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Adiós al padre de los desprotegidos

El Padre Javier De Nicoló falleció el martes en la noche a los 88 años. Desde que llegó a Colombia, en 1949, se dedicó a ayudar a los miles de jóvenes que vivían en las calles y a devolvérselos productivos a la sociedad.

Redacción Bogotá
23 de marzo de 2016 - 09:56 p. m.

Durante la mañana de el martes, entre las tendencias que Twitter registra en Colombia (el ciclismo de Nairo Quintana, Michelle Obama, Miércoles Santo) se coló el nombre de un padre que replicó desde el alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, hasta el presidente Juan Manuel Santos. Todos lamentaban la muerte de ese cura italiano llamado Javier de Nicoló, quien llegó a Colombia un día de octubre de 1949. Y lo recordaban replicando sus frases que creían más memorables: “Cuando se aprende con cariño, se aprende más rápido”. “La única forma de cambiar a las personas es el amor”. “Ayudar a un pobre nunca será refutado”.

A simple vista podrían parecer obviedades y reflexiones de cajón. Pero para cada frase Nicoló tenía un sustento basado en anécdotas y aprendizajes que le habían dejado décadas de trabajo con la que puede ser la población más vulnerable del país: los niños y adolescentes que por el azar nacieron o desembocaron en la calles y en sus recovecos llenos de drogadicción e indigencia.

Su gran logro fue haberlos extraído de esos escenarios sin oportunidades para devolvérselos a la sociedad como personas productivas. Las cuentas de a cuántos ayudó no son claras. Algunos hablan de miles. Él, en una entrevista de 2014, dijo que aunque nadie llevó una estadística, esa cifra puede ser de dos millones y medio. Dos millones y medio de jóvenes con los que aplicó una fórmula que le pareció infalible: agarrarlos entre los 15 y 22 años, “porque a esa edad son pensantes” y enseñarles de qué se trata esa abstracción llamada amor. “El hombre es un centro de relaciones: lo esencial es el amor. Si tú eres un niño que no se relaciona bien con tus papás, ¿qué le puedes pedir?”, le dijo a El Tiempo en 2012.

Y eso, en la realidad, era para él reconciliación, diálogo, deporte, buena comida, enseñarles a todos lo útiles que pueden llegar a ser. “La palabra mágica es saber acoger. Lo que no logran los psiquiatras y los psicólogos en 10 años yo lo logro en dos meses. Si no hubo hogar, ¿qué hacemos? Si tú lo acoges bien a lo largo de los años que quedan, sobre todo en la adolescencia, revive”, aseguró en otra entrevista.

Pero detrás de esos intentos por rescatar a los adolescentes colombianos de las calles, Nicoló tenía la firme convicción de que para un país resulta mucho más productivo y útil concentrar sus esfuerzos en los más pequeños antes que en otro grupo poblacional. “¿No sería considerable para Colombia atender esta población? ¿No será el factor de la violencia producto de su desatención?”, se preguntaba alguna vez. “Se suele decir que Colombia es un país violento, pero en realidad tendríamos que decir que es un país ‘deseducado’”. Palabras tan usuales como la necesidad de más cárceles eran para Nicoló una reflexión disparatada: “¿Es lógica esa frase? ¿Es lógico decir que este país va mal porque no castiga?”.

Casi todas las pronunció mientras estuvo al frente del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idiprón). Allí llegó en 1971, luego de tener la certeza de que sus días estarían al servicio de la sociedad. La Segunda Guerra Mundial, que vivió en Bari (Italia), su ciudad natal, le había enseñado que esa era la mejor manera de construir eso llamado felicidad. Por eso se vino a Colombia a trabajar en Agua de Dios, Cundinamarca, con los pacientes con lepra. Por eso, ya como padre de la comunidad salesiana, se ingenió el Idiprón hasta que en la administración de Samuel Moreno supo de la burocracia que terminó alejándolo del puesto. Ya estaba en edad de retiro, le dijeron. Él se sentía en sus cabales y los miles de protegidos así se lo recordaron a Bogotá con varias protestas. Muchos de ellos, seguramente, volverán a recordárselo cuando lo velen. El pasado martes, con 88 años, falleció a las 11:08 p.m. en el hospital San Ignacio.

Por Redacción Bogotá

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