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Lo que el fuego no quemó

Jóvenes defensores del territorio y el agua en Tunjuelito buscan pervivir pese a la hostilidad de grupos anónimos que en los últimos ocho años han incendiado tres veces su sede.

Camilo Segura Álvarez
08 de julio de 2013 - 10:00 p. m.
Los jóvenes del Centro Experimental Juvenil de Tunjuelito junto a los rastros del incendio. / Andrés Torres
Los jóvenes del Centro Experimental Juvenil de Tunjuelito junto a los rastros del incendio. / Andrés Torres

“Nos dimos cuenta de que este dolor nos hace más fuertes y grandes. Entraremos de nuevo al ruedo con gigantes pasos alimentados de esperanza, sueños y metas; dirigidos por corazones, mentes y almas admirables, desinteresadas y guerreras, que seguirán luchando por los niños, adultos y ancianos hacia una sociedad que se dé el lujo de disfrutar en todo aspecto la palabra VIVIR”. Este es un aparte de un texto que los jóvenes del Centro Experimental Juvenil de Tunjuelito pegaron en la puerta de su biblioteca comunitaria horas después de que fuera incendiada el pasado 29 de junio. Un incendio de los tres que han tenido que soportar durante los últimos ocho años sin que, hasta hoy, existan responsables judicializados.

Todo comenzó en 1996. La administración de Antanas Mockus decidió construir un jardín infantil en la Avenida Boyacá, muy cerca de la intersección con la avenida Villavicencio, doscientos metros al norte de lo que hoy es el Portal Tunal de Transmilenio. Si bien se hizo, el centro educativo nunca funcionó, pues, tarde, las autoridades descubrieron que estaba muy cerca de la ronda del río Tunjuelito, en el sector que cruza el cuerpo de agua conocido como el pantano (o el humedal, aunque legalmente todavía no goza de esa categoría) La Libélula. Esa cercanía, por ley, prohibía que allí funcionara un jardín y, por lo tanto, la construcción quedó abandonada y funcionando como un hogar clandestino para habitantes de calle hasta 2001.

Fue en ese año que cerca de 30 muchachos de la localidad de Tunjuelito, influenciados por los movimientos okupas españoles, holandeses e italianos, que pelearon por dar uso a terrenos o inmuebles desocupados para denunciar y responder a las crisis económica y de vivienda de sus sociedades, llegaron al lugar para establecer un centro cultural juvenil. “Considerábamos que esto era espacio público. Lo primero que hicimos fue dialogar con los habitantes de calle para que desocuparan el lugar mientras arreglábamos el segundo piso. Lo logramos. Tuvimos que levantar una cama de basura de un metro de altura y comenzamos a ‘remodelar’ el primer piso. Pusimos ventanas, lo volvimos un lugar lúdico, de diálogo, amigable con los jóvenes de la localidad”, cuenta Norman Correa, uno de los muchachos que hoy, doce años después, sigue en el proceso del Centro Experimental.

Para no ser desalojados, estos chicos tuvieron que hacer todo el papeleo para fundar la Corporación Experimental Juvenil, con lo cual ya podrían pedir la edificación en comodato y comenzar a funcionar como casa cultural. No obstante, en 2003 la Junta de Acción Comunal (JAC) del barrio Ontario intentó sacarlos, y luego de un pleito con argumentos jurídicos los muchachos se quedaron con la mitad del inmueble y la JAC con la otra mitad, donde instaló un salón comunal. “En ese espacio, en el que creímos que íbamos a estar tranquilos, hicimos teatro, enseñamos a muchas personas a utilizar material reciclado para producir manufacturas, espacios de danza, de formación política y cultural. Muchas cosas que nos hicieron pensar que todo iba muy bien. Pero vino el golpe de 2005”, dice Esteban González, uno de los jóvenes que día a día van al Centro.

