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La memoria del gran payaso

Pintor, poeta en sus ratos libres, arquitecto de profesión, teatrero del alma, de la vida. El nombre de Santiago García es corto pero encierra mucho. Su nombre es un documento de las tablas en Colombia. Su nombre es arte, coraje Y sonrisas.

Mariángela Urbina Castilla
25 de septiembre de 2014 - 10:29 p. m.
La memoria del gran payaso

¿Dónde tiene la cabeza, maestro? ¿Dónde?

Tal vez se le perdió recordando Galileo Galilei, esa obra contundente, esa puesta en escena escrita por su ídolo, Bertolt Bretch. Usted la montó con el Teatro Estudio de la Universidad Nacional, del que era director. ¿Recuerda? Cómo olvidar las 40 personas o más que participaron, el estreno magnífico en el Teatro Colón de Bogotá. Sólo 10 funciones, pero fueron suficientes para que Gonzalo Arango la elogiara en la prensa y para que se quedara guardada como una pieza insigne del teatro nacional. Un montaje nunca antes visto en 1965, así lo dice Patricia Ariza, su amiga, su antigua compañera, la mamá de una de sus hijas. Distintas facultades se unieron para trabajar en la obra, la de Artes se encargó de toda la escenografía, y usted, que había estudiado arquitectura, se encargó de hacer lucir las cosas perfectas, como le gustan: con estructuras.

Luego, le arrancaron las primeras páginas del programa de mano, una a una, sin contemplaciones. Al parecer, como contó su amigo, el también dramaturgo Carlos José Reyes, la Embajada de Estados Unidos se molestó con un artículo replicado allí, escrito por el físico Joseph Oppenheimer, sobre la bomba atómica. También se indignaron con un texto que usted escribió sobre esto mismo y sobre la responsabilidad social tanto de científicos como de artistas. Dijeron que no había relación entre el montaje y esos artículos del programa que se entregaba a los asistentes antes del inicio de la función. El ejército allanó su oficina, los decomisó y luego destruyó las páginas que no les gustaron.

Eso le molestó mucho. Claro. Entonces renunció a la Universidad Nacional. Pero ya un montón de gente lo seguía; le dijeron “nos vamos con usted”, entre esos, Ariza. Con todas las herramientas de su formación usted podía hacer lo que quisiera en ese momento. Desde niño, en Puente Nacional, leía a Francisco de Quevedo y presenciaba las narraciones divertidas que contaban las empleadas de sus papás en la cocina, su papá militar, su mamá, hija de una familia de alta alcurnia. En el colegio Salesiano, cuando ya se vinieron a vivir a Bogotá, hizo fama de buen actor. Más adelante estudió arquitectura, aquí y en Europa, hasta que Rojas Pinilla trajo a Seki Sano para que formara actores necesarios en la recién llegada televisión. Y con Seki Sano usted quedó perdido de amor por el teatro y aunque pintaba muy bien, no volvió a la arquitectura. Se fue a estudiar teatro en Alemania, tuvo el honor de ser discípulo directo de Stanivlaski, estudió con la viuda de Brecht y volvió lleno de conocimiento. Así, después de su renuncia a la universidad, hizo realmente lo que se le vino en gana: formar la Casa de la Cultura, hoy Teatro La Candelaria.

Y ahí empezó a derramar coraje. Empezó a inundar a su gente de valentía e integridad. Usted los contagió a todos con las ganas de salir adelante y de seguir sobreviviendo con y del teatro en un país adverso; eso dice César Badillo, su alumno. ¿Lo recuerda? Sí, debe recordarlo porque usted no olvida a los suyos. Comieron pastas con mantequilla la fina todos los días porque no había más, porque tocaba incluso meter indigentes a la sala para completar la exigencia de los actores del grupo: que al menos tengamos 10 personas en el público. La gente no sabía de teatro. Usted, prácticamente, se inventó el teatro en Colombia. Ahora, 48 años después, La Candelaria, según Ariza, todavía “tiene un déficit económico y un superávit creativo”. Usted perdió la memoria, le llegó el alzhéimer sin alcanzar a ganarse más de un salario mínimo, en los buenos tiempos.

Y por mantener su grupo unido lo daba todo, a pesar de la falta de plata y de los problemas internos. Nora González dice que en medio de los conflictos entre los integrantes, usted aparecía para recordarles que lo más importante era el proyecto artístico, la obra. Con su ejemplo y sus palabras los mantuvo unidos. Después de eso, llegaba a su casa a mirar las estrellas con su hija Catalina, porque como ella afirma, a usted le encantan las constelaciones. Nunca lo vio triste, porque usted es un payaso, uno irreverente que cuestiona todo, un sonriente consumado al que también le encantan las sonrisas de los otros y les dice chistes a los suyos en los peores momentos: “nosotros no hacemos dinero, hacemos teatro”, repetía. Triste no, pero sí muy bravo: bravo porque un actor se le iba del grupo, porque le allanaron el teatro y lo persiguieron durante el gobierno de Turbay Ayala pues descubrieron que usted es de izquierda. Bravo, también, con los radicales de izquierda y furioso con los de derecha.

Pero sí, es cierto. Mejor no recuerde eso. Quédese en dónde está, en lo que no olvida: su teatro. Cada vez que usted pasa por La Candelaria a saludar a su grupo, todo se ilumina. Y es que aunque no los dirige hace tres años, usted es el director, siempre. También ilumina su barrio cada vez que sale por la calle y desconocidos lo detienen y le gritan: maestro, ¡que viva el maestro! Usted da la mano y hace bromas, porque lo que se le quedó de su vida, en este nuevo estado de locura, es la felicidad. Nadie como usted para tener el derecho de estar loco. Después de tanto performance y representaciones, perder la cabeza, así, es justo y necesario.

 

Por Mariángela Urbina Castilla

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