El sonido de los cacerolazos

Una filósofa y columnista de este diario acompañó las marchas de los últimos días y reconstruyó la confluencia de voces de campesinos, estudiantes y hasta empresarios, que denuncian a la policía antimotines.

Catalina Ruiz Navarro - Especial para El Espectador
31 de agosto de 2013 - 09:00 p. m.
El sonido de los cacerolazos

En la Séptima con 19 se escuchó el primer golpe seco. Era el ruido de una aturdidora. ¡Pa! ¡Pa!, dos más. Después, una nube de gas blanco y todos salieron corriendo hacia las esquinas. Una tanqueta del Esmad llegó echando agua. La amplia intersección de las dos avenidas estaba vacía, la marcha no podía avanzar.

El jueves, el centro de Bogotá empezó a llenarse hacia las 11 de la mañana. Los marchantes venían de la Nacional, de Uniminuto, del Sena, del Parque Nacional cantando “hay que estudiar, hay que estudiar, el que no estudia es policía nacional”. Las arengas se iban convirtiendo en insultos y algunos encapuchados entre la multitud tiraban guijarros al Esmad. Sin embargo, por cada persona que los agredía había alguien que se paraba enfrente a defenderlos, la multitud entonces coreaba “sin-vio-lencia”, y todo se calmaba un poco. Los oficinistas tiraban papel picado desde las ventanas en señal de apoyo y la marcha volvía a los tambores y a los coros.

Hasta ese momento, en la Séptima no había señales de actos vandálicos, aparte de los grafitis de siempre “No al TLC”, “Camilo vive” y otros más sofisticados como “Cerrar las vías para abrir el debate”. En la Plaza de Bolívar, a medio llenar, la gente empezaba a quitarse sus ruanas bajo el sol del mediodía. “Consideramos que el Gobierno debe respetar el campo colombiano, garantizar insumos para cosechar”, dijo Isaías Garzón, empresario bogotano. Cindy Franco, estudiante de la Santo Tomás, estaba ahí para mostrar su inconformidad con la ley 970. Llevaba la cara pintada y un sombrero con flores. Salvador Vargas, campesino cultivador de papa, arveja y haba, dijo que había llegado con varios compañeros a Bogotá para marchar. Alguien en el micrófono les daba la bienvenida a los estudiantes que empezaban a entrar a la plaza. En la 12 con Séptima, dos escuadrones del Esmad esperaban en una tensa quietud que hacía rechinar los dientes.

Tan solo cuatro días antes, como conjurando una hecatombe, el presidente Santos había dicho a los medios que el paro nacional no existía. Era domingo y los paperos boyacenses llevaban ocho días de protesta bloqueando las vías. La noche de las declaraciones, la Plaza de Bolívar de la capital boyacense se llenó de familias, ancianos, niños, padres, algunos en pijama, azotando ollas para mostrar su apoyo a los campesinos. Videos en los que la fuerza pública abusaba gratuitamente de los campesinos se hicieron virales. La protesta pacífica del cacerolazo en Tunja fue registrada en las redes sociales y pronto empezó a hablarse de replicar el gesto el lunes, en otras ciudades del país. El lunes, en Cartagena salieron 500 manifestantes, 700 en Cali, Armenia y Bucaramanga se sumaron. “El paro fue convocado inicialmente por la dignidad campesina y pide unas reivindicaciones profundas: está defendiendo la producción nacional. Además, se reclama que el 40% de los campesinos no tiene tierra, ni títulos, ni vida crediticia”, dice Carlos Andrés Benavides, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Externado de Colombia.

La noche del lunes en Bogotá, la asistencia a la Plaza de Bolívar fue masiva. El Bolívar de la plaza también llevaba una ruana y las banderas de Colombia ondeaban en el viento frío de la noche. “La reflexión más importante que suscitan los cacerolazos es que esa vida campesina es necesaria para la vida urbana”, dice Benavides. Martha Susana Jaimes, economista, dijo que estaba allí por un objetivo común: hacer valer el derecho de los ciudadanos a la manifestación pacífica. Cuando la tanqueta del Esmad se asomó tímidamente por la octava, la gente corrió hacia ellos gritando “¡fuera!, ¡fuera!”. Acorralaron al Esmad gritando “a-se-sinos”, un coro que era agresivo pero que no pasó a actos violentos. La policía parecía tener órdenes de no tocarle un pelo nadie y se fue replegando. Un triunfo fácil. Antes de cerrar la jornada se hizo silencio. Toda la plaza cantó el Himno nacional.

