El Desencantado De La Eternidad

LAS FIESTAS CHOCOANAS DE SAN PACHO, homenaje a San Francisco de Asís, acaban de ser declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Publicamos un fragmento de la única novela (editada por El Camello Sonámbulo) que se ha escrito inspirada en esta tradición religiosa.

Alfonso Carvajal
22 de diciembre de 2012 - 09:00 p. m.
Ilustración:  CARLOS ALBERTO  CASTRO GAITÁN
Ilustración: CARLOS ALBERTO CASTRO GAITÁN

Permanecer mucho tiempo en la muerte da ganas de soñar.

San Francisco llegó a Quibdó una noche bañada por los vientos profundos del río Atrato. Un olor, como cuando se cambia bruscamente de clima, dulcificó sus sentidos. Un olor a almizcle, a caña de azúcar, destapó sus poros resecos por la inmovilidad de los años. Tomó en sus manos su aureola adornada de espinas, que en la tierra adquirió un peso mayor, y la arrojó a las apacibles aguas sintiendo alivio.

Una pequeña barba roja le cubría el rostro como una herradura. Su frente amplia relució en la noche como el casco de un navío emergiendo victorioso de la tempestad. La ciudad tenía una fachada de pueblo y una húmeda temperatura febril le daba un aspecto espiritual, que no había previsto en su vida, ni posteriormente en su larga muerte.

Una arquitectura desordenada, hecha con los machetazos inconfundibles de la pobreza: viejas casas de madera, desgajándose tibias en la oscuridad, y algunos edificios modernos, era el espectáculo que veían sus ojos de recién despierto.

Una frase, unas palabras ligadas por el azar, lo habían devuelto al mundo de los vivos: “San Pacho es un bacán”; mundo que estuvo lejos de sus recuerdos hasta que un ángel negro, amante de las palabras y la perturbación, le contó la historia durante un desayuno casual, donde los espíritus errantes de Dios encuentran un momento para comunicarse. Diálogos eventuales para no extraviar el uso del lenguaje y la conciencia, que en la muerte son innecesarios porque la existencia trasiega perenne como ideas puras, sucesivas y vacías de eternidad.

El vecino del cielo le relató que a principios del siglo XVI, el día exacto era un misterio, los conquistadores españoles y los misioneros franciscanos entraron quinientos años después de su muerte, la imagen de él (imagen que la religión fue transformando en un símbolo de sufrimiento, pureza y bondad), a través del río Atrato, y fundaron a San Francisco de Quibdó.

Los dueños del lugar, los aborígenes que habitaban estas tierras, maliciosos y fervientes creyentes en sus dioses sin rostros humanos: el sol, la luna, las fieras, ignoraron aquella estatuilla sostenida como una divinidad por los misioneros franciscanos.

Los otros hombres que llegaron siglos después por un macabro destino a estas selvas remotas, negros cimarrones y atletas de la adversidad, adoraron de inmediato esa faz melancólica y de ojos dolorosamente bellos, y lo bautizaron San Pacho. Con el tiempo la veneración religiosa se convirtió en un extraño ritual de la carne. La raíz africana brotó en ese pedazo verde de la naturaleza suramericana, y nació una fiesta anual llamada San Pacho, que  permitiría un escape a la desolación y a las tribulaciones de una raza perseguida por la mentalidad perversa de la historia. Un grito de libertad y sensualidad. El culto de un lenguaje corporal: un canto al señor de las chirimías.

La noche estaba serena. Francisco caminó por el solitario malecón y al otro lado del río distinguió un titilante pesebre: era el caserío de Bahía Solano. Luego vio una gigantesca mole gris, imponente en el silencio de la noche: la Catedral San Francisco de Asís. Cierto espasmo de narcisismo recorrió su antigua columna vertebral. Divisó sus torres y la gran puerta de chocolate, y el reloj, detenido mecánico en una hora ancestral.

—Paisa, regáleme unos pesos por amor a Dios —le dijo la voz que salía de la penumbra. Una voz de mujer ronca, asfixiada.

San Francisco se acercó y observó a una anciana con un trapo blanco en la cabeza y una muleta sosteniendo la locura. Era Ana Lucía, cómplice del prócer César Conto, que tiene su sitio, nicho de piedra, en la esquina del Parque Centenario mirando hacia el occidente.

—De allá vienen ustedes los paisas —afirmó la mujer y señaló el horizonte imaginario, una latitud borrosa escondida detrás de la cordillera. Perturbado (aun no acababa de llegar), por las aseveraciones de la mujer, en un tono bíblico expresó que él venía de Italia, y que su último hogar había sido el cielo y que un inesperado azar lo trajo por estos lugares. Ana Lucía soltó una carcajada que sonrojó al santo.

Atrás quedó Ana Lucía, con la silueta erguida de un pirata miserable. A San Francisco no se le ocurrió otra cosa: escogió dormir en la Catedral. Se acomodó en una de las puertas laterales del aposento. En cierta forma, la iglesia le pertenecía, su nombre había perdurado incólume en la memoria de piedra. Le pertenecía un pedazo del mismo material de los sueños, un pedazo que no tiene contextura sino en el recuerdo.

