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La escuela de los frailejones

“Hay gustos y hábitos que se adquieren desde la más tierna infancia, y para mí uno de los recuerdos más claros es salir a caminar al monte con mi papá, mi abuelo y el resto de la familia.

Redacción Vivir
21 de septiembre de 2014 - 02:00 a. m.
Alejandra de Vengoechea.
Alejandra de Vengoechea.

Siendo muy niño, recuerdo muchas mañanas de sábado en las que, muy temprano, la mayoría de la familia Guhl subía hasta el peaje de Patios, en la vía que de Bogotá conduce a La Calera, y desde allí arrancábamos a caminar, adentrándonos en el páramo.

En ese monte, que era muy especial para nosotros, había árboles en los que mi hermana y yo jugábamos, y bajo cuya sombra mi abuela o mi mamá nos contaban cuentos maravillosos. Tomábamos medias nueves entre los frailejones, y luego regresábamos a almorzar en Bogotá. En estas salidas al monte, mi papá y mi abuelo me fueron enseñando a conocer distintos tipos de frailejón y de otras plantas del páramo, y el gusto de poder interpretar el paisaje, de ver y oír las aves, y de ser consciente de la multiplicidad de relaciones entre insectos, plantas, animales y suelos que hacen posible el milagro de los páramos.

Estas primeras salidas en familia me enseñaron algo que hoy en día es invaluable para mí, y es la capacidad de observar, de poder discernir los patrones generales de un paisaje, pero también detalles específicos, y de registrar en la memoria los cambios que ocurren en distintos momentos del año, como los períodos de floración o cuando había uvas de monte o mortiño. Este maravilloso lugar dejó de ser nuestro refugio paramuno cuando el progreso y la urbanización cambiaron los páramos por casas, por allá a finales de la década de 1970.

Ese proceso de urbanización no fue el final de esa búsqueda de lugares “naturales” o con paisajes magníficos. En cada uno de los viajes que hicimos en familia, fueran estos largos recorridos por carretera hasta sitios maravillosos como San Agustín, o paseos de un día a los cerros de Sopó o a las rocas de Suesca.
Lo que sí cambió en ese momento fue que no volví a salir con mi abuelo, y mi papá se convirtió en mi principal maestro para entender cómo se articulan los procesos biofísicos con los sociales. Recuerdo cómo en muchos viajes a Villa de Leyva mi papá me explicaba que era un lugar muy seco, y que sus suelos habían sido degradados por mal uso, y cuando empezaron a aparecer las pequeñas represas que cambiaron la disponibilidad de agua en la región, fuimos juntos testigos de la transformación de la vegetación y de la agricultura en la zona del Alto Ricaurte. En San Agustín, mi papá cultivó mi interés por los habitantes del pasado y me enseñó a leer en los paisajes del Alto Magdalena las huellas pasadas de la ocupación humana.

También eran frecuentes las salidas al cerro del Santuario, en el páramo de Guasca. Todos los años íbamos con otras familias a este lugar que, según la sabiduría popular, hacía parte del rito de correr la tierra de los muiscas. Allí nos maravillábamos con la inmensidad del páramo, pero también veíamos cómo iba cambiando por incendios, ganadería y otras amenazas. En estas salidas, mi papá fue cultivando en mí la habilidad para entender un paisaje como una serie de procesos interconectados en el tiempo y en el espacio.

Cuando terminé el colegio, entré a estudiar ingeniería civil. Sin embargo, la posibilidad de irme de intercambio en la universidad me abrió la posibilidad de ver en la geografía, y sobre todo en una geografía donde la dimensión ambiental es fundamental, como una opción de vida. En la geografía descubrí cosas que me habían enseñado mi papá y mi abuelo, como la capacidad de observación, de relacionar y vincular fenómenos, y de entender procesos en el paisaje como la interacción entre naturaleza y sociedad eran el quehacer profesional. Nunca pensé que mi papá y mi abuelo, en esas salidas a los lugares maravillosos de nuestro país, me hubieran mostrado el camino que yo iba a seguir sin siquiera saberlo desde mi más tierna infancia”.

Por Redacción Vivir

 

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