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Noticias de los extraterrestres

El hallazgo de moléculas orgánicas por la sonda Philae en el cometa 67P confirma que los elementos de los que estamos hechos se encuentran en el medio interestelar.

Juan Diego Soler /Especial para El Espectador
07 de agosto de 2015 - 03:15 a. m.

La Galaxia, escrita con mayúscula para distinguirla de todas las demás, es el conjunto de estrellas en el cual se encuentra nuestro sistema solar. Al observar el cielo nocturno, despejado y en un lugar sin luces artificiales, la Galaxia aparece como una banda de luz difusa que atraviesa el firmamento. Esta mancha luminosa de color blanco fue descrita por Claudio Ptolomeo, uno de los más grandes astrónomos de la antigua ciudad de Alejandría, como “una región tan blanca como la leche”. Es así como la Galaxia obtuvo el nombre con el que la conocemos actualmente: la Vía Láctea.

Hace apenas unos 400 años, Galileo Galilei examinó por primera vez la mancha blanca en el cielo a través de un telescopio y descubrió que estaba compuesta por innumerables estrellas. En los años posteriores a los descubrimientos de Galileo fue claro que vemos la Vía Láctea como una banda que nos rodea, porque la Galaxia tiene la forma de un disco y nosotros estamos dentro de ella.

Transcurrieron muchos años y se derramó mucha tinta en airados debates antes de que descubriéramos que la Galaxia es apenas una entre cientos de miles de millones de galaxias en el universo observable. La naturaleza se convirtió una vez más en el juez de los debates de los hombres cuando la observaciones de Edwin Hubble en 1922 y 1923 probaron de manera concluyente que el universo se extiende mucho más allá de los límites de la Vía Láctea.

Pero las estrellas que descubrió Galileo son apenas una parte del complejo ecosistema de la Galaxia. Las estrellas están sumergidas en un mar de gas, polvo, campos magnéticos y partículas cargadas que se mueven a grandes velocidades y se conocen como rayos cósmicos. Para estándares terrestres, este mar de materia, conocido por los astrónomos como el medio interestelar, es realmente tenue y mucho más cercano a las condiciones de alto vacío en un laboratorio que al aire en nuestra atmósfera.

Las estrellas se forman del material disponible en este mar de materia. Este mar de materia, lejos de ser un lugar tranquilo y homogéneo en el espacio, está expuesto a violentas explosiones y a intensas fuentes de luz que causan grandes contrastes de densidad y de temperatura. Solamente algunos lugares, muy densos y fríos, tienen las condiciones adecuadas para que se formen nuevas estrellas. En estos lugares especiales el gas comienza a colapsar bajo su propio peso, produciendo presiones muy altas que favorecen reacciones termonucleares que convierten hidrógeno y helio en otros elementos más pesados y a la vez producen grandes cantidades de luz y energía.

Gran cantidad del material que compone una estrella vuelve al medio interestelar. Muchas estrellas despiden grandes cantidades de materia en poderosos vientos estelares. Otras, las más masivas, terminan sus vidas en violentas explosiones termonucleares producidas por la inestabilidad de sus núcleos, las llamadas supernovas. En ambos casos, el medio interestelar se enriquece con el material de las estrellas, que contribuye a la formación de nuevas regiones frías y densas en las que se formarán nuevas generaciones de estrellas. En términos astronómicos, no hace mucho tiempo los átomos que lo componen a usted, a mí y a las páginas de El Espectador se estaban ensamblando en el interior de una estrella.

El resultado del ciclo de vida de las estrellas es el continuo reciclaje de la materia que compone la Galaxia. Estudiar las reacciones termonucleares en el interior de las estrellas es una forma de estudiar directamente los elementos que componen la Vía Láctea y el universo. Esto lo sabían bien quienes trabajaron en los programas nucleares bélicos durante la Guerra Fría. Brillantes científicos como Yakov Zel’dovich, Yuri Smirnov, Enrico Fermi y Hans Bethe, entre muchos otros, trabajaron en el desarrollo de las primeras bombas atómicas y sembraron las bases para entender el sistema de reacciones que producen los elementos de los cuales estamos compuestos los seres vivos.

La física de las reacciones nucleares y las observaciones de los elementos en distintos lugares de la Galaxia nos indican que el elemento más abundante en la Vía Láctea es el hidrógeno, que corresponde al 70% de la masa en el medio interestelar, seguido por el helio, con 28%. El resto de la masa se encuentra en elementos más pesados de los cuales los más comunes son el carbono, el nitrógeno y el oxígeno, que se encuentran en forma gaseosa. Otros elementos, como el manganeso, el silicio y el hierro, están atrapados en granos de polvo interestelar.

El 96% de la masa que compone el cuerpo humano está compuesta de oxígeno, hidrógeno, carbono y nitrógeno. Coincidencialmente, nuestra propia naturaleza y la de la mayoría de las formas de vida en nuestro planeta refleja la abundancia de los elementos en la Galaxia, con excepción del helio, que es un gas noble y no forma moléculas complejas.

En perspectiva, el hallazgo de moléculas orgánicas por la sonda Philae a bordo del cometa 67P es una confirmación de que los elementos de los cuales estamos compuestos no solamente se encuentran en abundancia en el medio interestelar sino que también forman asociaciones complejas y pueden viajar en objetos como los cometas. Estas moléculas orgánicas (alcoholes, carbonilos, aminas, nitrilos y otras con nombres que aún sirven para aterrorizar bachilleres) son las bases a partir de las cuales se forman los aminoácidos, los azúcares y las bases nitrogenadas, los ingredientes de la vida.

Si bien aún no hemos encontrado vida por fuera de nuestro planeta, sus ingredientes fundamentales están allí afuera. Es muy probable que las formas de vida en el planeta Tierra no estén solas en el universo. Es probable que en los próximos años tengamos la tecnología suficiente para buscar más pistas sobre la vida en otros objetos del sistema solar e identificar moléculas orgánicas en lugares aún más alejados. En la inmensidad del universo puede que la pregunta fundamental no sea si hay vida en otros lugares sino qué hacemos para preservar la vida aquí en nuestro propio planeta.

Por Juan Diego Soler /Especial para El Espectador

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