En Bogotá hay un museo dedicado a la Chicha

La chicha, el zhuke, el guarapo y el chirrinchi son bebidas ancestrales que fueron quedando en el olvido tras la masificación de las cervezas y una campaña de desprestigio. Hoy, en el centro de la capital se desarrollan actividades para recuperarlas.

Mónica Rivera Rueda
29 de julio de 2017 - 03:00 a. m.
Alfredo Ortiz creó el Museo de la Chicha para recuperar los saberes ancestrales detrás de su consumo.   / Cristian Garavito
Alfredo Ortiz creó el Museo de la Chicha para recuperar los saberes ancestrales detrás de su consumo. / Cristian Garavito

Hartar chicha es todo un arte. Tomar alguna de las bebidas ancestrales de los indígenas de la sabana cundiboyacense no se hace simplemente para emborracharse. Cada una fue creada con un fin específico y en su tiempo fueron usadas como líquidos depurativos, medicinales y alimenticios.

Tener en las manos una chicha, un guarapo, un zhuke o un chirrinchi es un ritual. “Hay una forma de degustarla y es toda una experiencia. Nos enseñaron a consumir rápido, pero primero se debe batir en circulo, luego se sirve, se huele y eso transporta a los orígenes campesinos. Nos hace recordar de dónde somos. Ahí se toma, se pone un sorbo debajo de la lengua y viene toda la explosión de sabores. Se hace agua la boca y en ese momento se traga”, dice Alfredo Ortiz, quien dirige el Museo de la Chicha, en el centro de Bogotá.

La galería es nueva y está en una de las casas que rodean el restaurado Chorro de Quevedo, donde esta semana volvió a brotar agua de la pila simbólica, después de 31 años sin funcionar. Además se restauró el muro de la arcada y la emblemática figura del malabarista.

Desde afuera parece una tienda común de la zona. Al entrar se ve a la derecha un sinfín de cosas tradicionales bogotanas, como grandes fotos de Jorge Eliécer Gaitán y del tranvía de la ciudad en los años cincuenta. A la izquierda hay una puerta de vaivén, que es el acceso al museo. Luego de cruzarla se puede hallar cuanto instrumento usaron los indígenas para elaborar las bebidas ancestrales.

De entrada, Ortiz lo deja claro: el principal fin de abrir el museo es recuperar el origen, la identidad y la memoria de las cuatro benditas. La primera es la chicha, la más reconocida y la principal bebida del pueblo muisca. Su verdadero nombre es facua y, si nos remontamos a la lengua original, según Ortiz, su traducción es churrias o diarrea. “La preparaban las mujeres vírgenes, quienes mascaban el maíz y lo salivaban. El resto del proceso lo hacían en un pilón”.

El zhuke es la segunda bebida ancestral que surge de la fermentación del maíz y su uso era estrictamente ceremonial y festivo. Luego está el guarapo, que, contrario a las dos anteriores, se hace a base de panela “y la zupia o el guana que tiene maíz”, afirma Ortiz, para quien esta bebida puede ser considerada como una energizante tradicional.

Por último, el chirrinchi, que apareció tras la llegada de los esclavos negros al continente, pero, a diferencia del que se produce en la Costa, que suele ser muy fuerte, “el nuestro es destilado de caña de azúcar, por lo que no es transparente sino blanco y se le aplican las siete yerbas dulces”, agregó Ortiz.

Las cuatro bebidas se siguieron tomando incluso después de la fundación de Bogotá y tuvieron auge en la comunidad por varios siglos. Sin embargo, con la llegada de las fábricas de cerveza, dice Ortiz, comenzó una campaña de desprestigio contra ellas, en especial contra la chicha.

Desprestigio

El siglo pasado, a mediados de los años 30, aparecieron contradictores de estas bebidas. Su objetivo era hacerlas desaparecer. El entonces ministro de Higiene, Jorge Bejarano, aseguraba que uno de sus estudios comprobaba que la elaboración de la chicha no sólo era antihigiénica, sino que además volvía imprudentes y hasta violentos a quienes la consumían.

“La chicha embrutece a la gente”... “La chicha engendra el crimen”... “Las cárceles se llenan de negros que toman chicha”... Esos eran los mensajes que se podían leer en afiches en las calles, que estaban acompañados de campañas que invitaban a reemplazar esta bebida con la cerveza. Además comenzaron a surgir mitos en torno a su preparación.

“Hay muchas formas de preparar chicha. En una de ellas se hacían amasijos que se ponían a fermentar en juagaduras de calzón, que es el amero de la mazorca, pero cuando llegaron los europeos comenzaron a decir que eran los de las indias y ahí se creó ese mito”, asevera Ortiz.

Pero el hecho trascendental por el que se prohibió la producción y el consumo de la bebida tradicional fueron los incidentes que rodearon el Bogotazo. El veto se impuso porque, según los registros de la época, la chicha hizo que sus consumidores se levantaran. Desde entonces no se volvieron a ver chicherías y su existencia se volvió ilegal y clandestina.

Recuperando la tradición

Oficialmente, desde 1995, en el barrio La Perseverancia se empezó a hacer el Festival de la Chicha, la Vida y la Dicha, en el que se hace un recorrido por el origen de la bebida, con el fin de mantener la costumbre ancestral y promover su elaboración y consumo con prácticas higiénico-sanitarias. Ha sido tal su éxito que en 2004 el Concejo lo declaró Patrimonio Cultural de Bogotá. En los últimos tiempos se ha hecho popular su producción a menor escala en sectores como La Candelaria.

En el Museo de la Chicha, Ortiz elabora las cuatro bebidas que ofrece en su establecimiento. “Las elaboro de 12:00 de la noche a 5:00 de la mañana, con bonita intención. Se hace la ofrenda y se bendice, pero nada con religiosidad. Todo es con espiritualidad”. Esto lo tiene claro porque, antes de abrir el museo, realizó un trabajo de investigación sobre la bebida, que comenzó con su proceso de cambio espiritual el 21 de diciembre de 2012, cuando se cumplió el fin del ciclo maya.

El recorrido por el espacio dedicado a las cuatro benditas tarda cuarenta minutos, en los que no sólo se habla de su origen y su preparación, sino de lo identitaria que es la bebida de los ancestros de la ciudad. Para Ortiz, las cuatro benditas hacen parte de la memoria del país y su labor con ellas es devolverles su lugar. No como bebidas alcohólicas, porque en el momento de su creación no tuvieron ese fin, sino como bebidas que han sido ceremoniales, medicinales y alimenticias.

Por Mónica Rivera Rueda

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