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El drama en las salas de urgencias de Kennedy

Una jornada con la Personería muestra cómo es trabajar y ser atendido en un hospital que se ha declarado en emergencia.

Susana Noguera Montoya
04 de octubre de 2015 - 02:33 a. m.

Dayane Narváez, enfermera que lleva dos años en las brigadas del grupo Personería Asistencia en Salud (PAS), recorre una vez por semana los hospitales públicos de Bogotá para indagar cómo atienden a los pacientes. El carro en el que viajan no tiene avisos y no le pueden contar a nadie su itinerario. El elemento sorpresa es clave. “Una vez el hospital que visitamos se enteró antes y escondió a todos sus pacientes de urgencias en el segundo piso”, recuerda.

Hace poco logró que una niña de 14 años que había inducido un aborto recibiera atención oportuna y se salvara de morir por una infección o un sangrado prolongado. Todo un logro en medio de un trabajo que le exige visitar los 22 hospitales públicos del Distrito.

El recorrido de hoy empezará por el Hospital de Kennedy, que hace un mes se declaró en emergencia por infraestructura y personal insuficientes. Es el epicentro de la salud para una localidad de un millón de habitantes, también víctima del carrusel de la contratación: ha estado en obras por más de cinco años. La más reciente asignación de $600 millones es un pañito de agua tibia en la frente de un moribundo. La sala de emergencias, por ejemplo, funciona en una improvisada edificación erguida en lo que era el parqueadero.

Al llegar al Hospital, la enfermera se baja del carro y se sube la cremallera de su chaqueta negra. Su reloj le avisa que son las 9:10 de la noche. Sujeta su portapapeles con fuerza y entra.

En reemplazo del característico aroma a cloro de los centros de salud, allí se siente un sutil olor a sudor, ya que muchos pacientes pasan horas sentados a la espera. Dayane no aminora su marcha. Empieza a preguntar y anota datos: el nombre del paciente, el dolor que siente, el diagnóstico que le han dado y, claro, la pregunta reina: ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

Maritza y su hijo de 17 años llevan cinco horas. Llegaron después de que en el Hospital de Bosa no hallaron la razón para que él sufra lo que parecen ataques epilépticos. “Empezó con eso de los temblores cuando lo apuñalaron dos veces en el pecho y el brazo”, explica la madre. Un delegado de la Personería llama al Doctor Zapata, coordinador de urgencias que está de turno, y le explica la situación. Él médico atiende alarmado al escuchar la palabra puñalada, pero al examinarle el pecho se da cuenta de que la cicatriz es antigua. “No, doctor. Él (el hijo de Maritza) está mal de la cabeza”, advierte Maritza. “Por favor, no nos diga que nos vayamos. ¡Es cierto! En Bosa no nos creyeron. Dijeron que estaba bien del corazón, que nos fuéramos. Pero yo sé que algo le pasa”. Martiza ruega como solo una madre puede hacerlo.

Es jueves y la sala no está tan llena como los sábados. No hay heridos. El único que sangra es un hombre con una hemorragia nasal con la que lleva 15 días. Nadie sabe por qué.

Al subir al segundo piso un vigilante y dos policías dan la bienvenida con una casi imperceptible inclinación de la cabeza. Abren una pesada puerta de metal para liberar un penetrante olor a orina. El pasillo está iluminado con bombillos ahorradores que empiezan a fallar. Al fondo suena una canción de Diomedes Díaz y dos enfermeras llenan una interminable pila de papeles. Una de ellas, la enfermera auxiliar de turno, explica que esta parte del Hospital era de oficinas, pero cuando entró en crisis quitaron los escritorios y pusieron camillas.

Hay siete pacientes en una habitación donde debería haber cuatro. “A veces llegan para reanimación y a uno le toca correr por todo el hospital buscando una bomba de aire”, cuenta la enfermera. Para sacar al que está al fondo hay que sacar las camillas del resto. “Venga un sábado a las 3:00 de la mañana. Sumercé verá a los pacientes tirados en el piso”. Después de escucharla atentamente, el doctor Jaime Fernández, delegado de la Personería, se despide. Ha escuchado esa historia muchas veces.

Deja atrás al hijo de Maritza, que está recostado sobre una pared prefabricada, con suero intravenoso y un rótulo escrito con marcador negro que dice: “psiquiatría”. El especialista llegará el día siguiente. Su mirada perdida no parece darse cuenta de que los delegados de la Personería se van.

En el carro, Dayane y Fernández explican que las salas de emergencias permanecen llenas no solo por los pacientes que llegan, sino por los que no se van. En Kennedy había tres casos de pacientes que llegaron con afecciones cardiacas y llevan quince días esperando a que la EPS apruebe su traslado a un centro asistencial con unidades coronarias. Dayane concluye: “Cuando no son ubicados, se recuperan del episodio y no quieren estar más en el hospital, así que se van. Como los problemas generalmente no son tratados a fondo, normalmente sufren otra emergencia. Algunos fallecen en sus casas”.

Bosa

El carro de la Personería llega al hospital de Bosa al tiempo que lo hacen dos ambulancias. De la primera se baja una joven de 17 años acompañada de su padre.

Las camillas entraran rápidamente. El guardia anuncia que la directora del Hospital, Claudia Liliana Moreno, dio instrucciones para que no dejaran entrar a funcionarios de la Personería con equipos de grabación. Un médico que solo se identificó como “la persona que está de turno” ingresa con una delegada de la Personería para pedirle permiso a la directora.

La razón para el hermetismo es evidente. En un espacio diseñado para 18 pacientes se amontonan más de 30. Las bolsas de suero cuelgan de puntillas clavadas en el cielo raso, que parece listo para colapsar. Dayane entra a la base de datos de Hospital para averiguar por Diego*, joven que sufrió un politraumatismo después de un accidente de tránsito. Debido a su estado de salud deben trasladarlo esa misma noche.

Cuando las cámaras pueden entrar, el personal empieza a quitarse los distintivos con sus nombres. Nadie habla. En medio de la situación, la niña de 17 años que había entrado con su papá intenta esconderse lo más posible. Corre su silla hacia una esquina con la esperanza de que nadie la vea. Su padre se acerca a ver si alguien puede agilizar el proceso. “A mi niña casi la violan. Unos muchachos, drogadictos sin escrúpulos, intentaron hacerle daño. Si no fuera por unos transeúntes que los interrumpieron, quién sabe qué le habría pasado”. Después de media hora, una enfermera pone en marcha el protocolo que se debe aplicar cuando hay código blanco. Así llaman a las mujeres cuando llegan a los hospitales víctimas de una agresión sexual.

Mientras tanto Dayane se comunica con La Misericordia, hospital pediátrico de alta complejidad donde acceden a recibir a Diego. Con una sonrisa anuncia su conquista. “Uno tiene sus contactos para que lo ayuden con estos casos complejos”.

Cuando la directora se entera de que hay un medio de comunicación dentro del Hospital llama a “la persona que está de turno” para que explique que “la Personería puede entrar porque es un ente regulatorio, pero los medios de comunicación deben pedir permiso por medio de una carta con días de anticipación. Así que deben irse”. Al salir, Diego está entrando a una ambulancia junto con su mamá. La mujer se acerca, le toma la mano a Dayane y le agradece una y otra vez. La enfermera mira al muchacho, que todavía tiene heridas en la cara. “Vas a estar bien, Diego. Vas a estar bien”. 

*Nombre cambiado.

Por Susana Noguera Montoya

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