Testimonios de hijas de papá y papá

Las historias de dos mujeres que crecieron con padres homosexuales desmienten algunos argumentos promovidos por el proyecto de referendo que busca impedir que personas solteras y parejas del mismo sexo adopten niños.

María Paulina Baena Jaramillo
27 de agosto de 2016 - 09:00 p. m.
Deborah, quien hoy tiene 24 años, junto a sus dos papás, Jorge Enrique y Vladimir el día de su bautizo. / Fotos: Archivo Particular
Deborah, quien hoy tiene 24 años, junto a sus dos papás, Jorge Enrique y Vladimir el día de su bautizo. / Fotos: Archivo Particular

En esta semana el Congreso de la República discutió la polémica propuesta de la senadora del Partido Liberal Viviane Morales, que busca realizar un referendo para preguntar a los colombianos si consideran que las personas homosexuales son aptas para adoptar niños o no.

El proyecto de ley no sólo deja por fuera a padres homosexuales, sino al 65 % de hogares en Colombia que no están compuestos por un papá y una mamá, según datos de la Encuesta Nacional de Demografía y Salud de Profamilia de 2010. Dos mujeres que no pertenecieron a ese tipo de familia le contaron a El Espectador cómo fue su crianza con dos padres homosexuales en Bucaramanga y Pasto.

“Mis papás son muy valientes”

Deborah Villegas - 24 años

Después de alisar unas hojas, donde tiene escrita su historia que fue leída el miércoles en el Congreso de la República, aclara su garganta y comienza: “Mi nombre es Deborah Villegas Rangel y tengo dos papás”, dice haciendo una pausa. “Vivo en Bucaramanga, tengo 24 años, estoy casada con Gustavo Adolfo Molano, mi hija se llama Violeta y cumplirá en noviembre 4 años”.

Luego abre una pestaña en el computador con dos fotos viejas que tomó de su álbum familiar. En una, la de su matrimonio, aparecen sus papás, su hija, su esposo y ella. En la otra, la del bautizo, está ella, de vestido y zapatos blancos, alzada por dos señores de corbata. “No sé cómo hicieron mis papás para bautizarme, cómo lo lograron en plena iglesia, muy valientes”, dice levantando las cejas.

Lo que Jorge Enrique -su padre biológico o papá número 1- le contó es que era amigo de Aurora Rangel. Un día se pasaron de copas y ella quedó embarazada. Cuando Deborah nació su papá llegó a un acuerdo con su mamá para encargarse de criarla. A sus 2 años se trasladaron a Bucaramanga donde vivía la pareja de Jorge, Vladimir Suárez.

Decidieron que iban a separarse cuando ella tenía 9 años. A pesar del dolor y de temer perderlos, le explicaron que no se acabaría el amor que le tenían y le prometieron que la visitarían periódicamente. Recuerda que fue tan dura la separación para todos que, incluso, Jorge la utilizaba para chantajear a Vladimir: “Si quiere ver a la niña, entonces volvamos”, explota en risas.

Cuenta que muchos momentos marcaron su vida, pero ninguno tuvo que ver con la sexualidad de sus papás. “Muchas veces lloré, pero no porque me hiciera falta mi mamá. Muchas veces desobedecí, pero no por tener traumas. Como cualquier adolescente probaba límites”, cuenta.

Varias veces fue a psicólogos porque estudiaba en colegios católicos que le insinuaban probarlos. “No sé si ellos son masoquistas o qué, pero porque me metieron a un colegio de monjas”. Increíblemente tengo un papá católico y otro cristiano, no entiendo cómo”, hace un paréntesis. Las conclusiones de quienes la trataron fueron las mismas: una niña normal. En el colegio ganó la excelencia académica. Sus papás se lo exigían y nunca le dieron más labores que las de estudiar. Dice que no consume alcohol, no fuma y que ni siquiera le gusta la cerveza.

Ha tenido cuatro novios contando a su esposo. “Todos ellos, antes de darme un beso, pidieron permiso a mis papás para hacerlo”, se ríe. “No he tenido novias. Alguna vez recuerdo que una amiga intentó darme un beso, pero no me movía nada, no me dio ese cosquilleo químico que sólo me ha dado con hombres”.


Deborah junto a Jorge Enrique y a Vladimir el día de su matrimonio.

