Publicidad

Salto al infinito desde el fin del mundo

El lanzamiento al espacio del telescopio BLASTPol, en diciembre, para estudiar la formación de la Vía Láctea, visto por uno de sus protagonistas, el colombiano Juan Diego Soler.

Juan Diego Soler
06 de enero de 2013 - 09:00 p. m.
Salto al infinito desde el fin del mundo

Hace casi 100 años, el hombre llegó por primera vez al Polo Sur. En esa época, los grandes exploradores antárticos liderados por el capitán Robert Falcon Scott, el noruego Roald Amundsen o Sir Ernest Shackelton llegaron a la Antártida buscando la gloria en nombre del orgullo nacional y sus hazañas probaron los límites de la resistencia y el temple de los seres humanos.

Exploradores y científicos de todo el mundo siguen viniendo a la Antártida, pero por motivos muy distintos. El continente más frío, más seco y más alto de la tierra permanece inexplorado, aun cuando su destino está profundamente ligado al de todos los habitantes de la Tierra, sin importar en donde vivan. En esta época de grandes cambios ambientales, los países del mundo se han unido en el Tratado Antártico para preservar este lugar como santuario de la naturaleza.

Cada temporada cientos de científicos llegan aquí para entender este continente, uno de los últimos confines del planeta Tierra. Una vez más soy uno de esos científicos. Desde el avión Hércules de la Fuerza Aérea de Estados Unidos que me lleva desde Nueva Zelanda hasta la base de McMurdo en la Antártida veo los grandes icebergs que marcan la entrada a este mundo inhóspito. Sobre el mar azul oscuro flotan unas placas inmóviles de hielo blanco. Son tan grandes que su tamaño no es comparable a campos de fútbol sino al de ciudades enteras.

Mientras nos aproximamos al continente, el mar desaparece en pequeños canales entre las placas y finalmente el suelo no es nada más que un blanco infinito. El primer indicio de tierra firme son los picos de la cordillera Transantártica que se levantan sobre la planicie blanca. Hasta donde alcanza la vista se ven los riscos de las montañas, todos moldeados por glaciares y por vientos más fuertes que los de los huracanes más poderosos del Atlántico.

El avión aterriza dando saltos sobre la llanura formada por el mar congelado. El hielo que sostiene este aeropuerto sobre el océano Antártico tiene menos de 8 metros de espesor. Sobre esa superficie están los contenedores que hacen las veces de torre de control y oficinas, los vehículos de servicio y el bus que nos va a llevar a la base. Los trabajadores del aeropuerto nos dan la bienvenida con una sonrisa, al tiempo que nos apresuran a subirnos al bus porque si el avión se detiene por demasiado tiempo, su peso puede dañar permanentemente la pista.

La primera bocanada de aire antártico me saca del sueño de las ocho horas de vuelo. El sol brilla en el cielo despejado y se refleja en todas partes. Apenas puedo mirar por donde camino mientras busco mis gafas en el bolsillo. Veo mis botas sobre el piso cristalino y me acuerdo de que cuando era niño imaginaba que se congelaba el lago del parque de Ciudad Montes en Bogotá y podía caminar sobre él.

A diferencia de la mayoría de los científicos en la Antártida, mi trabajo no es observar lo que sucede en el continente congelado. Para ser más exacto, no tiene nada que ver con lo que sucede en la superficie de la Tierra o debajo de ella. Yo vengo a la Antártida a observar lo que pasa en el universo, más allá de la atmósfera de la Tierra, más allá del sistema solar. Yo vengo a ver el lugar en donde nacen las estrellas.

Cada año, aproximadamente, una nueva estrella se forma en la Vía Láctea, la galaxia donde está ubicado nuestro planeta. En promedio, cada año una de estas fuentes de luz se enciende en el cielo cuando una nube de gas colapsa por su propio peso y se calienta hasta alcanzar un millón de veces la temperatura media de Cartagena. A esa temperatura se producen reacciones nucleares que generan tanta energía y luz que las podemos ver a miles de millones de kilómetros de distancia, desde la Tierra.

Los científicos que estudiamos el fenómeno encontramos que este proceso involucra un profundo equilibrio entre todos los elementos que forman nuestra galaxia, haciéndolo tan complejo que hasta la fecha no sabemos con exactitud por qué se forma solamente una estrella al año. Si a uno le interesan tales eventos, la Antártida es un lugar privilegiado para estudiarlos.

Durante el verano de la Antártida, el sol nunca se oculta detrás del horizonte y solamente gira en el cielo mientras pasan las horas. Este comportamiento, además de generar días sin noches en los que a uno se le olvida qué es la oscuridad, produce un curioso fenómeno atmosférico: por unas cuantas semanas los vientos de todo el continente giran alrededor del Polo Sur, de tal manera que si se lanza un globo lleno de helio desde cualquier punto de la Antártida, este asciende y una semanas después regresa muy cerca al lugar del lanzamiento.