Los cacerolazos comenzaron con un ánimo pacífico y la fuerte solidaridad que despertaba el paro agrario hizo que muchos empezaran a hablar de la “primavera colombiana”. Si bien es cierto que en todos había tensión frente a la fuerza pública, parecía haber un decidido consenso por los métodos pacíficos. Las protestas de apoyo en las ciudades también buscaban desmarcar a los campesinos de las acusaciones que los mostraban como títeres de infiltrados guerrilleros. Con tantas buenas intenciones, pocos esperaban la batalla campal que se daría el jueves.

Por la calle, subió un grupo de encapuchados y empezaron a tirarles piedras a los escuadrones. Las tanquetas los arrinconaron en la esquina de la Casa del Florero. Dispararon gases y granadas aturdidoras a la plaza, que zumbaba con el ruido de la gente. En cuestión de minutos, las materas de la séptima peatonal estaban volcadas, los vidrios de la oficina del Banco Caja Social de la Séptima con 12 estaban rotos y había saqueadores dentro de los establecimientos.

“Me empezaron a pegar, policías de uniforme y policías que iban de civil. Yo les decía que no había saqueado, que miraran las cámaras, que yo trabajaba en el Distrito”, cuenta Nicolás Becerra del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez. “Nos llevaron a la estación Germania y allá entre varios nos esperaban con bates y choques eléctricos”. “Hay que concertar con urgencia un protocolo sobre la presencia de la policía en manifestaciones y las armas de letalidad reducida: bombas aturdidoras, choques eléctricos, que a nuestra consideración deberían ser ilegales. La policía tiene que supeditarse al poder civil, hacer conciencia de que representan al Estado y que no pueden asumir los mismos comportamientos de los manifestantes”, dice Andrés Idárraga, director de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobierno, y añade: “fuimos agredidos y los policías no accedieron a dar su identificación con rango y nombre. Como resultado, no hay ningún responsable”.

Los enfrentamientos se extendieron sin discriminación. La tanqueta avanzó hacia la calle 11, donde el Esmad lanzó más cápsulas de gas, que en ese lugar y en ese momento eran injustificadas. Algunos manifestantes, en respuesta, pateaban las aceras para arrancarles ladrillos y armarse. En la Séptima, los policías recogían las piedras que rebotaban en sus escudos y se las tiraban de vuelta a encapuchados y civiles enfurecidos. Grupos de jóvenes corrían erráticos por una ciudad que parecía desolada por el apocalipsis zombie. Así fue hasta bien entrada la noche.

Los disturbios del jueves dejaron 512 personas judicializadas, dos muertos y 147 heridos, 37 de ellos policías. Gustavo Petro dijo que la ciudad había sido víctima de vandalismo pagado. Santos ordenó militarizar Bogotá y recompensas de cinco millones de pesos a quienes den información que sirva para identificar a los vándalos que enardecieron las protestas. Acusó al movimiento Marcha Patriótica de entorpecer las negociaciones con los campesinos. “La paciencia se agota”, dijo.

En lo que va de las protestas desde junio, 27 periodistas han sido víctimas de 14 agresiones, 11 de ellas por parte de la fuerza pública. Todos portaban credenciales de prensa. “Las garantías de cubrimiento deben ser iguales, sin importar que la manifestación sea pacífica o que haya enfrentamientos”, dice Pedro Vaca, director ejecutivo de la Flip. Frente a esos datos uno tendría que preguntarse por qué el Esmad, que dice estar haciendo un uso legítimo de la fuerza, se siente tan amenazado por la prensa. Tampoco queda claro si la orden de dispersar la marcha del jueves se dio antes o después de que los encapuchados arremetieran contra la policía. Literalmente, no se sabe quién tiró la primera piedra. Lo que sí fue evidente, y muy preocupante, es que el Esmad atacaba a estudiantes, campesinos, encapuchados y periodistas por igual, las cápsulas de gas eran para cualquiera que se moviera. ¿No están preparados para distinguir entre unos y otros? ¿Por qué en vez de amainar los disturbios los potencian?

“Al paro agrario se están sumando los trabajadores de la salud, los profesores, los transportadores y los estudiantes. Está a punto de darse un episodio de movilización como no se ve desde 1977 con el Paro Cívico Nacional”, opina el politólogo Carlos Andrés Benavides. “Si la reacción del Gobierno sigue siendo militarizar y deslegitimar, este paro va para largo”. Después de los disturbios, el presidente y sus ministros anunciaron que se levantaban de la mesa. Los campesinos accedieron a despejar las vías incluso sin recibir soluciones concretas. Los manifestantes tienen miedo, por su seguridad y por la reputación de la protesta. Bogotá ostenta condiciones de movilidad inusitadamente favorables, porque está totalmente desierta.

La gran pregunta que se suspende en el denso y cargado aire que se respira hoy en Colombia es: ¿A quién le sirve que se deslegitimen las protestas?

Por Catalina Ruiz Navarro - Especial para El Espectador

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