Taiwán en cuatro sentidos

Recorrido por Taipei, la capital de la ‘provincia rebelde’, que huele a condimentos, sabe a mariscos, se ve iluminada siempre y se escucha en cuatro idiomas.

Carolina Gutiérrez Torres / La periodista recibió una beca de la Oficina Comercial de Taiwán en Colombia para viajar a ese país y conocer el desarrollo de sus medios
06 de enero de 2013 - 09:00 p. m.
Taiwán en cuatro sentidos

Luego de unas dos semanas de estar en Taiwán o en China —que fueron lo mismo, que tuvieron la misma historia hasta 1949, cuando la primera se independizó de la segunda—, usted va a empezar a expeler un olor característico. Un olor a acidez. A condimentos, si se quiere. Para ese momento ya habrá perdido ese aroma a leche que según los asiáticos identifica a los habitantes de Occidente. Su respiración, su aliento, será otro.

Alguna colombiana que pisó ese continente hace muchos años, hizo el comentario. Y fue exacto. Real. Lo que no dijo es que ese olor, que se impregna a la ropa y a la piel y al pelo, también está latente en la ciudad. En las callecitas que exhiben, junto a letreros luminosos, comida de todos los colores y olores: vegetales, calamares y caracoles, panes —riquísimos—, frutas, patos rostizados, patas de patos, frituras de cerdo. Aceite. Humo. Ese olor que no es omnipresente pero a veces se sacude. Renace. Lo trae alguna corriente de aire o la humedad que viene luego de la lluvia. Y un visitante de El Salvador, que pisa suelo asiático por primera vez, dice “huele a chino” y todos entienden.

A eso huele Taiwán. Para más precisión a eso huele Taipei, la capital, la ciudad de avenidas amplias y modernas, la que durante cuatro años y nueve meses vio levantado al edificio más alto del mundo —el Taipei 101, que en julio de 2007 fue destronado por el Burj Khalifa de Dubai—; la ciudad de un centro financiero impecable, intacto; la de discotecas futuristas que utilizan hologramas como decoración; la de barrios tradicionales con edificios antiguos y conservados. La ciudad que fascina. La que ilumina con su budismo arraigado, con su fe honesta.

Taiwán huele a condimentos y sabe a mariscos frescos. A arroz. A cerdo. A soja. A una cocina que tiene mucho de China continental y otro poquito de Japón, el país que dominó a la isla durante 50 años (hasta 1945, cuando fue devuelta a China).

En la calle, en los puestos de comidas que pululan, Taiwán sabe a lo que huele. Y es muy barato descubrirlo. Por un dólar se compra una tortilla con relleno de ostras o calamares, con especias y salsas que le dan ese sabor, ese olor. Por dos dólares, una cajita de alas de pollo. Por tres dólares, un pescuezo de pato tostado.

La comida es sagrada en Taipei. Ella sí es omnipresente. Hay un puestico en cualquier esquina de cualquier barrio de cualquier rincón de la ciudad. Abundan, especialmente, en los mercados nocturnos, que son una especie de feria, de culto, a los alimentos y a la ropa barata, baratísima. Mercados que tienen nombres como Shilin, Ximen o Huaxi —tan populares como los templos—, en los que se exhiben las modas que llegarán en unos días a Colombia bajo reconocidas marcas, a precios cinco y hasta diez veces mayores.

Buena parte de la vida nocturna de Taipei transcurre en los ‘night markets’. Más que de mercado, el ambiente es de festival. Se ven jóvenes en grupos tomándose un trago. Se ven jovencitas hermosas, perfectas; perfectamente producidas como muñecas de anime: pestañas postizas, pelos largos con cortes simétricos, altas, piernas largas, rubor en las mejillas, brillo en los labios; a la moda, siempre a la moda. Se ve un novio vestido con traje blanco, arrodillado, proponiéndole matrimonio a la novia en la mitad de la calle; de fondo suena el piano de un músico callejero, la novia se ríe con una risa entre nerviosa y avergonzada, dice sí, la multitud aplaude, una turista chilena llora. Se ven otras jovencitas hermosas, naturalmente hermosas.

