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En las entrañas de las Islas

El Espectador recorrió algunas de los predios calificados por el Incoder como "problemáticos" y a los que se les planea cancelar el contrato por falta de pago o por construcciones ilegales. Los arrendatarios se defienden.

Carolina Gutiérrez Torres / Enviada Especial
26 de enero de 2013 - 09:00 p. m.
Isla Matamba, alquilada a Alberto Iglesias, papá del empresario Juan del Mar, es un “predio problemático”, según el Incoder, pero sus representantes aseguran que están al día en los pagos. / Andrés Torres
Isla Matamba, alquilada a Alberto Iglesias, papá del empresario Juan del Mar, es un “predio problemático”, según el Incoder, pero sus representantes aseguran que están al día en los pagos. / Andrés Torres

Primera parada: Gente de Mar

Esta mañana no hay ningún huésped en el hotel Gente de Mar; es posible que en la tarde arribe una pareja. Apenas se ven los empleados caminando parsimoniosos, recogiendo alguna hoja seca de los caminos limpios y bien cuidados. Se ven vacíos el restaurante que está al aire libre, el bar de madera que parece recién construido, las doce habitaciones pulcras, limpias, acogedoras; casi todas con vista al mar azul y verde y amarillo de las Islas del Rosario. Está solitaria la playa de arena blanca y agua quieta. En Gente de Mar todo parece estar en su lugar. Parece.

Gente de Mar es uno de los 13 predios de Islas del Rosario a los que el Incoder les pedirá la nulidad de los contratos. En los informes de la entidad se dice que este hotel se ha apropiado de dos predios vecinos “indebidamente”. Hernán Navia sabe de qué hablan esos informes. Es el administrador del hotel y el hermano del representante legal, Álvaro Navia. Es él quien esta mañana recibe a los funcionarios de la principal autoridad ambiental de Bolívar (Cardique) que están haciendo una visita de rutina, de inspección. Los saluda amable en el muelle. Dice bienvenidos, no los esperaba porque ayer también nos visitaron, y los hace pasar.

Se comunica de inmediato con su hermano, que está en Cartagena. Dice que prefiere que sea él el que explique por qué el Incoder insiste en que están obrando ilegalmente. Lo llama. “Aquí no se ha dicho toda la verdad”, es lo primero que dice Álvaro Navia al otro lado del teléfono, y luego se explaya en explicaciones (primero telefónicamente y luego, al final del día, en una entrevista personal). Lo que dice el Incoder es que él ocupó indebidamente los predios vecinos “Juliana” y “El Kaney”. Lo que responde el señor es que tiene las “escrituras registradas” de todas estas tierras y que por ellas pagó $800 millones (a Manuel Garcés, un empresario que a su vez le había comprado en 1954 los predios a un nativo). Lo que argumenta Navia es que además pagó por “Juliana” $150 millones y que el otro pedazo problemático, “El Kaney”, es una invasión. Sostiene: “Se dijo que yo era paramilitar, que yo era narcotraficante, que yo había sacado a esta gente a bala. Yo tengo todo para demostrar: los cheques girados, las escrituras”.

Hoy, en el papel, ni Álvaro Navia, ni ninguno de los ocupantes de otros 114 predios de las Islas del Rosario, puede llamarse propietario. En 1984 quedó establecido por el Incora (actual Incoder) que estas tierras tenían un único dueño: el Estado. Y 25 años más tarde se definió que quienes quisieran estar allí (muchos predios estaban ocupados por familias adineradas que, en su mayoría, sostenían que le habían comprado a raizales) debían pagarle un arriendo al Incoder. Un arriendo irrisorio (entre $500 mil y $2 millones) que Gente de Mar no paga (y nunca ha pagado), porque según Álvaro Navia nunca recibieron respuesta del Incoder cuando hicieron la solicitud.

Hernán Navia invita a hacer un recorrido por el hotel. Toma una carpeta en la que hay imágenes de las antiguas construcciones que existían en ese espacio. Las va ojeando mientras dice: “allí había un hotel, de puro concreto y ladrillo, construcciones sin ninguna técnica. Nosotros lo tumbamos y recuperamos la zona. Se sacaron 90 toneladas de escombros. Esto era un cementerio de concreto”. Su hermano ya lo había dicho telefónicamente: “Dicen que yo toqué bienes de la nación. Me acusaron de dañar los recursos naturales. Cuando lo que yo hice fue sacar el concreto. Yo recuperé esto para el bien de Colombia, del turismo. Este era el Cartucho de las Islas”.

El silencio en el que está hoy Gente de Mar sólo es interrumpido por el ruido que hace un pavo real. Un silencio que es todo lo opuesto a lo que se vivió un día de junio de 2012, cuando las autoridades intentaron desalojar la isla argumentando que Navia era “un ocupante ilegal”. No pudieron, porque no tenían claridad sobre los límites del predio. Cuando se pretendía un segundo desalojo, Navia entuteló argumentando que se estaba violando sus derechos “al trabajo, el debido proceso, a la vivienda digna”. Ganó. El Incoder impugnó la decisión. El Juzgado Séptimo de Cartagena la ratificó. El Incoder impugnó nuevamente y ahora está a la espera del resultado. Por eso sigue considerando a Navia un “ocupante indebido”.

