El silencio después del asalto al Bronx, la olla más grande de Bogotá

Desde finales de mayo de 2016, cuando la zona del Bronx fue intervenida por las autoridades, reinó una tranquilidad inusitada. La recuperación de este sector puso en evidencia los excesos cometidos por los grupos criminales. Reducción de homicidios fue del 46 %

Juan David Moreno Barreto
22 de mayo de 2017 - 02:00 a. m.
El silencio después del asalto al Bronx, la olla más grande de Bogotá

Un tenso silencio se apoderó del Bronx. Detrás del mural en el que estaba plasmado el rostro del padre Javier de Nicoló, el sacerdote que ayudó a rehabilitar a miles de personas, se escuchó una serie de pasos que de manera estrepitosa se hicieron más sonoros. Un soldado salió rápidamente del edificio amarillo y verde. Con una mano se agarró el estómago y con la otra se tapó la boca.

—Godoy, hermano, ¿le dio miedo? Le dijo un periodista entre burlas.

(Consulte aquí nuestro especial multimedia: Un año después del Bronx) 

No podía responder. En medio de las náuseas, escupió un poco y se unió a las risotadas. La llamada “L”, por primera vez, estaba desolada. Sólo se veían uniformes de la Policía, unos pocos militares, chaquetas de la administración distrital y unos cuantos reporteros, que recorrían con curiosidad aquel lugar que para muchos era tan solo un mito del que se hablaba desde hacía varios años, pero cuyas prácticas criminales nadie se atrevía a denunciar en voz alta. Era el infierno, decían quienes estuvieron ahí. Pero ellos también reconocen que ese y todos los calificativos se quedaban cortos frente a las atrocidades que se cometieron en el Bronx: torturas, secuestros, desapariciones, trata de personas, mutilaciones, asesinatos…

El joven uniformado, cuando se incorporó, instó a quienes estaban allí a que ingresaran a ese edificio. “Es la casa de pique”, terció un patrullero de la Policía. Era un edificio de cinco pisos por el que se ingresaba a través de una pequeña puerta blanca. Un fuerte olor, de esos que despojan al alma de su magnificencia, trató de expulsar a los intrusos. Pero ellos no querían que su actitud se pareciera a la del soldado Godoy y, tras armarse de valor y tomar aire, avanzaron despacio.

Observaron el primer rastro de violencia a pocos pasos de la entrada: era una huella de sangre fresca, que al seguir su rastro se prolongaba hacia las escaleras. Escalón por escalón, la sangre parecía una pista que debía seguirse. Los visitantes caminaban con intranquilidad, en medio de escombros, puñados de estiércol, roedores muertos y pedazos de ropa raída. En el segundo piso, la huella de sangre parecía esparcirse, como si hubiesen arrastrado a su dueño. Pero el rastro se perdió a lo largo de un pasillo que estaba obstaculizado por una reja oxidada.

Repitiendo la misma escena del soldado Godoy, dos patrulleros de la Policía bajaron del tercer piso al segundo aguantando la respiración. Soltaron el aire y les preguntaron a los periodistas si estaban seguros de que querían subir. “Allá ustedes”, dijeron. Con la boca tapada, siempre, los visitantes siguieron el ascenso y, en el tercer piso, encontraron una zona amplia, un lugar que hace mucho tiempo pudo ser una sala comedor. Era un espacio sombrío, no solo por su falta de luz, sino también por la extraña energía que despedía.

Al girar a la derecha, había una habitación enrejada. Sus paredes tenían grafitis y del suelo brotaban docenas de heces. Según dijeron después las autoridades, ese era el lugar en donde los líderes de los “ganchos” (las bandas del Bronx) llevaban a sus víctimas para que fueran devorados por una jauría de perros. A pocos pasos de la habitación una nueva mancha de sangre estaba esparcida sobre el suelo.

Ya en la terraza del cuarto piso se exhibía un cartel que ofrecía habitaciones por noche. Desde ese punto, los sayayines —francotiradores que resguardaban el Bronx— tenían la posibilidad de vislumbrar los tejados, los balcones, las vías aledañas (la calle novena A y la carrera 15Bis), y lo que sucediera en los alrededores. Se decía que tenían todo un arsenal de guerra: armas de largo y corto alcance, así como granadas de fragmentación. La incautación llevada a cabo el 28 de mayo de 2016 evidenció que los grupos criminales tuvieron tiempo de mover el armamento. Sólo se lograron recuperar 30 armas de fuego.