A comienzos de los 80, a los científicos de la NASA se les ocurrió aprovechar este movimiento en la atmósfera para hacer observaciones astronómicas y comenzaron a usar globos llenos de helio para elevar telescopios a más de 40 kilómetros del suelo.

La idea de asegurar delicados instrumentos de observación a un globo suena como una locura, pero ha funcionado antes. En 1911, Victor Hess hizo desde un globo las primeras observaciones de rayos cósmicos, descubrimiento por el cual ganó el premio Nobel de Física en 1936. En los años 50, la tecnología que luego serviría para llevar al hombre a la Luna fue probada en experimentos a bordo de globos. En 1960, el coronel Joe Kitinger, del Ejército de Estados Unidos, saltó desde una cápsula a bordo de un globo y sobrevivió a una aceleración y un vacío nunca antes experimentados por un ser humano.

En octubre de 2012 fue el mismo Kitinger quien estuvo a cargo de las comunicaciones con Felix Baumgartner, quien saltó desde una cápsula suspendida por un globo y rompió los récords de vuelo tripulado a mayor altura, salto en paracaídas desde mayor altura y caída libre a mayor velocidad. Un globo como el usado por Baumgartner es exactamente el tipo de globo que se usa para llevar telescopios a la estratosfera, aunque estos no estén tripulados. Tener un telescopio por encima de la atmósfera de la tierra es el sueño de todo astrónomo.

A esa altura no hay cambios climáticos que dañen la visibilidad o cubran las noches con nubes.

Aún mejor, si uno evita mirar en la dirección del sol, en el espacio siempre es de noche. Esta es la importancia del telescopio espacial Hubble y de decenas de telescopios espaciales menos conocidos como Herschel y Planck.

Los telescopios en globo tienen las mismas ventajas que los telescopios espaciales aunque la duración de su vuelo es menor. Diseñar y construir un telescopio espacial tarda más de 15 años, mientras que uno en globo tarda menos de siete años. Un telescopio en globo es cien veces más barato que un telescopio espacial y si se daña se puede reparar en cuestión de semanas. En un telescopio espacial trabajan ingenieros, técnicos y astrónomos experimentados, mientras que en un telescopio en globo la mayoría del trabajo está hecho por estudiantes de doctorado, que, como yo, aprenden y adquieren experiencia para luego diseñar sus propios experimentos y eventualmente soñar con enviarlos a bordo de un satélite.

En este proceso de aprendizaje, por segunda vez en dos años soy parte de un grupo de científicos de ocho universidades que llevamos a la Antártida el telescopio que hemos diseñado, construido y probado durante más de cinco años. Nuestro telescopio se llama BLASTPol y busca esclarecer los misterios de la formación de las estrellas. Para lograr este objetivo tiene que volar suspendido por un globo del tamaño de la cancha de fútbol de El Campín. Soy el único latinoamericano en un equipo conformado por estadounidenses, canadienses e italianos y este año soy el único colombiano en esta parte de la Antártida.

BLASTPol tiene el tamaño de una casa de tres pisos y pesa tanto como tres automóviles. Está formado por dos espejos, el más grande de los cuales es más alto que una persona. Tiene un refrigerador que mantiene la cámara del telescopio a 269 grados bajo cero usando 20 galones de helio líquido y funciona con la energía suministrada por 15 celdas solares. En un vuelo de 12 días va a registrar en un disco duro el equivalente a 40 dvd de datos que permiten hacer mapas de las regiones donde se forman estrellas. Al final del vuelo, la NASA dará la orden de romper el globo y desprenderlo del telescopio.

BLASTPol bajará en caída libre hasta que la densidad del aire sea suficiente para desplegar el paracaídas y luego aterrizará en algún desolado paraje a donde alguno de nosotros tendrá que ir a recuperar los discos con los valiosos datos.

El 25 de diciembre, a la 1:55 p.m. hora colombiana, BLASTPol despegó desde la base de globos científicos de la NASA en la isla de Ross, a unos 1.300 kilómetros del Polo Sur. Mientras usted lee estas páginas, el telescopio se desplaza a la velocidad de un Transmilenio —cuando no hay tráfico— alrededor del Polo Sur, por encima del 99,5% de la atmósfera terrestre, registrando la luz infrarroja que fue emitida hace más de 500 años en las regiones de la galaxia donde nacen las estrellas.

Desde la base de McMurdo seguimos las observaciones de BLASTPol en las pantallas de nuestros computadores y esperamos a que pasen los días para su regreso. Las noticias del clima confirman lo que tristemente vemos con nuestros propios ojos: el deshielo en la parte occidental de la Antártida es el mayor en la historia y las temperaturas medias han subido 2,4 grados en los últimos 50 años. La pista de aterrizaje sobre el mar congelado se debe trasladar cada vez más cerca del continente. Los lugares donde puede aterrizar nuestro telescopio se derriten rápidamente. El lugar desde el cual nos permitimos soñar con el universo está cambiando, tal vez para siempre.

Por Juan Diego Soler

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar