Un solo corazón

A ti, abuelo, por tus palabras, hechas de eternidad. El niño que llora perdido en la calle y le preguntan: “¿No buscas, hermoso niño, a tu madre?” Aldo Pellegrini.

Andrés F. Yaya
16 de abril de 2014 - 10:08 p. m.
/Luis Ángel
/Luis Ángel
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Muertos, muertos y más muertos lleva el Cauca flotando en sus aguas: van flotando hacía Beltrán, hacia el olvido puto que los parió. Paso a paso, en silencio, carcomidos por la humedad, inundados de pantano, con el cuerpo hinchado, con el esplendor de todo lo vivido encima, descerebrados, huecos, se dejan arrastrar por la corriente. Fluyen y fluyen.

Flotando sobre el río y el río yéndose, el tiempo agitado, y este pueblo amarrado por la oscuridad del pasado. A los muertos el agua los sepulta: los sepulta en el inmenso bache del olvido, en Remolinos, en el cementerio marino del Cauca, sin paz ni gloria, ni dios. Callado, cabizbajo, escucho el palpitante corazón del río, en su orilla, recordando, con los ojos empañados, con el alma ajada, desflecada, bajo la luz cruda, enloquecida del día.

Viene el vértigo, un torbellino, y rugen, rugen las aguas dementes contra las piedras, correteando por el camino rocoso de su oscuridad, gimiendo. Gimiendo el traqueteo de los muertos contra su propio, miserable, ojeroso destino.

Y yo callado, enterrándome, escuchando a mi abuelo en el lejano pasado, hombre, el pasado que hoy me inventa y que extraigo de la desmemoria, el mismo pasado que hoy, presuroso, me habla.

Mi abuelo me enseñó a reconocer los muertos que bajaban, negros, podridos, por las aguas del río. ¿Lo recuerdas, abuelo? Por lo visto sí. Y a ti: ¿quién te enseñó el arte de ver muertos en el río? Nadie: esas pequeñeces vienen tatuadas a mordeduras en el alma. Salíamos en las mañanas por la orilla a caminar, tú adelante y yo atrás, esperando que tus ojos vieran lo que mis ciegos, desorbitados ojos dejaban escapar.

“Mira, mira, abuelo, un muerto, un muerto, míralo”. Espantado le decía mientras señalaba un bulto con dos gallinazos, con sus alas de muerte abiertas, encima. “No es un muerto, es una bestia que cayó al río”, decía tranquilo. ¿Bestia? “Abuelo, ¿y cómo sabes que es una bestia?”. “El finado se conoce porque en él viaja un solo gallinazo, un solo corazón tiene el hombre. El gallinazo se agarra del pecho y a picotazos rasga la piel, se come intestinos, hígado, estómago, corazón. Lo deja hueco. Finado y gallinazo se desbarrancan río abajo, de aguas turbias, sin peces, cargado de mierda”.

Fluyendo días, noches, sin ojos que los vean, llegan al remanso de Beltrán. Allí giran entre brumas, flotan sobre abismos, en un remanso de tiempo mientras se vuelven pedazos: manos saltan, piernas atrancadas en maleza, troncos perforados por balas, cabezas como trapos, a veces entre bolsas, en costales, amarrados. Todo vuelto carne, vuelto huesos, vuelto mísero polvo. Toda la infame, perpetua violencia de Risaralda, la violencia del Valle, la violencia de Caldas, en un mismo mísero punto, escondida bajo la eternidad del Cauca.

Y en Beltrán salen a flote: flotan y caen en el anzuelo de los pescadores, en las redes; los sacan y los llevan al cementerio o los sepultan en la orilla. Cuerpo que sale, cuerpo que pide hueco. ¡Cómo Beltrán, después de tanto muerto, quedó en camposanto! Si no se entierran queda el montoncito de huesos en la playa, roídos por la persistencia del viento, de la nada, bajo el cielo infame que nos acecha.

Ahora, sin la llama de la esperanza, escuchando el redoble del río que va y viene con su muerto y en el muerto su gallinazo, desinflándolo, maceándose en su silencio devoto, en el vértigo del remolino, cuento muertos que pasan por el río turbulento, sucio, viejísimo de la memoria, sin saber si aún el corazón me acompaña.

Por Andrés F. Yaya

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