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Una caminata hacia el infierno

Esta es la historia de Lucas, un perro por el que su captor pidió más de un millón de pesos. La recompensa fue pagada.

Mateo Osorio Jaramillo / Especial para El Espectador
22 de abril de 2008 - 11:57 p. m.

Como todos los martes por la mañana, el primero del mes de febrero de este año Alcides, uno de los tantos paseadores de perros que tiene Bogotá, recogió a Lucas, un pointer inglés que acababa de cumplir nueve meses, para llevarlo a su salida habitual. Eran las nueve. El comienzo del drama explotaría siete horas más tarde, cuando el paseador retornó a la casa de Carlos Jaramillo sin Lucas. Entre tantas otras cosas, dijo que se le había perdido en un momento en el que jugaba con otro perro. Que lo había buscado por todos lados, que eso no le había ocurrido jamás, que los perros jamás tenían ese tipo de comportamiento.

Después de la tensa discusión, comenzó la pesadilla. Jaramillo empapeló las calles con fotos del perro; conversó con otros paseadores, con los vecinos, denunció la desaparición en la estación de Policía del barrio El Virrey, y armó un ejército con sus amigos para buscar día y noche, durante meses, a Lucas. “Podría parecer irrelevante, pero dejé pendientes en muchas ocasiones mis obligaciones de estudiante universitario, en parte porque la preocupación me quitaba tiempo y en parte porque la tristeza no me dejaba ni pensar”, diría al relatar la historia.

Miles de preguntas rondaban en ese momento por su cabeza: la primera, obvio, era si el perro estaba vivo, y en caso tal, si dormía en la calle o si lo habían recogido, si lo alimentaban bien o si por el contario lo maltrataban; si lo bañaban, si le tenían un juguete. Sin embargo, la duda que más lo atormentaba era pensar en quién o quiénes podían tenerlo, quién o quiénes podrían hacerle daño a un ser tan indefenso.

Con el transcurso de los días, Jaramillo se sentía deambulando por la vida sin su mejor amigo. Cuando pasaba por el parque de la 87, donde tantas otras veces había jugado con Lucas, y lo había visto corretear o inclusive pelear con otros perros, una mezcla de rabia y desolación lo acosaba. Lucas había sido un autorregalo para la familia Jaramillo, parte de la ternura que necesitaba. Lo habían bautizado así, sencillamente, porque tenía cara de Lucas.

Pasados algunos meses, una niña llamada Marta, paseadora de perros como Alcides, le contó a Carlos Jaramillo que en una casa aledaña a donde ella vivía se oían constantemente aullidos y que muchos vecinos habían visto a un perro que, de acuerdo con la descripción que él había hecho, era idéntico a Lucas. ¿Cómo saber que se trataba del perro? ¿Por qué sabía ella esa información? ¿Cuánta gente estaba detrás de todo esto? Coincidencialmente, su vecino, dijo la tal Marta, conocía a Alcides. Con la ayuda de Marta y tras una larga cadena de intermediarios, especialmente vecinos y amigos de los dueños del perro, Carlos estableció un contacto con el secuestrador. A partir de ese momento empezó un tire y afloje entre los dos, discutiendo la suma de dinero, el lugar y el día para devolver “sano y salvo” al animalito.

Tiempo después, tras una conversación telefónica y un acuerdo previo entre las partes, había llegado el día en el que Carlos Jaramillo podría acariciar nuevamente a su amada mascota. No obstante, luego de varias horas de espera, Jaramillo se fue. “No, nunca llegó nadie”, dijo en la casa. Horas más tarde llamó el secuestrador con un tono de voz grave, alegando que la cifra ofrecida inicialmente, 350.000 pesos, era muy bajita y que por eso no se había presentado con Lucas.

Después de un inclemente “yo lo vuelvo a llamar”, colgó el teléfono. La cabeza de Jaramillo estaba a punto de estallar. ¿Hasta qué valor podían asumir su bolsillo y el de su familia? ¿Le bastaría un monto al secuestrador, o acaso, como en una subasta, aquel era el principio de un eterno juego de valores? Durante semanas el silencio fue una constante. Una dolorosa constante. Una tarde, el secuestrador volvió a llamar. Jaramillo ofreció 500 mil pesos. De inmediato, subió su oferta a 700 mil, y luego, a más del doble. A los pocos días, en un parque lejos de cualquier policía, conoció personalmente al secuestrador. Cuando se aprestaba a pagarle “la recompensa”, como decidieron llamarla, oyó ladrar a Lucas, que estaba en un carro.

Los sentimientos eran encontrados y las lágrimas, incontenibles. Tras haber pagado 1'500.000 pesos (Lucas costó 400.000 pesos), Jaramillo podía reencontrarse con su ser querido. La única seña por la que lo pudo reconocer fue por una cicatriz que Lucas tenía desde cachorro, ya que físicamente estaba devastado y carcomido por distintos brotes en la piel. La pesadilla había llegado a su fin a cambio del dinero y de no denunciar al secuestrador a la policía.

La costumbre del secuestro había vuelto a salir victoriosa, ahora con un animal. Jaramillo lloró ese día una vez más. Por impotencia, por el país, por la ausencia de valores, porque sí y porque no. Al día siguiente, cuando le preguntaron quién había entregado el perro, dijo que un muchacho muy joven. “Y lo peor —aclaró— es que nunca sabremos si fue Alcides o no”.

En cifras

$400.000

Costó Lucas, el perro de raza pointer inglés que fue secuestrado mientras lo llevaba un paseador.

$1’500.000

Fue lo que pagó Carlos Jaramillo por el rescate de su mascota, la cual había adquirido hacía nueve meses.

Por Mateo Osorio Jaramillo / Especial para El Espectador

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