Alberto López, el habitante de calle que se hizo oír

Desde niño, su búsqueda vital fue la libertad. Luego de la clausura del Bronx, pasó de las ollas al Congreso, el Concejo y los medios de comunicación, como una voz capaz de explicar la calle desde adentro y sin prejuicios.

Jaime Flórez Suárez
10 de diciembre de 2016 - 12:36 a. m.
Alberto López de Mesa, arquitecto, artista y habitante de calle / Cristian Garavito
Alberto López de Mesa, arquitecto, artista y habitante de calle / Cristian Garavito

A los 10 años

Orestes tenía 14 años y el cabello largo. Fue el primer hombre al que vio usar un arete. Caminaba por la mitad de la calle con un porro entre los dedos, soltaba el humo de la bareta con desfachatez. Las señoras se asomaban y le daban consejos nunca pedidos: “Mijo, no cojas por ese camino”; “ay, te vas a perder, Orestes”. En el barrio nadie lo quería, pero Alberto López, que a principios de los setenta apenas llevaba diez años en la vida, lo veía distinto. Sentía que algo los unía, aunque a los ojos de los vecinos eran niños opuestos. (Lea: La calle a través de los ojos de quien la vive)

Alberto López de Mesa veía libertad en el desenfado de Orestes. Y la libertad era el destino vital que había decidido perseguir. Ya en sus primeros años emprendía en solitario caminatas largas para conquistar cerros desconocidos o se lanzaba al mar para colonizar las playas lejanas de su Santa Marta natal. La independencia era su rasgo prominente. Tal vez producto de la orfandad que carga desde los 9 años, cuando quedó al cuidado de una abuela y seis tías. Una independencia enmascarada con una especie de soledad que, sin saberlo entonces, compartía con Orestes. (Lea: Al habitante de calle no lo invitan a participar de su destino)

El signado acercamiento al fin se dio y Alberto López conoció la casa de Orestes. Ese adolescente, que vivía solo y con la plata que su mamá le enviaba desde el extranjero, era para Alberto una especie de héroe con equipo de sonido y televisor propio. Cuando entró a su cuarto tuvo una revelación: las paredes estaban marcadas con grafitis y pinturas de vanguardia que hacía “el descarriado”. Y Alberto entonces solo pintaba angelitos y recibía clases de un estricto maestro que lo corregía con pincelazos en las manos. No pasaría mucho tiempo para que, con Orestes, fumara marihuana por primera vez.

A los 30

Alberto López ya trepaba al “éxito”. Tenía la plata, la fama y el amor. Pero también lo tentaba el bazuco. Se había graduado de arquitecto de la Universidad Nacional, en Bogotá. El ejercicio de la profesión empezó y terminó con una cabaña que le diseñó a un amigo porque prefirió dedicarse al arte. Escribía y hacía títeres. Se presentaba en festivales de teatro, incluso dirigía uno en Bucaramanga. Daba clases en una universidad, hacía libretos para programas infantiles de televisión y trabajaba en agencias de publicidad, para las que hizo campañas famosas como la de “Sin Condón ni Pío”.

Lo rodeaban artistas y bohemios. Y en ese ambiente probó el bazuco. En una de su parrandas, en 1988, se coló un bailarín que le ofreció bazuco. Alberto López se enganchó. Empezó a bajar las escaleras del éxito, pero todavía le quedaba el amor. A Emilia la había conocido en los tiempos de la universidad. Iba en sexto semestre cuando se cruzó con una primípara que le movió el piso, quien, después de una charlada, lo invitó a estudiar a su casa. Pero esa no iba a ser su esposa. Cuando tocó la puerta apareció Elisa, la hermana de la primípara, y lo encantó. Luego la escuchó entonando canciones de Mercedes Sosa y ese amor se volvió un hecho. Se casaron en una iglesia antes del grado de Alberto. A los pocos meses llegó el primer hijo.

Alberto López pasó una década fumando bazuco pero sin dejar de ser alguien “funcional”. Se pegaba sus rumbas pero trabajaba y era hombre de familia. También empezó a ir a las ollas. La de La Favorita, en el centro, fue la primera. Allá llegaba con un médico y un ingeniero a consumir bazuco. Se consiguieron una habitación que incluso entapetaron. El “palacio” les duró hasta que los atracaron, pero ese trío era considerado “buena clientela” y los encargados de la olla mataron a uno de los ladrones. Eran los momentos previos al declive de Alberto.

Su esposa dijo las “palabras mágicas” que se le quedaron grabadas: “Alberto, los niños están creciendo”. Eso significaba que no podía seguir con el bazuco y la familia. Tenía que elegir. Entonces se fue a callejear tiempo completo. Sin la plata, la fama ni el amor, se dedicó a reciclar, consumir y sobrevivir.

A los 50

En mayo de este año, Alberto López había decidido salirse de la fiesta más larga de su vida. Fueron 8 años de consumir sin parar, de vivir entre calles y vicios. La resaca apenas comenzaba cuando, el 28 de ese mes, la Policía, la Fiscalía y el Distrito se metieron a la olla más grande del país, en la que tantas cosas felices y duras vivió.

Alberto López se convirtió en una voz sobresaliente entre los habitantes de calle. Inteligente y elocuente, era quien podía explicar, desde adentro, las necesidades, los miedos y hasta las propuestas de esa población, que luego del operativo se dispersó por toda la ciudad, en medio de una crisis social que el Distrito intentaba manejar, pero que lo desbordó. Entonces, Alberto pasó, en cuestión de un mes, de frecuentar las ollas a pasearse por el Congreso, el Concejo y las salas de redacción de los medios.

Su visión sigue siendo la de la defensa de la libertad por encima del prejuicio, como cuando era un niño y encontraba encanto en Orestes, el “pelao problemático”: “Hay muchas maneras de existir en la ciudad. Uno no puede decir que el ser humano perfecto es el que tiene casa, carro, beca y viste de corbata. No, el ser humano es diverso y en esa diversidad hay quienes encuentran en la anomalía, en la trashumancia, en vagabundear una forma de existir que si no atenta contra otros, es tan válida como la del panadero o la del oficinista”, dice Alberto López de Mesa, el artista, el activista, el habitante de calle que se hizo oír.

 

Por Jaime Flórez Suárez

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