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El niño que decide como adulto

JAMES RODRÍGUEZ mira el futuro con vehemencia: quiere, algún día, conseguir el Balón de Oro al mejor jugador del mundo. Razones y logros tiene el volante de 21 años para decirlo.

Juan Diego Ramírez Carvajal
03 de enero de 2013 - 04:11 p. m.
/AFP
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James Rodríguez no dejó cabo suelto en su camino. Su preparación fue tan rigurosa, que sugirió el sacrificio de una infancia corriente. De niño, cada tanto visitaba con su madre Pilar una cancha de tierra cerca de su casa, en el barrio Arca Paraíso de Ibagué. Allí entrenaba el Cooperamos Tolima, equipo extinto de la tercera división que dirigía entonces Jorge Luis Bernal.

Un niño de dos años, con el pelo rubio que le caía hasta la mitad de la frente, alcanzaba al grupo en los calentamientos e imitaba los movimientos de los grandes. Desde entonces puso los ojos en el fútbol. Más adelante llegaba del colegio El Tolimense, escogía un balón y pasaba a la casa de enfrente de doña Betty a tomar gaseosa y a ver la serie animada de fútbol Súper Campeones, porque le llamaba la atención el protagonista, que curiosamente jugaba con la camiseta número 10, la que luego sería suya por siempre.

A esa pasión por el fútbol le añadió una alta dosis de disciplina que se complementó con esa costumbre de no digerir la derrota. “A veces jugamos pinpón, y si va perdiendo toca dejarlo ganar. Si no se pone furioso”, dice su hermana menor, Juana Valentina. Esa repulsión por caer produjo en él una perseverancia que alimentó desde que empezó en la academia Tolimense y luego en Envigado.

Ómar Suárez, seis años futbolista profesional y hace ocho técnico de las divisiones menores de ese club, lo entrenaba por las tardes en sesiones especializadas de tiros libres, porque las prácticas colectivas con los de su edad le parecían insuficientes. Suárez, quien recibía $100 mil mensuales por la labor, pulía su pie izquierdo y entrenaba un verdugo de arcos, a quien vería debutar a los 14 años en el equipo profesional dirigido por Nelson Gallego.

Gracias a su obsesión se volvió incluso tolerante al dolor. En febrero de 2009, cuando ya militaba en Banfield de Argentina siendo menor de edad, James Rodríguez se lastimó su tobillo y le diagnosticaron esguince. El volante se infiltró durante cinco partidos y al ver pocas mejorías, los médicos volvieron a practicarle una resonancia. El resultado fue escalofriante: nunca fue esguince, sino una rotura de ligamentos que en esos juegos se cosieron solos. El técnico Julio Falcionni se convenció de sus facultades.

Por eso James se ganó la titularidad del equipo con el que lograría el título del Apertura argentino 2009, por eso sedujo al Porto de Portugal, que lo fichó y además le instauró una cláusula de rescisión de US$60 millones para retenerlo. En ese club ya lo ganó todo: la Europa League, la Liga, Copa y Supercopa de Portugal. Sólo le resta la Champions League. Además, acumula 25 goles y su valor en el mercado está tasado en unos 18 millones de euros.

Y esos logros no han sido espontáneos. Son consecuencia de la disciplina que asumió desde niño y mantuvo hasta ahora. A pesar de sus 21 años toma decisiones de curtido en el fútbol, así como en la vida. Hace unos meses inauguró Ancora Violeta, un restaurante de comida de mar en el sector turístico de Matosinhos en Porto. Su palmarés gerencial también lo integra la Fundación Colombia Somos Todos, para niños de escasos recursos en Ibagué. Hace dos años se casó con Daniela Ospina.

Por ese delirio de adulto precoz, a James Rodríguez lo obsesiona tanto el futuro. Piensa estudiar ingeniería de sistemas y asegurar un oficio tras el retiro. Antes deberá darles la razón a quienes lo comparan con Carlos El Pibe Valderrama, clasificar al país a al menos un Mundial, ser el mejor escudero de Falcao en la selección, jugar en un club histórico (ya lo pretende con insistencia el Manchester United) y, si los cálculos no le fallan, ganar el Balón de Oro al mejor jugador del mundo que tanto lo obsesiona.

Por Juan Diego Ramírez Carvajal

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