Antes de su intervención, en las calles se erigían trincheras con llantas, pasacalles de pared a pared que impedían que pudiera observarse desde el cielo lo que ocurría en su interior, y solo quienes se atrevían a ingresar sabían con certeza lo que discurría en cloacas, viviendas y bares. Allí no entraba la Policía y los pocos que lo hacían tenían tratos con la mafia. Quienes mandaban lo hacían desde las sombras. Algunos cabecillas llegaban ocasionalmente hasta ese lugar y otros controlaban los hilos del negocio sin siquiera ser vistos. Hablaban de los “ganchos” —Mosco, Manguera, Nacional y Homero, entre otros— como los grandes dueños de esa zona, que movían multimillonarias sumas de dinero en venta de droga, alcohol y servicios sexuales.

Algunas normas estaban inscritas en las paredes. Bares como el denominado Millonarios así lo demostraban. Los rostros de Celia Cruz y Gustavo Cerati, plasmados en los muros del segundo piso, estaban acompañados por un claro mensaje: “Ojo, no dañe el mural. No se haga pasar por la sala de masajes. Gracias”. En efecto, las paredes no tenían un solo rayón, a pesar de que en medio de la oscuridad se concentraban decenas de personas que en ese lugar consumían chámber (bebida con alcohol antiséptico y saborizante), licores a raudales y un sinfín de estupefacientes. Las salas de masajes eran los lugares donde torturaban y asesinaban a quienes se atrevían a desbordar los límites de las normas.

Tras la toma, las calles y 62 predios del Bronx hablaban de miles de historias en cada centímetro: fotografías familiares, tarjetas de crédito, cédulas, libros, cuadernos con cuentas, frascos de popper (droga líquida), pipas, crucifijos, encendedores, monedas, esqueletos de animales muertos, víveres esparcidos por el suelo, muñecas, máquinas tragamonedas rotas, zapatos sin pares, televisores sin estrenar, ropa organizada, muebles, habitaciones de niños, CD piratas, forros de celulares, mensajes de amor en las paredes y personas que se negaban a irse de sus predios. Los objetos y habitaciones hablaron de las fiestas, de los excesos, de los abusos a menores, del consumo de drogas, de la instrumentalización de los habitantes de calle, de las desapariciones, de las torturas, de las víctimas, de los dueños legítimos de los predios que no pudieron volver. De un sinfín de historias que, por lo menos en este lugar, no volverán a repetirse.

Un año después

A pesar de que la historia signará este punto como una república independiente del crimen, los habitantes y comerciantes del sector de Los Mártires buscan despojarse de este estigma. Mientras reactivan el comercio y se toman los espacios públicos que otrora fueron sitiados por la delincuencia, la administración distrital asegura que, en 2019, este punto contará con zonas verdes, establecimientos educativos y viviendas.

“Por ahora vamos en la demolición de 18 predios y estamos en el proceso y diseño de la formulación del proyecto de renovación de la zona centro”, indicó Eduardo Aguirre, gerente general de la Empresa de Renovación y Desarrollo Urbano del Distrito.

Desde la perspectiva de la seguridad, los índices siguen favoreciendo a la localidad de Los Mártires. Entre el 28 de mayo de 2015 y el 28 de abril de 2016 —antes del asalto al Bronx—, se documentaron 30 homicidios en el área de influencia de los “ganchos”. Y en ese mismo punto, entre el 28 mayo de 2016 y el 28 de abril de 2017 —después de la toma—, se reportaron 16 muertes violentas. Es decir, que la disminución fue de casi la mitad. Los habitantes de la localidad, sin embargo, consideran que el fenómeno violento se trasladó a barrios como Santa Fe, San Bernardo y a la zona del caño de la calle sexta con carrera 30.

La Fundación Ideas para la Paz asegura que uno de los grandes retos del Distrito —a la par que la ciudadanía recobra su empoderamiento sobre lo público— radica en que debe integrar esta zona a la ciudad, mientras interviene sectores de gran complejidad. Pero esa intervención —asegura— no sólo debe estar enfocada en la renovación urbana, sino que también debe desarticular las bandas criminales y brindar una atención social y de restitución de derechos. A pesar de los grandes desafíos, la localidad de Los Mártires celebra esta semana el primer aniversario del fin de la “olla” más grande de Bogotá.

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Por Juan David Moreno Barreto

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