El drama de las mulas colombianas en Hong Kong

Por transportar droga, cerca de 50 nacionales pagan largas condenas en las prisiones de esta región. Un colombiano radicado en Suiza visitó a los reclusos, conoció sus historias y su lucha a favor de la repatriación.

Enrique Patiño / Especial para El Espectador
20 de octubre de 2014 - 06:53 a. m.
La prisión de alta seguridad Stanley, situada en el pueblo de pescadores del mismo nombre. / EPA
La prisión de alta seguridad Stanley, situada en el pueblo de pescadores del mismo nombre. / EPA
Foto: EPA - JEROME FAVRE

Leyó desde Zúrich (Suiza) un artículo sobre las nuevas rutas para el transporte y venta de la droga de los colombianos y le sorprendió que la promesa de ganar $22 millones por viaje hubiera generado decenas de incautos capturados en Hong Kong.

Vladimir Patiño trabajaba en el negocio de las aerolíneas en Suiza e iba a Hong Kong con asiduidad. Ya la conocía bien como turista, así que decidió cambiar el plan y visitar tantos reclusos como pudiera en su siguiente viaje. La idea era conocer mejor las historias de cada uno de ellos y las razones que los motivaron a dar este paso.

Primero tuvo que leer. Así se enteró de que cada colombiano contactado para viajar a esta región autónoma de China y ex colonia británica suele pasar —si toma la ruta más rápida— unas 24 horas a bordo de un avión y en trasbordos. Pero la ruta preferida por las mulas no es la más rápida: su pesadilla tarda unas 34 horas si todos los vuelos salen a tiempo. O más, si se considera desde el momento en que tienen que tragarse la droga hasta el momento en que la evacúan.

Los que se embarcan en este viaje conocen el riesgo de morir si se revienta algunas de las bolsas que llevan en el estómago o de ser arrestados si son descubiertos. Lo que no saben es que las autoridades conocen las rutas y las mafias deciden delatar al que menor cantidad tiene, para que lo capturen y pasen otros con mayores cuantías. Vladimir averigua que en Hong Kong hay cerca de 50 colombianos detenidos, sin incluir a los que están en China, bajo condiciones mucho más difíciles, pues allí se corre el riesgo de pena de muerte.

Entonces viaja. Con permisos especiales accede a las cárceles y al primero que se encuentra, un poco a la suerte, es a Marino Torres, un caleño de 60 años, quien dice haber “vivido la vida como una tortura”. Narra que lo capturaron en la zona de tránsito del aeropuerto, a solo unos pasos de “coronar la puerta de salida”. Como no le encontraron nada con los rayos X, fue llevado al hospital Queen Elizabeth para hacerle un examen más profundo. Marino lo describe sin retórica: “Me metieron el dedo” para ver si tenía algo en el intestino.

Tras un fuerte laxante, expulsó todo lo que llevaba. Permaneció tres días esposado a la cama en el hospital, privado de toda alimentación y luego fue trasladado a una prisión de máxima seguridad con criminales de grueso prontuario, a la espera de sentencia. Su espera duró un año.

Marino está encarcelado en Lai Chi Kok, un lugar en las afueras del Hong Kong turístico, donde ningún turista suele llegar. Este centro de reclusión tiene condiciones estrictas de visita: un visitante solo puede encontrarse con máximo dos detenidos al día por un máximo de 15 minutos cada uno. Las visitas son permitidas de 9:00 a.m. a 12:00 m.

Ese mismo día, en los 15 minutos siguientes, conoció a Juan Francisco*, un joven de actitud inocente que espera sentencia por el transporte de dos kilos de cocaína, y quien aceptó el viaje para “arreglarse la cola”. Ahora sufre, a sus 23 años, por la falta de la medicina que tiene que tomarse diariamente para que la silicona líquida que le inyectaron en las nalgas durante una primera operación no se le baje a las piernas. “Cuando salga de aquí, tendré unos 30 años y comenzaré otra vida”, asegura. Lo que no sabe es que en Hong Kong se condena según la cantidad y pureza de la droga transportada. En su caso, serán más de 10 años.