Segunda parada: Hotel Isla del Pirata

Los lirios del jardín están marchitos. Secos. “Se ve así de desierto por la cuestión de la brisa, que está acabando con todo. La brisa y los vendavales del año pasado”, se queja Marta Berrío, empleada del hotel Isla del Pirata. Hoy no está el administrador ni ningún otro representante del hotel. Sólo doña Marta, que hace un recorrido y muestra una de las cabañas del segundo piso: un baño enorme, cuatro camas y un balcón con dos hamacas mirando al mar. Cuenta que esa habitación, para cinco personas, cuesta unos $500 mil la noche. Luego va al bar. Señala el restaurante. Y sube a una terraza en la que habitualmente hay asoleadoras, pero la brisa no ha dejado. La brisa que acaba con todo.

Hay tres huéspedes. Esta tarde estaba programada la llegada de unos rusos que vienen habitualmente y se hospedan entre 15 y 20 días, pero cancelaron. Doña Marta no tiene certeza de los años que lleva este hotel levantado en medio de una de las zonas coralinas más ricas del mundo. Calcula que el Isla del Pirata existe “hace un poco de años… unos 30, 35, aunque yo tengo apenas ocho de estar acá”. De lo que sí hay certeza, según el Incoder, es que el arrendatario de este terreno le debe $80 millones al Estado, pero también que “el Instituto no le ha reconocido las mejoras que pasaron al dominio de la Nación cuando se recuperó el predio”. Con este argumento el Incoder está gestionando la cancelación del contrato.

El Espectador intentó en varias ocasiones comunicarse con Luis Miguel Lemaitre, a quien los empleados de la isla señalaron como el representante del predio, pero nunca recibió respuesta.

Tercera parada: Isla Pelícano

Un perro café vigila la entrada a Isla Pelícano. Es el único habitante de este predio hoy. Levanta la cabeza y mira prevenido a los visitantes. Segundos después vuelve a ignorar a todo y a todos. Está acostado junto al esqueleto de una piscina, cubierto de moho, cuya construcción fue suspendida por ilegal. Está echado frente a seis pozos, de unos dos metros de profundidad, con espacio apenas para unas dos personas de pie, que pretendían ser piscinas individuales y que también fueron frenadas por ilegales.

Ilegales porque —como lo explica la abogada que acompaña este recorrido, Yisely Balcarcer— en Islas del Rosario están prohibidas las construcciones nuevas desde 2005. Sólo están permitidas las “adecuaciones, mejoras o reposiciones” con permiso de la autoridad ambiental. Y existe un reparo más: el informe del Incoder dice que “el arrendatario no ha cancelado los cánones de arrendamiento pactados”. Su deuda: $19’952.647. Esto lo puso en el listado de los “predios problemáticos”.

Cuarta parada: Isla Matamba

“Tanta casa que hay caída, abandonada, vuelta nada... por qué no se preocupan por esas casas y las organizan... Pero vienen a las que están organizadas, chéveres, que pagan arriendo, a joderlo a uno”. El que habla es Juan del Mar, el hijo de Alberto Iglesias, el arrendatario de Isla Matamba, el predio al que según el listado del Incoder también se le está evaluando la cancelación del contrato.

Juan del Mar dice: “Hemos pagado todo el tiempo”. Dice que mensualmente cancelan un arriendo de $2’000.000. Agrega: “No me parece justo (la cantidad que pagan), porque ese dinero no lo vemos retribuido: no están cuidando las islas, no están reinvirtiendo ese dinero en señalización o en control de velocidad de las lanchas, o en un puesto de salud bueno. Eso no me parece justo. ¿Dónde está esa plata? Se queda allá”.

En el reporte del Incoder Isla Matamba aparece en el grupo de predios a los que se les pedirá la nulidad. Sobre estas tierras se asegura que “el contrato fue terminado anticipadamente y el Incoder posteriormente certificó su existencia”. Una evidente contradicción.

Si eso llegara a suceder, si tuvieran que salir de allí, Juan del Mar dice que sería el resultado de una “persecución”. “Nosotros somos los que les damos trabajo a los nativos. Si no estamos, ¿quién se los va a dar?”.

Última parada: Casa Blanca

Los tres niños de Carmen Góngora —Angélica, Jesús y Cristina— juegan escondidas por esta casa que está a punto de derrumbarse. Por esta casona que más bien es una mansión o un palacio en ruinas. Devorado por el comején, por el sol inclemente del mediodía en estas islas, por los vendavales que acaban con todo, por el abandono del “dueño” que se enfermó del corazón y lleva tres años en cama, los mismos que este castillo cumple desmoronándose.

Doña Carmen es la cuidandera. La única doliente de esta mole blanca de cemento en la que sólo quedan en pie las paredes. Una pared en la que se lee en pintura verde: “Angélica y Pacho. Que te amo mucho”.

“Si él no se enferma, no la hubieran dejado. Está enfermo del corazón. Conectado a una válvula”, cuenta la señora, y sigue diciendo que así todo esto se esté cayendo no lo puede abandonar porque “viene la gente y se mete y ¿con qué se queda uno?”. El dueño que se enfermó y llevó a la ruina a este palacio fue Antonio Turbay, hermano del excontralor David Turbay, condenado por el proceso 8.000.

La Casa Blanca tenía por lo menos 30 habitaciones y tres edificios de tres y cuatro plantas. Tenía billar. Tenía una piscina más que olímpica. Tenía salones. Y más salones. Y más paredes. Y más cemento. Y nadie se alcanza a imaginar qué sería más costoso para el Estado: reconstruir la mansión o tumbarla y transportar los escombros hasta Cartagena, como lo exigen las autoridades ambientales.

A Carmen le pagan $250 mil cada dos meses por vigilar la casona, que es más una mansión y que aparece en un reporte enviado por Cardique al Incoder, comunicándole “el estado de abandono y de ruina” de seis construcciones; pidiéndole que se tomen medidas.

Por Carolina Gutiérrez Torres / Enviada Especial

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