La Rosa de la reconciliación

Rosa Poveda camina entre matas de lechuga, menta, caléndula, canelón, fríjol, fresa, tomate y otras tantas que cultiva en su casa, un lote de 1.800 metros que hace 10 años era el basurero del barrio La Perseverancia.

El Espectador
17 de octubre de 2014 - 06:44 p. m.

 Llegó allí como muchos colombianos humildes que se van de todas partes huyendo de la violencia y de la miseria. Su vida ha sido azarosa, generosa, campesina, hostil y a la vez urbana. A sus 49 años, ha enterrado a un hijo asesinado y ha criado a cuatro más. Así como ha aprendido casi todos los oficios que alguien necesita para rebuscarse la vida: carpintería, modistería, agricultura, marroquinería, entre otros. Todo ese recorrido se ve en sus manos, musculosas y algo agrietadas. Su huerta urbana ha sido contada y recontada, pero su historia, la de la niña robada, la de la mujer víctima y la maestra de ricos y pobres es poco conocida.

A los seis años fue raptada de su madre, en una finca de Moniquirá (Boyacá). “Me alumbraron la cara con una linterna y me dijeron ‘levántese o le cortamos la cabeza’, al tiempo que me mostraron un cuchillo. Hice caso y me fui con dos mujeres. Caminamos mucho hasta que llegamos a la vía principal. Me montaron a un bus. Llegamos a Bogotá, pero yo ni lo sabía. Intentaron venderme como una cosa”. Así cuenta Rosa su llegada a la capital. Fue llevada a una casa grande, blanca, a donde llegó una mujer encopetada que cuando la vio dijo que el encargo “estaba muy feo”. Después de varios meses, pasó a ser la empleada del servicio de otra casa de familia. Un año y medio después la encontraron agentes de inteligencia por orden de unos “patrones” de la región. De ahí en adelante se reunió con su mamá y siguió trabajando y estudiando cuando podía. Estudió tres años marroquinería en el Sena y al tiempo hizo una familia. A los años se separó de su marido y prometió sacar adelante a sus hijos. Con el dinero de su trabajo compró un lote en Suba.

A las lomas de esa localidad, en el noroccidente de Bogotá, llegó con sus tres hijos, construyó una casa y empezó a reclamar derechos. “Ya había estudiado leyes y me doy cuenta de que existe una problemática gravísima. Empiezo a trabajar con habitantes en cuatro barrios: Santa Cecilia, Villa Cindy, Lisboa, Santa Rita, acercando los programas del Estado a más de 500 familias”. Con eso llegaron las amenazas. “Allá cobraban por solicitar el agua, la luz, por todo, por cada servicio había que pagarle al Bateman Cañón. Logré hablar con los cabecillas para decirles: mire, no tengo un solo peso. Y me dejaron vivir unos años más tranquila”. Pero en el año 2000, los paramilitares llegaron al barrio. “En una semana mataron a 18 jóvenes. Me pidieron vacuna por los programas de la gente y yo no tenía plata, porque no cobraba por ayudar. Recuerdo que quemaron a un muchacho a plena luz de sol. El jefe decía: ‘Eso es probar finura’, mientras mostraba su metralla y decía que nos atreviéramos a ayudarlo. Denuncié el hecho, pero las autoridades ya estaban corrompidas y filtraron mi queja, así que me tocó salir del barrio con mis hijos. Esa cuenta se la cobraron a mi hijo, en 2008. Lo mataron cuando visitaba el barrio y la casa que nos tocó abandonar. Lo torturaron y lo tiraron al río Bogotá”.

La situación cambió cuando encontró en La Perseverancia un basurero que prometió transformar. Habló con el propietario y llegó a un acuerdo. Construyó una casa de madera y empezó a sembrar con las semillas que heredó de su mamá. Desde entonces le gusta ir a las regiones a escuchar a los campesinos, intercambiar secretos y semillas ancestrales. De paso les recuerda el valor de la semilla criolla, de la que no se compra ni está rociada con pesticida Monsanto. “Mi pelea es por la semilla. Estuve en el cuarto de al lado en la negociación del TLC con EE.UU. Lo que dijimos no tuvo incidencia y sin saber firmamos planillas de acuerdo por refrigerios. El TLC fue nefasto, porque aceptamos que patentaran nuestro alimento. Eso es patentar el derecho a la vida, ni más ni menos”, dice. Hoy, su casa es un jardín oculto tras una puerta de metal con 150 especies de plantas, sembradas con tierra abonada por ella misma, cuyo olor transporta a cualquiera a un lugar mejor, donde la miseria no existe.

“Doctora, usted vino a mi casa y vio la situación en la que vivo con mi familia. No sé si le comenté, pero sufro una discapacidad por dos enfermedades, asma y diabetes, que me impiden hacer mis labores con eficiencia. Aun así, vio que contribuyo con la paz, la reconciliación y el mejoramiento de la calidad de vida de otras víctimas y toda la población vulnerable que así lo requiera. En otras palabras, animo a la comunidad a construir un país con respeto y equidad. (…) Espero que así como cumplo mis obligaciones como ciudadana se cumplan mis derechos como madre cabeza de familia, desplazada y víctima del conflicto armado”, es el fragmento de una carta que Rosa le escribió esta semana a Paula Gaviria, directora de la Unidad de Víctimas. Pide que la ayuden a formalizar el predio en el que sembró su trabajo.

Mientras la ayuda llega, Rosita, como le dicen sus conocidos, sigue creyendo que la reconciliación empieza con cada uno y con la naturaleza: “Si siembro dos o tres maticas con cariño, ellas me darán para comer algo sano y bueno en unos meses”, dice y reconoce que es un bicho raro en esta sociedad, alguien que no tiene reparo en hacerle una sopa a los habitantes del Bronx. “Cuando llevo el ‘macrohondas’ (caneca portátil que sirve de base para cocinar con madera y aserrín) y les doy una sopa de quinua con fríjol azul, me devuelvo tranquila a la casa, porque sé que les di un verdadero alimento”.

Por El Espectador

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