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El barrio de Bogotá acogido por los cerros orientales

Le contamos la historia detrás de Cerro Norte, uno de los lugares más conocidos de los cerros orientales. Sus habitantes tuvieron que crear su acueducto, colegios y hasta sus propias vías.

Laura Dulce Romero
27 de junio de 2015 - 02:16 a. m.
José León, de 92 años, hace parte del grupo de los primeros pobladores de Cerro Norte.  /C ristian Garavito
José León, de 92 años, hace parte del grupo de los primeros pobladores de Cerro Norte. /C ristian Garavito
Foto: Cristian Garavito/ El espectador

Todo aquel que pasa por la calle 160 con carrera séptima, en la localidad de Usaquén, y alza la mirada hacia la zona de los cerros que ahora está lleno de casas, pensará que se trata de un barrio de invasión.  Las viviendas de ladrillo, que están un poco desordenadas, dan la impresión de que a ese lugar llegaron centenares de familias y se asentaron de manera arbitraria. Y aunque parte de la historia ocurrió así, hay otra que llama mucho más la atención: el barrio Cerro Norte es un sector legal y muy organizado gracias al trabajo de su comunidad. 
 
Los primeros habitantes llegaron a mediados de la década de los sesenta. “Todo esto eran lotes grandes, llenos de verde. Cuando llegué, sólo habían unas casitas, muy pocas y muy precarias, con lonas y palitos”, cuenta María del Carmen Rojas, quien reside en el barrio desde 1968. 
 
Al principio tuvieron que pasar por muchas dificultares para organizarse y, sobre todo, para sobrevivir. Primero, porque durante cuarenta años tuvieron que lidiar con canteras ubicadas a un lado de sus casas. Los mismos pobladores trabajaban en ellas sacando materiales de construcción, actividad que desarrollaban usando pólvora, lo que la convertía en un riesgo, no sólo para su vida, sino también para sus viviendas, pues el cerro empezó a ceder en ciertas zonas.  
 
Fueron pasando los primeros años y su precaria forma de vivir parecía no cambiar. No había agua, así que las personas debían buscar pozos del cerro: “Cada uno intentaba ir con baldes a los nacimientos que encontrábamos y de ahí sacábamos para cocinar, lavar, bañarnos”, recuerda Luisa María Bohórquez,  habitante de Cerro Norte. 
 
Con la luz y el gas pasó algo parecido. Los primeros pobladores tuvieron que sacar grandes troncos del bosque para convertirlos en poste y, a su manera, extender los cables de energía que llegaban hasta las urbanizaciones ubicadas debajo de la carrera séptima. Por otro lado, para cocinar, también sacaron provecho de su entorno y con tres piedras y varios palos prendían los fogones. 
 
Pero si estos eran los servicios, lo peor ocurría con el transporte. Para subir la loma, los habitantes tenían que comprar animales de carga. “El que no tenía burro era un burro, porque subir a pie era muy duro, debido a que no había vías”, dice entre risas María del Carmen Rojas. Sólo hasta el año 1985 pudieron entrar los primeros camperos a la zona y hasta 1999 les pavimentaron la vía. 
 
La necesidad, las carencias y la ausencia de alguna figura que regulara y mejorara las condiciones de vida de estas personas hicieron que ellas mismas se organizaran. En la década de los ochenta tuvieron que crear una represa, que construyeron con sus propias manos. También, armaron su colegio, pues era prioridad para ellos que sus hijos fueran a la escuela y la acción de la Secretaría Distrital de Educación no llegaba hasta allá. 
 
Todos estos esfuerzos hicieron que en 1982 el Distrito por fin les legalizara su barrio. Con esta decisión, fue obligación del Estado responder por los servicios públicos, la educación y el transporte, que se demoró hasta el año pasado, cuando llegó el primer bus del Sistema Integrado de Transporte (SITP). Los primeros pobladores  reconocen que vivir en los cerros orientales al comienzo fue un acto heroico, pero entendieron que respetando  la montaña, esta podría acogerlos.  Estos ciudadanos, que ahora están organizados como el Club de Los Conquistadores, aprendieron a valorar la tierra que tienen, muy privilegiada y apetecida por las constructoras, que tanto los acechan. 
 
Ellos, como los viejos conocidos que son del cerro, hoy tratan de cuidarlo, como José León, quien a sus 92 años, aún lo recorre de extremo a extremo. Conocen cómo se comporta, sus riesgos y cómo mitigarlos. Cada vez son más conscientes de la importancia de cuidar las pocas zonas verdes y las fuentes hídricas. Les enseñan a sus hijos y nietos su sabiduría y su fortaleza para defender este territorio del que no quieren salir jamás. Aún faltan muchos retos, como acogerse a la reglamentación del fallo del Consejo de Estado sobre los Cerros Orientales, pero están tranquilos porque lo más duro ya pasó y porque hoy tienen la fortuna de vivir en un lugar digno (aunque haya sido sin ayuda del Estado), que tiene la vista más bella de la ciudad. 

Por Laura Dulce Romero

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