Ese golpe fue un incendio que acabó con el primer piso del lugar. Nunca se supo quién fue el responsable, pero los muchachos siguieron con su trabajo. Organizaron eventos comunales, como “chocolatadas” y bazares, para recuperar lo perdido. Efectivamente, lo lograron. Pero al tiempo afloraron algunos roces con los vecinos del conjunto residencial Tejares de Ontario, que son en su mayoría oficiales retirados de la Policía Nacional. “Nos decían que éramos unos marihuaneros, que éramos guerrilleros, mejor dicho, de todo. No les gustaba nuestro trabajo y tuvimos algunas rencillas, aunque con el tiempo hemos aprendido a convivir”, dice González.

Este diario visitó el barrio de los expolicías y consultó a algunos de los pensionados que allí viven. Sostienen que en principio era muy chocante el ambiente, pues no estaban de acuerdo con el trasfondo político que los jóvenes les daban a cursos de agricultura urbana o a los de uso de material reciclado. Coinciden en que el ambiente ha mejorado. Afirman que todavía no están de acuerdo con acciones como los grafitis que han hecho en el barrio, aunque sí reconocen que con el trabajo realizado en el humedal La Libélula le han ayudado al vecindario.

Y es que el humedal se ha convertido en la gran bandera de estos muchachos. Primero, hacia 2007, organizaron excursiones para que los vecinos se apropiaran de ese cuerpo de agua que divide a Tunjuelito de Ciudad Bolívar. Luego fueron más allá y, aprovechando que en los cursos de agricultura urbana que dictaron se habían inscrito muchos adultos mayores de origen campesino, organizaron con ellos tres huertas basadas en saberes ancestrales muiscas. “La idea no es que la comunidad se vuelva sostenible en términos de seguridad alimentaria, sino que los mayores tengan un espacio donde se sientan útiles, donde puedan vivir una simulación de lo que fueron como campesinos, y también que vivan el humedal”, afirma Correa. Hoy las huertas permanecen y el humedal se ha hecho transitable.

En La Libélula se registraron entre 2005 y 2010 cerca de 70 actos delictivos, cuentan funcionarios de la Alcaldía Local de Tunjuelito. “Se encontraban billeteras, maletas, rastros de ropa rasgada. Además, tuvimos dos casos de violencia sexual que, en su momento, le fueron atribuidos a habitantes de calle que, como no tenían la casa, organizaron cambuches alrededor del río”, dice uno de los asesores de Sandra Rodríguez, alcaldesa local de Tunjuelito, y agrega que “la fuerza que han adquirido los muchachos les ha permitido meterse en otros temas con la legitimidad que les da trabajar directamente con las comunidades”.

Uno de esos otros trabajos tiene que ver con la creación del Festival del Río Tunjuelito, que han promocionado por cuatro años. Balsas hechas con llantas y materiales reciclados recorren una vez al año, en una especie de reinado popular, el cauce de un río que sólo es navegable en invierno y que presenta uno de los más altos índices de contaminación del país, en parte por los desechos que años de minería irresponsable les han dejado a Usme, Ciudad Bolívar y a esta localidad. También han peleado con multinacionales que tienen plantas en Ciudad Bolívar, con Transmilenio y con Codensa por el manejo que le han dado al río que, dicen, sienten como propio.

“Ese trabajo ha generado grandes enemistades y por eso no nos animamos a decir quién nos quemó la casa en octubre de 2011, ni quién lo hizo hace 10 días; no lo sabemos”, dice Correa, y desmiente los rumores sobre conflagraciones provocadas por ellos mismos en un supuesto afán de victimizarse y lograr visibilidad. En los últimos días el Centro ha conseguido la solidaridad de varias organizaciones populares y de la misma administración distrital. Ahora, el gran reto de estos jóvenes es reactivar la biblioteca y la ludoteca para afianzar un trabajo que, si bien no goza de todas las simpatías, tienen el derecho a hacer públicamente.

csegura@elespectador.com

@CamiloSeguraA

Por Camilo Segura Álvarez

 

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