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La custodia más grande de Colombia

Mide 15 metros y fue elaborada en 1902 con las joyas y el bronce donado por señoras bogotanas. Se levanta sobre una torre de 60 metros de la iglesia Del Voto Nacional, en pleno centro de Bogotá.

El Espectador
16 de diciembre de 2012 - 04:43 p. m.
La custodia más grande de Colombia

Año de 1902, en plena guerra de los Mil Días. En los Chancos, cerca de Buga; o en Rionegro, en Antioquia, las batallas entre el ejército conservador y las milicias liberales cubren de sangre y muerte el territorio nacional. Ya a nadie parece importarle quién gane o pierda, con tal de que se acabe. Un afán de paz llena todas las almas.

La población civil, cansada de la terrible tragedia, se pone de acuerdo con su iglesia y juntos deciden construir un templo enorme, dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, pidiéndole a él que deje caer sobre Colombia el milagro de la paz.

Todo debe ser grande en la inmensa iglesia, cuyo arquitecto final, Julián Lombana, habría de concluir su labor en 1913. Desde los ocho altares dedicados a las ocho provincias colombianas de entonces, pasando por el gigantesco Cristo del altar mayor, todo en bronce, mármol y madera (construido en España), hasta las dos cúpulas, la trasera de 75 metros, una de las más altas de América- deben reflejar el gigantismo y la majestad del templo.

Por ello, se piensa en construir una custodia acorde al tamaño y al estilo de la iglesia consagrada al Sagrado Corazón.

No es cualquier tarea. Los sacerdotes piden a su feligresía la donación de todos los objetos de bronce posibles. Las señoras bogotanas comandan esta teletón piadosa. Todo mundo colabora y de sus casas salen las bandejas, los platos, las cucharas, las campanas y adornos en bronce.

Cuando se cree tener cantidad suficiente se reúne todo y se entrega al maestro, Brando, el prestigioso fabricante de imágenes religiosas, el de la carrera sexta atrás de la catedral, quien de inmediato funde el metal y modela en el bronce hirviente la enorme custodia. No fue fácil. Las especificaciones mostraban un círculo metálico erizado en "rayos de luz" que medía aproximadamente tres metros de circunferencia. Y bajo él, una base grabada en alto relieve que servía para sostener la gigantesca rotonda.

Cuando termina, la custodia mide 15 metros de altura y casi tres metros de ancho. En el centro, se coloca la hostia consagrada. Por su tamaño se decide ponerla donde está hasta ahora: en todo lo alto de la segunda torre -la que mide 75 metros- donde se entroniza y se fija.

Muy pocas personas saben que en ese sitio -calle 10 con carrera 15- de Bogotá, se encuentra la custodia más grande del mundo. Tampoco saben que es una custodia consagrada y por lo tanto tiene la categoría de Santísimo Sacramento, sacralizando así todo su entorno y convirtiendo la torre en un lugar de culto devoto.

La cúpula de la iglesia, bajo la custodia gigante, era originalmente de tres colores: amarillo, azul y rojo. Para ello no se utilizaron tejas comunes sino bloques especiales, gruesos, en forma de láminas.

Y la paz llegó, apenas cuatro meses después de la consagración del templo: el 22 de junio de 1902 se firmó el Tratado de Wisconsin que acabó oficialmente con la confrontación.

Señala el sacerdote que era tan grande este deseo de paz al construir la iglesia, que sus  arquitectos escribieron en 103 sitios diferentes del templo la palabra PAX, en latín.

Las autoridades religiosas consideraron como un milagro el que apenas a cuatro meses de la consagración del templo se acabara la guerra.

Según el padre Morales, Colombia atraviesa una situación similar a la que vivíamos en 1902, con una guerra, en este caso no declarada.

"En los últimos años nos hemos olvidado de Dios -señala el padre Leoncio-, hasta quitamos su nombre de la Constitución Nacional y por eso es que estamos como estamos".

El sacerdote propende para que este año, cuando se está cumpliendo un siglo de la consagración de Colombia al Sagrado Corazón de Jesús, "volvamos a rogar por la paz, con la misma devoción y fe con que se hizo en 1902", pidiéndole al Señor que nos repita el milagro.

Por El Espectador

 

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