La botica en la huerta

La cañafístula calma los ataques de histeria de las mujeres y la singamochila merma la energía sexual.

Patricia Nieto
05 de diciembre de 2012 - 10:00 p. m.
Balsamina (‘Momordica charantia’), ayuda a disminuir los niveles de azúcar en la sangre.   / Fotos: Ana María Mejía
Balsamina (‘Momordica charantia’), ayuda a disminuir los niveles de azúcar en la sangre. / Fotos: Ana María Mejía

La Ñata está sentada en su silla de permanecer. Entorna los ojos azules para prestar oído a las dolencias de quienes atraviesan las sabanas del Caribe en busca de su mirada, escrutadora de materia y espíritu. Escucha cómo dicen los enfermos que les duele, les supura, les transpira, les pica, les arde, les mortifica el cuerpo. Luego, pregunta por esa carne: edad, color de ojos, estatura, contextura; y va a indagar por las angustias y las penas. Palpa a continuación el pulso del enfermo y pasa a enumerar las plantas que cocidas, maceradas o exprimidas ayudarán al buen vivir o al sereno morir de sus pacientes. Es esta bisabuela la más reputada yerbatera de la costa y vive en las primeras páginas de Toda esa gente, una novela sumergida en las selvas y fiebres del Darién.

La botica de la Ñata no es otra que el Caribe pletórico de savia. En esa amplia llanura, donde los Andes declinan sus breñas para encontrarse con los vientos marinos, se reproducen centenares de plantas que sirven a la ciencia del curandero y también del biólogo. Por esta huerta de algo más de ciento treinta y dos mil kilómetros cuadrados transitan buscadores como aquel indio que al servicio de la Ñata “viajaba como una lanzadera de tierra fría a tierra caliente, del páramo a la costa, del frailejón al chocho”, según cuenta Mario Escobar Velásquez en la novela citada, en busca de hojas de papayo, pepas de almendra, maleza negra, ramas de ciprés, maticas de diente de león, semillas de borrachero y algas marinas.

Y de ese ir y venir del indio, del negro, del blanco, del mestizo —que es como el de las aves y los vientos— germinó una provisión de semillas, frutos, flores, hojas, tallos y raíces aptas para curar dolencias de origen conocido o enigmático. Vademécum que van transcribiendo los botánicos a medida que sus experimentos comprueban y amplían lo que en el Caribe es sabiduría ancestral.

Las plantas curativas proliferan en el Caribe desde los 5.777 metros de altura de la Sierra Nevada de Santa Marta hasta la isla de Mompox; desde el Paramillo, donde se desanudan las serranías de San Jerónimo y Ayapel, hasta las huertas que se cultivan en San Andrés y Providencia; desde Castilletes, en la soledad de La Guajira, hasta Tiburón, en la boca del Chocó. Por eso en todo el Caribe las voces de curanderos, jaibanás, farmacéuticos, biólogos y bioenergéticos repiten nombres de plantas conocidas en tan diversos saberes, y advierten todas que la riqueza medicinal de la flora caribe está por descubrir, inventariar, investigar y hasta patentar.

La gente del Caribe sabe que un baño con el jugo de las hojas del amazónico achiote libera de sarnas y de granos. Para lo mismo: piquiñas, sarpullidos y eccemas propios de climas húmedos, sirven aguas y emplastos de un bejuquito de flores amarillas llamado balsamina; y el ají picante, que en wayúu se pronuncia waimpiraicha, cura de rasquiñas y mata los hongos que crecen en la piel. También está probado que las hojas de aguacate restauran la piel quemada, que las del san joaquín alivian del sarampión, que el zumo de “manito de Dios” evita la caída del pelo, y que la sábila cura heridas del colon, el estómago, el esófago y la boca.

Si los padecimientos vienen de la zona abdominal, las aguas de albahaca y de apio se encargan de la primera limpieza. Pero si los males son mayores, los caribes recurren al higuerón, que hervido en leche expulsa parásitos sin dejar rasquiñas en el recto; a la hierba santa, que se aplica para arrojar bichos y curar de la acidez y de la flatulencia, pero que usado en exceso, dicen los zenúes, puede envenenar; y en caso de hinchazón grave del hígado de humanos o animales, apelan a la planta llamada ultimorrial, que el enfermo deberá beber en infusiones de sus hojas verdes y rosadas.

Los nervios alterados y las hemorragias son con frecuencia dolencias femeninas. Por eso en las farmacias del mundo caribe no falta la cañafístula, pues con las aguas que resultan de hervir sus flores cesan los “ataques de histeria” y con las de sus frutos se recobran las fuerzas después de anemias prolongadas. Para estas dolencias, a las que se suman cólicos y jaquecas, la naturaleza creó el arbusto de hasta ocho metros llamado nigua, que ofrece sus hojas para aliviar de cólicos y sus flores para combatir los comienzos de escalofríos; la ruda, europea, lampiña y carnosa, que según como se use puede ordenar el ciclo menstrual o provocar abortos; la singamochila (pitipiticorre para los emberá y cascajera para los cuna), que destruye los miomas del útero, con lo cual cesan las hemorragias vaginales, y sirve, si el caso lo requiere, para mermar la energía sexual. Y también está ahí, casi a ras de suelo, el toronjil, del que se extrae el efectivo y tradicional sedante llamado agua carmelitana.

Para los males de bronquios y pulmones está a la mano la caraguala, que cocida con hojas de totumo cimarrón, culantro y orozú repone de gripas y de asmas. Y dispone también el Caribe de la bija blanca, de cuyo tronco, si es quemado, sale incienso y, si hervido, se obtiene un bebedizo para la tos; del anamú, que alivia el dolor de muelas, acelera los partos, calma del dolor de huesos y ayuda a respirar mejor, pues controla la tos y cura la sinusitis. Para el tifo, una infección que producen los excrementos de las pulgas alojados en la piel, disponen los caribes de la corteza de la quina indígena, que convertida en bebida caliente alivia en nueve días. Si el mal viene por los ojos está la cotorrea, que diezma las carnosidades o pterigios; el matarratón, para aliviarse de la conjuntivitis; el tamarindo de monte, para curar ardores en los ojos y dolores en las muelas; y el llantén, en agua de siete hojas dejadas al sereno, para sacar suciedades que nublan la vista, mitigar la rasquiña y quitar la “lloradera” o lagrimeo.

En el Caribe se sabe que no se sana el cuerpo sin cuidar el espíritu, porque son uno como el universo. La Ñata, de quien venimos relatando, toma una lupa y ausculta los ojos del enfermo. Y tal es el poder de su mirada, que los pacientes dicen sentirla llegar hasta las tripas, cuando no hasta la misma conciencia. Para surcar los pliegues del alma y limpiar las penas que salen por los ojos, las bocas y las pieles como energías malignas, palabras bravas o podredumbres pestilentes, se conocen plantas prodigiosas. La bija roja es una de las rastreras que florecen en Macuira cuando llueve. Una vez hervida y bebida se presenta en figura de humano en los sueños de los enfermos y los libera de sus padecimientos.

Para los niños vencidos por el vómito después de que una persona los mira con maldad, o atrapados en episodios de llanto, miedo y desesperación porque su espíritu fue arrastrado por un viento maligno, están la albahaca, la cascarilla, la malva, la caraña y el mia’o de perro. Y, cómo no, también persiste en la Sierra Nevada de Santa Marta un arbusto, de nombre científico Erythroxylum coca, que presta sus hojas de un verde intenso para abrir los pulmones, estimular la mente, aliviar dolores y acercarse, en soledad y silencio, al propio espíritu que es conexión vital con el cosmos inmenso.

* También son autores de este libro Fernando Quiroz, Óscar Hernando Ocampo, Úver Valencia, Adriana Echeverry, Luciano Peláez, María José París, Ana María Cano y Héctor Rincón.

Por Patricia Nieto

 

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