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El ciborg del tercer ojo

Tiene 30 años. Nació con un problema: veía en blanco y negro. Mediante un dispositivo electrónico insertado en su nuca traduce los tonos en sonidos.

Juan José Millás / Adaptado de El País de España
19 de enero de 2012 - 12:13 a. m.

Dentro de este edificio situado a las afueras de Mataró se encuentra la sede de la Fundación Cyborg, cuyo objetivo es ayudar a las personas que así lo deseen a integrar dispositivos electrónicos en su cuerpo. El edificio, conocido como La Incubadora y situado en el complejo Tecno-Campus de la mencionada ciudad, es una especie de colmena compuesta de pequeñas celdas o despachos cedidos temporalmente a personas e instituciones para el desarrollo de ideas consideradas interesantes.

Dentro de una de esas celdas se encuentra ahora el ciborg Neil Harbisson, desde cuya frente me observa un tercer ojo, de carácter electrónico, conectado por un cable de audio a un chip situado a la altura de su nuca, haciendo presión sobre el hueso. El tercer ojo es en realidad un sensor capaz de leer las frecuencias de luz emitidas por un color y traducirlas a sonidos por medio del chip. Los sonidos, por su parte, llegan al cerebro a través de los huesos del cráneo. Harbisson ha adquirido, gracias a este artilugio, un sentido nuevo, del que carecemos el resto de los seres humanos, por el que “oye” o “escucha” los colores.

Vayamos por partes. Harbisson ve en blanco y negro. Diríamos que sufre de acromatopsia, pues tal es el nombre de este déficit, si él estuviera de acuerdo en que se trata de una carencia. Pero parece que no.

—Yo no lo llamo déficit, lo llamo condición visual —dice con cara de chico tímido, de segundo de bachillerato—, porque no es una enfermedad.

Enfermedad o no, la condición visual de Neil, que ahora tiene 30 años, es genética. De pequeño, cuando sus padres advirtieron que ocurría algo raro, lo llevaron al oftalmólogo, donde sólo le hicieron el test del daltonismo, errando en el diagnóstico. Primero fue daltónico; después, muy daltónico, y finalmente era “ese chico que confundía todos los colores”. La acromatopsia es una condición visual rara, y Harbisson no podía explicar, lógicamente, que veía en blanco y negro, porque tampoco concebía otra forma de ver.

Como era un chico listo, con recursos, se adaptaba al medio memorizando las palabras que se atribuían a determinados objetos. Del cielo, por ejemplo, se decía que era azul; del césped, que era verde; del limón y del plátano, que eran amarillos. Pero si le preguntaban de qué color era el jersey que llevaba puesto ese día no tenía palabras.

—No lo viví mal —dice—, pero sí con extrañeza. No me gustaba el tema del color porque implicaba un conflicto. Estar rodeado de algo que no ves y ser consciente de que no lo ves te genera algo misterioso. Es como si yo viera un espíritu que tú no ves. Tuve épocas en las que odié el color porque era imposible ignorar su existencia. En cualquier campo, el uso que se hace del color es constante. Aunque no lo veas, no puedes ignorar que existe. Cuando juegas al fútbol, por ejemplo, o cuando ves el plano del metro. El problema no era de supervivencia, el problema era que el color es muy popular.

—¿Pero ver en blanco y negro no implica también alguna dificultad de orden práctico?

—Alguna, sí. Con los grifos, por ejemplo, porque no siempre el del agua caliente está a la izquierda. O con los cargadores de baterías, en los que la luz verde indica una cosa y la roja otra. Los mapas son un caos total.

A los 11 años le hicieron un test y lo diagnosticaron correctamente. Fue un alivio, porque encontró respuesta a toda la confusión. Harbisson es hijo de un británico irlandés y de una catalana. Su infancia y su adolescencia transcurrieron en Mataró, donde tras acabar la ESO hizo el bachillerato artístico, logrando que lo dejaran usar sólo los colores blanco y negro.

—Ahí aprendí mucho sobre el color, sobre aquello que no veía, y advertí que se trataba de algo muy complejo.

Al terminar el bachillerato completó en Inglaterra los estudios musicales que venía realizando desde los siete años. Fue allí, en la Universidad de Totnes, donde, tras escuchar una conferencia de Adam Montandon sobre cibernética, se acercó a él, le contó que veía en blanco y negro y alumbraron entre los dos la idea del ojo electrónico capaz de traducir los colores a sonidos.

—El color y el sonido —dice— poseen una cosa en común: que los dos tienen frecuencia. La frecuencia de cada color se corresponde con una nota musical que no podemos escuchar con el oído porque es excesivamente aguda y porque es una onda de luz y no de sonido. Lo que yo hago es una transposición de las frecuencias de luz o de los colores a frecuencias de sonido.

