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El día que conocí a 'Calidoso'

En febrero pasado, a las 10:00 de la noche de un jueves, salí de la biblioteca de la Javeriana y lo único que quería era llegar rápido a casa. Había sido un día pesado, de esos en los que parece que nada más puede salir mal.

Laura Tatiana Peláez Vanegas
17 de mayo de 2014 - 05:05 a. m.

 Crucé el túnel de la Séptima buscando algo de plata en la mochila, rogando que tuviese al menos $2.000 o alguna tarjeta de Transmilenio con saldo. Nada.

Al salir del túnel vi a un hombre sucio, con ropa desgastada y un gorro. Me lo había encontrado otras veces, cuando salía tarde de estudiar. No había casi nadie y lo único que se me ocurrió fue ignorarlo para evitar que me pidiera plata o comida, incluso decidí no sacar el celular para evitar que se fijara en él. Aceleré el paso. Más adelante, intenté llamar a mi mamá, pero el celular se descargó. Sentí unos pasos alcanzándome, tuve miedo, quería llorar, y vi aquel hombre.

Mona, ¿tiene una monedita? Le dije que no. Tenía los ojos aguados pero no lloré. Recordé lo que me decía mi mamá: “No demuestres miedo”. Volvió a preguntarme y de manera cortante le dije que no tenía y se me salieron las lágrimas. No sé si fue mi cara de desesperación o el llanto, pero aquel hombre, que hasta ese momento era un habitante más de la calle, me hizo una pregunta que me sorprendió: Monita, ¿qué me le pasa?

Le respondí que no tenía plata ni para el bus. Me sentía ridícula desahogándome con una persona que ni siquiera conocía y que, además, era un indigente, como les decimos. Sumado a eso pasó por mi cabeza que él tenía problemas peores, necesitaba plata para comer y esa era su cotidianidad, mientras que yo estaba llorando, porque sólo un día del año, no me habían salido bien las cosas.

Sacó de algún bolsillo de su raído pantalón unas monedas. Esto fue lo que recogí mona, no sé si le sirva, pero no llore más, venga la acompaño pa’ que no me le pase nada. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo: “Me dicen el Cali, Calidad, Calidoso”. Le di las gracias, le dije que me llamaba Tatiana y que si necesitaba cualquier cosa me avisara. Me lo seguí encontrando cuando bajaba por la calle 39 para tomar el bus, nos saludábamos. Algunas veces ya sabía a qué hora encontrarlo y le daba cualquier cosa de comer a él y sus mascotas. Calidoso me enseñó algo que parece muy elemental, que decimos pero no practicamos: que todos somos humanos y ciudadanos con los mismos derechos. Aunque quienes lo mataron, prendiéndole fuego, no entrarían en esta clasificación.

 

 

Las crónicas en este espacio han sido escritas para El Espectador por estudiantes de la revista Directo Bogotá de la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Pontificia Universidad Javeriana.

Por Laura Tatiana Peláez Vanegas

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