ofrecer un futuro viable para nuestros jóvenes en el cual puedan competir, dentro de la legalidad, por los fines sociales. Estas sorprendentes personas representan al inmenso contingente de colombianos honestos, trabajadores, cumplidores de las normas y respetuosos de las instituciones que se sienten auténticamente nacionales, así no estén más allá de las fronteras y nunca lo hayan estado.

Estas madres de Soacha y también padres, porque los hay, que sufren en silencio y a puerta cerrada, sorprenden por su valor y su tenacidad; por la confianza con que se levantan cada día para seguir la lucha y obtener lo que merecen sus familias para consolidar una economía básica.

En un trabajo con líderes de barrios subnormales adelantado hace algunos años pregunté por las prioridades para el desarrollo personal y comunitario y encontré una respuesta categórica: que todo empezaba en la educación para adultos y, primordialmente, para los niños, reconociendo que es una herramienta fundamental para obtener el bienestar y derrotar la reproducción intergeneracional de la pobreza.

Nuestras comunidades asumen que la situación puede mejorar: que se requiere ayuda estatal en muchos frentes, especialmente en educación, para generar oportunidades y que están haciendo lo que les es exigible, esperando una respuesta de la sociedad y del Estado.

En las madres de Soacha se encuentran las historias de nación que nos hacen confiar en construir un país. En frente de tanta dificultad se advierte fe. Se trata del talento humano que permite, frente a tantos eventos desafortunados, continuar la ruta común y preguntarnos, con más expectativa que desesperanza: “¿Y después de esta noticia tan mala, qué más vendrá?”

Por Fernando Escobar / Especial para El Espectador

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