Nunca le negaron que había nacido de una mujer, tampoco le ocultaron su nombre y le dijeron que si sentía la necesidad de conocerla la iban a acompañar. Pero esa nostalgia de tener a una figura femenina cerca nunca estuvo porque pasaba mucho tiempo con su abuela, la mamá de Vladimir o de su papá número 2, sus tías, amigas y la profesora de ballet. “No extraño a mi mamá. ¿Cómo voy a extrañar algo que no he tenido? ¿Por qué la tengo que amar si no me crió? Los que se trasnocharon por mí cuando estaba enferma fueron mis dos papás”, asegura.
 
Oye rumores como: “Cuántas cosas no les habrá contado a sus papás por pena” o “cómo la molestarán en el colegio por tener papás maricas”. En ambos casos, y para desmentir esos mitos, dice que les contó alarmada a los dos cuando le llegó su primera menstruación y que la molestaban más en el colegio por tener la nariz grande que por sus papás gais.
 
Vivió un embarazo sano acompañado por la familia de su esposo y la suya. “Muchos dirán que soy una excepción o un caso de millones. Pero no. Sé que hay familias que están dispuestas a crear niños con amor como me pasó a mí. Mi familia diversa la entendieron mis compañeros de colegio, de universidad, de trabajo, mi novio y su familia, y hasta mi hija de 3 años. Ni para mí ni para ninguno es difícil entender las diferencias si se explican con respeto”.

“Ellos me salvaron la vida”

María José Calderón - 18 años


Maria José junto a Juan Patricio e Iván, sus dos padres. 

María José Calderón tiene 18 años, está en segundo semestre de nutrición y dietética en la Universidad Mariana de Pasto y vive con su papá, Juan Patricio Calderón y la pareja de él, Iván Acosta, desde que tenía un año. “A mi papá le digo papá y a Iván le digo Iván, pero lo considero como mi papá porque desde pequeña vivimos juntos”, sostiene.

Cuando cumplió 8 años le contaron la historia de lo que había sucedido con sus padres: su mamá había muerto y de su papá nadie sabía nada. Entonces Juan Patricio se hizo cargo de María José, que desde pequeña supo lo que sucedía entre su papá e Iván.

En el colegio le decían que tenía una familia rara. Su prima, Angélica, la acompañaba a las reuniones del colegio y sus compañeros la cuestionaban porque no se parecían en nada. “Entonces yo les explicaba que a ella la considero mi mamá, pero que también tengo a un papá y a otro papá”, dice, “y la gente se quedaba confundida, pero nunca me discriminaron por eso”. En cambio sí la rechazaban por su color de piel.

Sus amigos lo entendieron, pero recuerda algunos profesores que fueron pesados con sus comentarios. Uno de ellos, durante la clase de catequesis antes de la confirmación, le decía que la familia está configurada por madre, padre e hijos y que su familia era una “estupidez”. “Me decía que dos hombres no pueden criar a un hijo y que esos niños iban a acabar el mundo. Yo me llenaba de rabia”, dice.

Tiene 10 tíos por un lado y 6 por el otro. Perdió la cuenta del número de primos, porque son muchos. “No tengo una mamá, sino que para mí son todas mis primas y tías. Por eso, cuando me preguntaban en el colegio por quién iba a venir a las reuniones no sabía a cuál de todas decirle”.

Los cuchicheos de la gente los responde con la verdad, como dice. “Cuando mis amigas me llevan a mi casa se dan cuenta que somos tres y que sólo hay dos habitaciones”, asegura. Alguna vez una de sus compañeras de universidad le preguntó por Iván. Que si era primo, tío o amigo, “le dije que era la pareja de mi papá y se lo tomó como si se hubiera tomado un vaso de agua”, comenta.

Su primer novio lo tuvo a los 14 años y nunca le han gustado las mujeres. “Me acuerdo que cuando cumplimos un mes lo presenté en mi casa, pero mis papás son celosos. Entonces era tener a dos papás celosos”, cuenta. A sus 12 años le regalaron a Tingo, su perro, y asegura que ese es su núcleo familiar. Los cuatro han viajado a Cartagena, Ecuador y los alrededores del Cauca juntos.

En Pasto, según María José, son pocas las familias diversas que se ven. “Tal vez no están de acuerdo, pero en ningún momento me ofenden. Pero hay personas que sólo por la religión, son como burros y siguen acabando con lo que otros piensen”, sostiene.

Hoy siente que no le falta nada. “Ya me gradué, ya sé manejar un carro, voy en segundo semestre… ¿Qué tal que no hubiera estado con ellos? ¿En qué situación estaría? Ellos me salvaron la vida”.

Por María Paulina Baena Jaramillo

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