Taiwán huele a condimentos; sabe a mariscos, arroz y soja; y se ve iluminada siempre: por los letreros verticales acomodados en lo alto de los locales comerciales, por las luces de las motos que en los semáforos parecen enjambres de abejas; por los templos budistas que tienen luz propia y que, según dice un informe de 2005 recogen la fe del 35% de los habitantes de este país.

La devoción honesta, limpia, clara, de los taiwaneses hacia Buda hace renacer la fe del incrédulo. Le devuelven las ganas de creer, de orar, de ofrendar. Están ahí, en silencio, frente a un altar prodigioso, repitiéndose un mantra para el amor, por la fertilidad, por la salud, por la claridad; pidiéndole a su guía una respuesta que puede llegar, literalmente, en forma de un pequeño pergamino que algunas voluntarias interpretan. Están ahí de paso, o hace horas y horas, bajo una concentración imperturbable. Y uno alcanza a pensar que es esa fe constante la que ilumina el templo.

Está el majestuoso Templo de Confucio. El Monasterio de Fo Guang Shan. Otro templo, pequeñito y escondido, dedicado sólo al amor. Y el más antiguo: el de Longshan, construido en 1738 por colonos procedentes de la China continental. Y detrás del templo más tradicional de la isla está el mercado nocturno de la calle Huaxi: más legendario, más popular, con más alma taiwanesa. Lo llaman también el mercado de las serpientes y uno camina por esa calle estrecha, caótica, con los ojos fijos en los puestos de comidas esperando a que aparezca una. Viva o rostizada. Y cuando ya se han perdido las esperanzas porque el caos y los olores y las motos que se atraviesan lo van impacientando, se ve una fachada con una boa enorme dibujada. La misma boa está adentro en una pecera gigante, como muerta, pero de cerca se ve que sí respira. A un lado un letrero dice “prohibidas las fotos” y al otro está una jaula con ratones que son el alimento del reptil color piel. Hay serpiente en sopa. Serpiente asada. Serpiente en cualquier preparación.

En Taipei de noche se ven las luces del comercio y las del metro de la ciudad —conocido como M.R.T.—, que tiene seis líneas, que moviliza a siete millones de personas (en toda la isla viven 23), que funciona de una manera tan intuitiva que el usuario no necesita hablar ni mandarín, ni inglés, ni mucho menos taiwanés para ubicarse y familiarizarse con las señales. Tan fácil como seguir las líneas dibujadas en el suelo. Un metro que, además, está vivo todos los días hasta las 12 de la noche. Incluidos los domingos que en Bogotá, por ejemplo, son desérticos.

Se ven luces y se ve mucha televisión. Taiwán es una de las naciones del mundo con mayor concentración de medios televisivos —9 canales de noticias 24 horas, 19 noticieros nacionales nocturnos y alrededor del 85% de penetración de televisión por cable—. Se ve libertad de prensa en un país que, a diferencia de China, está bajo un gobierno democrático. Se ve una isla con una historia de resistencia que le ha valido el calificativo de la provincia rebelde (en 1949, cuando los nacionalistas fueron derrotados por los comunistas en el fin de la Guerra Civil China, los vencidos se tomaron la isla y allí se han mantenido bajo la amenaza de China continental de recuperarla a cualquier costo).

Taiwán huele a condimentos, sabe a mariscos, se ve iluminada y se escucha en por lo menos tres idiomas: el minayu (o taiwanés), el hakka y el mandarín. En el metro de Taipei, a veces, muy pocas, se escucha un inglés pausado, sobre todo en boca de los más jóvenes. Y en las discotecas, en las dos más famosas y suntuosas —Luxy y Myst—, la ciudad suena a R&B, pop, electrónica, indie, tecno. A fiesta londinense, diría algún turista, alguno de las decenas de europeos que se ven en el club siempre acompañados de una taiwanesa. De las jovencitas hermosas maquilladas en exceso, con sus ojos de muñeca y sus vestidos de fiesta cortos y ajustados.

Por Carolina Gutiérrez Torres / La periodista recibió una beca de la Oficina Comercial de Taiwán en Colombia para viajar a ese país y conocer el desarrollo de sus medios

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