—¿La relación entre los colores que miras y los sonidos que escuchas no es, entonces, arbitraria?

—En absoluto. Si el oído humano pudiera escuchar la frecuencia del color rojo, escucharíamos la nota fa, aproximadamente.

—¿Es preciso tener una educación musical para utilizar el dispositivo?

—Al contrario, la educación musical actúa como un corsé que sólo te permite escuchar las 12 notas establecidas, pero en la realidad hay infinitas notas.

Me levanto de la silla, me coloco frente a él, le pregunto cómo voy vestido y, tras observarme de arriba abajo con su ojo electrónico, dice:

—Suenas poco. El azul (por los pantalones vaqueros) suena a do sostenido, y lo que llevas por arriba (chaqueta gris, polo negro) es incoloro, no hay tono.

Él lleva unos zapatos amarillos, unos pantalones azul cian y un jersey magenta.

—El acorde global —explica— sería un do-mi-sol, que es un acorde mayor, alegre, armónico.

Sus criterios para combinar los colores de la ropa no siempre coinciden con los de las personas que vemos los colores en lugar de escucharlos, pues lo importante para él, a la hora de vestirse, es que el conjunto suene bien.

—Por lo general —dice—, visto do-mi-sol, que es un conjunto feliz.

—¿Y con qué irías a un entierro?

—¿A un entierro? Con azul, lila y naranja (do-mi bemol y fa sostenido).

Según Neil, la capacidad de escuchar los colores es mucho mejor que la de verlos.

—Porque tú —añade— percibes el color en un pack de tres propiedades: luz, tono y saturación. Estas tres propiedades, que son las del color, las recibes juntas, por tanto, te resulta difícil apreciar el tono. Yo recibo las tres propiedades por separado: la luz, por los ojos; el tono, traducido en sonidos, a través del aparato, y la saturación, a través del volumen de los sonidos, pues algunos suenan más altos que otros.

Harbisson no se quita el artilugio cibernético nunca, ni siquiera para dormir o para ducharse, lo que equivaldría, dice, a que nosotros nos desprendiéramos de un sentido cualquiera, el tacto, por ejemplo, para irnos a la cama. Esa integración permanente de lo cibernético en su cuerpo es lo que hace de él un verdadero ciborg, quizá el primero del mundo, pues los hay intermitentes u ocasionales, como Moon Ribas, su pareja actual y cofundadora, junto a él, de la Fundación Cyborg. Moon suele llevar en las orejas unas extensiones que parecen pendientes, pero que son, en realidad, sensores de movimiento. Cada vez que se produce un movimiento delante de ella recibe una ligera descarga en la oreja. Si el movimiento es de izquierda a derecha, por ejemplo, primero recibe el estímulo en la izquierda, y luego, en la derecha, lo que le permitirá, cuando domine este nuevo lenguaje, conocer la velocidad exacta a la que se mueven los objetos. De momento hace aproximaciones bastante ajustadas, pero cuando haya desarrollado del todo esa capacidad incorporada a su organismo poseerá un sentido nuevo del que carecemos el resto de los seres humanos. Sus orejas funcionarán como un radar que en su trabajo de coreógrafa posee aplicaciones prácticas.

Decíamos que Harbisson es, quizá, en sentido estricto, el único ciborg del mundo. En todo caso, es el primero al que las autoridades de un país han reconocido esta condición. Sucedió en 2004 cuando fue a renovar su pasaporte británico (aún se encontraba en Totnes, al sur de Inglaterra). Tal como se hace en el Reino Unido, rellenó el formulario, que envió por correo junto a la foto. Al poco se lo devolvieron porque era ilegal aparecer en la foto del pasaporte con un ojo electrónico en la frente. Escribió de nuevo informando de que no se trataba de un aparato electrónico a secas, sino de una parte de su cuerpo.

—Les expliqué —añade— que yo me sentía ciborg y que consideraba que el ojo electrónico debería ser aceptado como parte de mi imagen oficial. Envié esta carta con el formulario y me lo devolvieron de nuevo indicando que, si lo que decía era verdad, les hiciera llegar un certificado médico. Fui al médico, se lo expliqué y escribió la carta. Lo envié todo una vez más, al tiempo que mis amigos de la universidad se dirigían también a las autoridades explicando mi situación, pues se había producido ya un pequeño movimiento a mi favor. Esta vez tardaron mucho en contestar, pero al final dijeron que sí, que lo aceptaban, y recibí mi pasaporte con la foto en la que aparezco con el ojo electrónico. La noticia salió en el diario local de Totnes, que luego recogió algún diario nacional, desde donde saltó a los medios internacionales. La prensa lo mostró como algo que nunca antes había ocurrido, así que, mientras no se demuestre lo contrario, soy el primer ciborg reconocido como tal en todo el mundo.

Por Juan José Millás / Adaptado de El País de España

 

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