La fortuna de Vladimir para poder hablar con los reclusos se dio gracias a Natalia, una antioqueña que reside en Hong Kong desde hace año y medio porque quiere estar cerca de su esposo, detenido en la prisión Stanley, de alta seguridad. Natalia le sirvió de guía y le presentó las personas dispuestas a hablar.

El acceso es arduo. Además de rellenar un formulario extenso, se debe esperar 20 minutos. Se pasa por un control donde verifican que los datos del pasaporte sean los mismos que en el formulario.

De ahí se accede a una sala donde hay que esperar entre 30 minutos y una hora. En ese punto se entregan las pocas cosas que se permite llevarles a los detenidos: libros de pasta blanda, cigarrillos de ciertas marcas, radios, toallas, bolígrafos, bloques de papel para cartas, cepillos de dientes, colores, tarjetas telefónicas para llamar (pueden llamar 10 minutos cada tres meses).

Finalmente se cruza un pasillo de 10 metros de largo por 2 de ancho. Allí se da el encuentro por tan solo 15 minutos.

Así, Vladimir conoció a Marino. En ese corto lapso, le narró que había viajado desde Cali, a través de São Paulo, Doha, Qatar y Hong Kong, con 30 cápsulas de droga líquida en su estómago. Tenía pensado, con la plata que le entregarían en Hong Kong, comprar mercancía para vender en el almacén de Sanandresito que tenía, y pagar sus deudas de $16 millones . Ahora, este abuelo de dos niños y padre de cinco, tiene problemas con los ojos, meniscos y dentadura. Su fecha de salida de prisión está lejana: febrero de 2022.

Algo similar se vive en la prisión de Stanley, situada en el pueblo de pescadores del mismo nombre. Hay que contar con aproximadamente una hora de viaje si se sale de Tsim Tsa Tsui. El tiempo de visita está limitado a 30 minutos y se pueden realizar dos visitas al mes por persona. Se permite el ingreso de pocas cosas, excesivamente bien controladas. Entre lo más apreciado están los libros, que no pueden tener dedicatorias.

Lucho, de 29 años, llevaba 800 gramos de droga de alta pureza y hoy espera sentencia. Oriundo de Pereira, había vivido en Hong Kong un año antes de regresar. Cayó porque le hizo un favor a una amiga de recoger una maleta, dice. Al llegar a la habitación, la persona que le entregaba el equipaje lo obligó a tocarla. En el momento en que lo hizo, la policía, que ya lo esperaba, lo detuvo. Dice ser inocente, pero luego de oír diferentes historias de lado y lado, al igual que de su abogado, quiere declararse culpable para reducir la sentencia. Ya han pasado más de 14 meses desde el incidente.

Los presos que ya han sido sentenciados pueden ganar dinero trabajando cuatro horas diarias y ayudar a sus familias. También pueden comprar alimentos, estudiar (hacer un curso de inglés cuesta unos $200.000) o ahorrar para cuando salgan.

Todos sueñan con la repatriación, aun a sabiendas de las condiciones carcelarias en Colombia, pero lo prefieren porque añoran su comida, poderse comunicar en su idioma y ver a sus familias. Pero falta aún que el gobierno firme un acuerdo de extradición con Hong Kong. La solicitud está depositada en la Cancillería y la congresista Alexandra Moreno Piraquive está a cargo de este dossier.

Mientras tanto, las familias de los detenidos han formado grupos para presionar al Gobierno. En Facebook, dos grupos, Repatriación de colombianos detenidos en China y Sí a la repatriación de colombianos, envían las cartas de los presos y presionan para que se solucione su situación de aislamiento.

El presidente Juan Manuel Santos afirmó, en su campaña política, que tras su reelección firmaría los acuerdos para la repatriación de los connacionales detenidos en el extranjero. Mientras tanto, esperan. No pueden hacer más: esperan a que dos veces al mes, durante 15 minutos, alguien los visite. O que un libro en español les alivie la profunda tristeza que a todos los habita.

Por Enrique Patiño / Especial para El Espectador

 

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