El sonido de un piano y el candor de unas voces femeninas lo despertaron. Abrió los ojos con lentitud como si temiera amanecer en otro mundo. La misa de siete irrumpió en la mañana. Todavía no se acostumbraba al cambio de las horas. Tiempo que no estaba regido por las manecillas del reloj, sino por la unión compacta del cielo y la tierra.

Entró temeroso a la Catedral y vio a un hombre blanco, canoso y delgado; por su atuendo descubrió que era un claretiano. El padre Isaac Rodríguez lo miró con una mezcla de intimidación y de estupor. Un grupo de mujeres negras, adustas, concentradas en una seriedad providencial, entonó un ritmo vocal que sedujo sus oídos del siglo XII.

Se sentó en la primera banca y advirtió desolado que su presencia era inadvertida por los feligreses. Recordó los ojos escrutadores de Ana Lucía y del padre Isaac, y prefirió olvidar el asunto. Todavía no creía su odisea, pensó en darle más tiempo al tiempo para clarificar si se hallaba en un sueño o en una realidad que superaba cualquier hipótesis.

Por el portón principal, como un cañonazo solemne y pacífico entró un coro angelical, suave tropel de ángeles negros. Un puñado de hombres y mujeres llevaba  alegre, a cuestas, a un pequeño santo, San Pachito. La réplica, idéntica a otras, repetición del mito, fue colocada en el altar. Francisco pasó los dedos temblorosos por sus ojos. No lo podía creer. Ahí estaba, su pequeño doble como un príncipe sin trono esculpido en la madera. Según la tradición permanecería todo el día en la Catedral: dormiría, soñaría y al día siguiente, después de la vigilia estática de la noche, un nuevo San Pachito, otra de sus personalidades, de otro barrio, de otra porción de patria del universo, ocuparía su lugar. Era la ley transgresora y alegórica de las fiestas de San Pacho.

Se agarró la sotana por la cintura para comprobar si estaba vivo, gesto ridículo pero sobrenatural, o si soñaba delirante en algún rincón perdido del cielo. Se levantó con la pesadez del asombro y el padre Isaac le envió desde la distancia una bendición, conjuro paralítico de las manos religiosas. Asistió hasta el fin de la ceremonia, extraña a sus apetitos celestiales, pero muy cercana al estallido momentáneo de su piel.

Los hombres cargaron el San Pachito, como si arrastraran la salvación instantánea de sus deseos. Acompañados de una música melancólica y espiritual abandonaron la Catedral.

En la calle un carro destartalado llevaba un pequeño faraón, y a su alrededor tres ancianas vestidas con faldas multicolores bailaban al son de las chirimías. El faraón era Vicente Díaz, emérito funcionario público, que apenas medía un metro treinta centímetros de estatura. Después de mirar al pueblo con solemnidad africana, comenzó a leer el pergamino que anunciaba el inicio de  San Pacho. La proclama prohibía que se fueran el agua y la luz, en una ciudad sedienta de servicios públicos. Además se encarcelaría a los revoltosos hasta que el gobierno construyera el canal Atrato-Truandó. Es decir, se les condenaría a cadena perpetua. 

Las últimas palabras de Vicente Díaz dominarían esas extrañas fiestas religiosas: “Pueblo de Quibdó, vamos  al corrinche general...”.

La caravana del bullerengue partió rítmica. San Francisco la siguió, imantado, hasta el barrio Kennedy, barrio memorable de polvo y pobreza juntos. Suburbio ardiente de la selva. La polvareda como un humo inofensivo se enderezaba en las calles y se escurría en el horizonte. Las sonrisas de las poderosas dentaduras blancas de los niños colorearon esa mañana inédita. Era el bautizo premonitorio de un futuro incierto.

“Hermano sol alumbras y abres el día, eres bello de dicha y tu esplendor lleva por los cielos crónicas de tu autor”, exclamó ensimismado, parodiando la recuperación de su individualidad.

Esa nueva vida, ese fulgor avasallándolo, acaloró el corazón del santo de Asís. Esa negrura venturosa que le producía aquella remota ciudad, construida con parches de madera y de música de carnaval, de humildes cantores, le permitía volver a sentir el encanto fugaz y luminoso de la existencia. Sonrió entre la multitud como si fuera la primera vez, y una lágrima milenaria, fatigada de no ser, cayó en la calle natural y destapada que pisaba su desbordada alegría. 

* Novelista, cuentista y poeta, director editorial de Ediciones B en Colombia. Ha publicado los libros ‘Memoria de la noche’, ‘Un minuto de silencio’, ‘Los poetas malditos, un ensayo libre de culpa’,  ‘Pequeños crímenes de amor’ y ‘Hábitos Nocturnos’.

Por Alfonso Carvajal

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar